Como si sólo se tratara de un debate jurídico, alejado de las vicisitudes de la historia y de las presiones de grupos económicos, el fiscal general de la Unidad Especial AMIA, Alberto Nisman, argumentó a favor de la ley antiterrorista sancionada por el Congreso de la Nación. Dijo que con esta ley, la Argentina proseguía su camino de adaptar su legislación a estándares internacionales en la lucha contra el terrorismo, y que cada Estado comprometido en esa gesta le otorgaba sus particularidades, con lo que, desde el inicio, reconoció que no existe acuerdo para definir el terrorismo y que en definitiva será cada uno de los Estados los que le den condimento. Nisman creyó que esos Estados no están atravesados de luchas internas, y que cada uno de ellos tiene buena fe, cuando de combatir al «terrorismo» se trata, y es libre de disponer de su legislación y de su economía. Utilizó el concepto «flagelo terrorista», el mismo que hasta el hartazgo fue blandido por los dictadores.
La norma recibió críticas de parte de los organismos de Derechos Humanos, especialmente el CELS, que emitió un oportuno comunicado anunciando el serio peligro que conlleva una norma penal de estas características, que repercutirá negativamente sobre el funcionamiento de la maquinaria penal estatal, sobre todo por la falta de una definición clara (y los delitos deben ser sumamente precisos), la inflación punitiva que la ley provoca aumentando penas (cuando el Estado ha hecho bastante poco para cambiar la realidad carcelaria) y el peligro que se cierne sobre organizaciones sociales y políticas, cuyo accionar al frente de reclamos pueden ser catalogados de actos terroristas. A pesar de las justificaciones de Miguel Pichetto y Aníbal Fernández, las leyes deben pensarse más allá de los gobiernos y sus decisiones puntuales, teniendo en cuenta además que cada uno de los jueces y de los fiscales tiene su propia opinión sobre qué considerar como conducta «terrorista». El Estado no tiene una opinión ni un accionar monolíticos, lo que resulta evidente si se observa que dos funcionarios de la Procuración General de la Nación como Nisman y Alejandro Alagia se pronunciaron en sentido adverso sobre esta ley.
Para aventar las críticas, Nisman dijo que la agravante de la finalidad terrorista no puede ser aplicada por actos que constituyan el ejercicio de algún derecho. Pero ello también dependerá de la interpretación que haga cada actor en cada proceso, con lo que, en definitiva, la gravedad del asunto radica en que la ley abre una puerta peligrosa que generará más de una violación a los Derechos Humanos. Algo similar sucedió con las llamadas «leyes Blumberg», aprobadas en 2004, por las que se agravaron  garantías judiciales y se elevó el máximo de la pena de 25 a 35 años de prisión, lo que quedó irreversiblemente en el Código Penal. Sin embargo, con una pasmosa ingenuidad, Nisman dijo que la expresión es lo suficientemente amplia para garantizar que ello no ocurrirá.
La ley antiterrorista de Pinochet -que hoy sigue vigente en Chile- es una clara muestra de que el terrorismo se define por quien ostenta el manejo del Estado y, por lo tanto, es un concepto directamente relacionado con quienes se benefician de las políticas de ese Estado.  Son esos sectores los que en definitiva brindarán el condimento especial, al que Nisman se refirió anodinamente.
Por su parte, Alagia se lamentó que los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura -crímenes llevados a cabo con el argumento de estar combatiendo al terrorismo, justificando la imposición de tormentos y la desaparición, los centros de tortura y exterminio- no hayan sido suficientes para evitar la reiteración de las amenazas absolutas, como la figura del terrorismo persigue, con lo que el legislador echó mano a una vieja fórmula, adorada por dictadores, que es la de cincelar al potencial enemigo para luego limitar su accionar mediante el Derecho Penal de ánimo y de peligro, como normativa del viejo peligrosismo racista. Mediante esta ley, dijo Alagia, el Congreso delegó excesivo poder punitivo en las fuerzas de seguridad y en los jueces, que integran el mecanismo de represión estatal más sofisticado, con su poder selectivo, siempre en contra de los más débiles, de los que reclaman, y a favor de los dueños del capital, sempiternos beneficiados de ese poder.  Evocó los miles de procesos abiertos en los que la protesta fue criminalizada, para decir que la norma traerá mayor persecución a esos sectores.
Ni qué decir de las opiniones vertidas por Eugenio R. Zaffaroni, que se despachó contra el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) -al que jamás la Argentina debió haber pertenecido- porque extorsiona con éxito a nuestro país y porque su objetivo no es el lavado ni el terrorismo, sino el control del movimiento financiero.
En conclusión, bajo la extorsión de un órgano como el GAFI, se sancionó una ley que agrava irrazonablemente penas, deja en manos de jueces y fiscales la interpretación de lo que es un delito, abre una puerta odiosa a la persecución política, a la que creíamos definitivamente erradicada de nuestra vida política. Un veto presidencial sería una medida por demás auspiciosa.

Fuente: http://tiempo.infonews.com/notas/no-ley-contra-terrorismo