En su afán refundacional, el presidente Correa ha llegado al extremo de declarar caduca a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ha planteado la necesidad de clausurarla e inventarse una nueva, que seguramente no sea tan crítica a las acciones de su gobierno. La posición gubernamental frente a la CIDH es parte del discurso soberanista que ha caracterizado a la política internacional ecuatoriana en la era de la revolución ciudadana.

La CIDH es un componente importante del sistema mundial de derechos humanos. Deriva de los esfuerzos posbélicos por generar mecanismos que permitan evitar violaciones de derechos humanos como los que se perpetraron durante la primera y la segunda guerras mundiales. Emerge como iniciativa de la Organización de Estados Americanos. Desde la conformación de la Convención Interamericana de Derechos Humanos en 1979, base de la operación de la CIDH, va construyendo y perfeccionando sus instrumentos y mecanismos de operación.
La CIDH es un espacio al cual pueden acudir los individuos comunes y corrientes para denunciar violaciones a los derechos humanos en sus respectivos países, una vez que se han agotado las instancias jurídicas internas. Esta función ha permitido evitar la impunidad en casos de violaciones de derechos humanos como las perpetradas por las dictaduras de Chile, Argentina o Guatemala; ha sido un espacio donde pueblos indígenas y afrodescendientes han acudido para reivindicar sus derechos, generando importantísimos precedentes jurídicos.
En el Ecuador, la CIDH fue fundamental en el reconocimiento de la desaparición de los hermanos Restrepo y en la definición de este delito como crimen de Estado. Generó un debate regional y mundial sobre la libertad de expresión a propósito del tratamiento del caso El Universo. Actualmente se encuentra en curso de investigación la denuncia del pueblo Sarayacu de Pastaza, que reivindica su derecho a vivir en su territorio manteniéndolo libre de actividades mineras y petroleras.

El acatamiento a instancias supranacionales, cuando las instancias nacionales son insuficientes, revela avances significativos en la expansión del concepto de soberanía, y en la formación de una institucionalidad acorde con esta proyección, la cual se corresponde con la aún incipiente formación de una ciudadanía cosmopolita. La CIDH es un espacio de gran legitimidad. Sus competencias deberían ampliarse aún más para tratar problemáticas como las de los derechos de migrantes y de sectores vulnerables cuya defensa es insuficiente desde las acotadas soberanías nacionales. La vigencia de la CIDH, puede garantizar la preservación de derechos y defensa de la democracia donde se vea vulnerada.