No existe legislación moderna que deje de explicitar el principio que obliga a “fundar” las sentencias judiciales. Se impone a los jueces el deber de justificar lo resuelto mediante un razonamiento que, partiendo de al menos una norma general, derive válidamente, desde el punto de vista de la lógica, en una conclusión que contenga la resolución del caso. Pero el “problema” de la fundamentación de la sentencia no es un solo problema, ni solo un problema. Las confusiones que cunden al respecto vuelven necesario aclarar algunas cuestiones al respecto, de la manera menos técnica posible.

En primer lugar, lo anterior no significa que el juez parta de las normas generales y los hechos y deduzca, mecánicamente, la solución del caso: el modo de llegar a la decisión es una cuestión psicológica secundaria. Es posible (y, tal vez, frecuente) que el juez tome la decisión primero y luego busque justificarla, pero lógicamente -que es la perspectiva que aquí importa- el fundamento tiene prioridad respecto de la solución.

Además, la exigencia no solo manda que las sentencias sean justificadas, sino también que lo sean de un modo especial. Esa justificación debe apoyarse, por un lado, en las circunstancias del caso (como premisas empíricas) y, por otro, en normas jurídicas generales (como premisas normativas). Una sentencia no fundada de este modo se considera arbitraria y, por eso, revocable.

Los jueces, en su labor central, se ocupan de aplicar normas generales a casos individuales. Los casos individuales son eventos únicos, que suceden una vez y cuya identidad se limita a esa ocurrencia, e instancian un caso genérico. El dar muerte intencionalmente a otro puede entenderse como un caso genérico de homicidio. El que A. dé muerte a B. en un tiempo y en un lugar determinados sería, así, un caso individual de homicidio.

La aplicación de las normas generales a casos individuales se conoce como “subsunción”. Ella consiste, principalmente, en la clasificación de un caso individual en el marco de un caso genérico. Esta tarea puede dificultarse, principalmente, por dos motivos. El primero es la falta de información sobre las particularidades de un hecho. Así, aunque estuviésemos de acuerdo en que todo aquel que matare a otro motivado por el pago de un precio o por la promesa de su pago cometería un “homicidio lucrativo”, que conlleva una pena de prisión o reclusión perpetua, podríamos no saber si A. mató a B. por un precio o promesa remuneratoria, simplemente, porque no sabemos si alguien le pagó (u ofreció pagarle) un monto por su actuar.

A pesar de su gravedad, este problema ha sido, en cierta forma, resuelto o eludido mediante el recurso a las presunciones. Ante la falta de conocimiento de los hechos o alguno de sus aspectos, el juez puede recurrir a reglas que le permiten resolver como si los supiera. En el derecho penal, la presunción madre, que ha pasado de ser una mera presunción a ser un estado, es la inocencia del imputado. La carga de la prueba en cabeza del Agente Fiscal y la consagración del in dubio pro reo (en caso de duda, debe resolverse del modo más favorable al imputado), entre otros principios que rigen el proceso penal moderno, vienen a reforzar esa función.

Pero la ignorancia acerca de si A. actuó motivado por un precio o una promesa remuneratoria también puede deberse a otra causa: la vaguedad de los conceptos generales involucrados en la cuestión. Aun si se conocen todos los pormenores del caso, podemos desconocer si existió un precio o promesa de pago porque, por ejemplo, no sabemos si el dinero que C. entregó a A. para que matara a B. puede considerarse técnicamente un precio, y uno que motivare a A. para que obrara en consecuencia. Piénsese que C. promete pagar a A. una suma irrisoria (por decir algo, dos pesos) para matar a B. En ese caso, se podría dudar si el acto de A. estuvo efectivamente motivado en la promesa remuneratoria de C. y, así, si su acción entraba o no en la norma general.

Este inconveniente es mucho más serio que el anterior. Los conceptos jurídicos son conceptos empíricos y, como tales, padecen siempre de vaguedad, o bien actual, o bien potencial. Un término o enunciado es vago cuando su significado carece de precisión: en más o en menos casos se duda con respecto a aplicar o no la palabra. Pero aun el término más preciso no está exento de este problema: el conocimiento necesariamente inacabado que tenemos del mundo junto con nuestra incapacidad de predecir el futuro, hacen que puedan darse situaciones no previstas al momento en que la palabra fue definida, con lo cual ella puede tornarse vaga. Así, el criterio de aplicación de un término queda eternamente “abierto”.

Se ve, entonces, que siempre podrá surgir un caso individual cuya clasificación sea dudosa. Podemos saber que A. cometió un homicidio cuya víctima fue B., y saber que ese homicidio fue lucrativo o no lo fue, y conocer perfectamente la solución para cualquiera de los dos casos pero, no obstante, no estar seguros de qué solución aplicar. Este problema no se debe a las propiedades del sistema jurídico, sino a las del lenguaje: aun un sistema completo (que solucione todos los casos genéricos que regula) puede -y, de hecho, esto es lo más común- padecerlo.

Un problema conceptual no puede sino resolverse, en última instancia, mediante una decisión valorativa, para el caso concreto. Tener esto en cuenta debería ayudarnos a pensar con más profundidad la tarea de los jueces a los que no somos jueces pero también, sobre todo, a quienes sí lo son.

 

http://tschleider.wordpress.com/2013/12/20/sentencias-justificacion-y-vaguedad/