La granja-penal de Comayagua intenta volver a su cotidianidad: ser un centro de rehabilitación modelo para reinsertar a la sociedad a quienes violaron la ley, aunque dificultosamente alguna vez pueda. La noche del último 14 de febrero fue el escenario de la peor tragedia carcelaria en Honduras: un incendio calcinó a 359 presos. Cuatro de cada diez internos, reos comunes y ex pandilleros. Las autoridades hondureñas no brindan certezas acerca de la chispa que desató el infierno, y muchos de los sobrevivientes siguen usando mascarillas porque el hedor a carne quemada todavía no se fue por completo.

Hasta la tragedia, la de Comayagua era considerada por las autoridades de seguridad hondureñas una cárcel modelo, aún a pesar de esa riña sangrienta entre reos comunes y pandilleros en el año 2003, que había dejado 66 muertos (ahora ya no hay pandilleros activos, solo hay “pesetas”, es decir, pandilleros retirados). En sus 30 años de existencia, se había implementado un programa para rehabilitar a los presos enseñándoles manualidades, el cultivo de pipianes, tomates, guayabas y maíz, la crianza gallinas y cerdos. Hace diez días, ese lugar se convirtió en el infierno. Varios presos entrevistados aseguran que aunque antes hubo varios apagones, no fue hasta las 11 de la noche que en la celda 6 se desató el fuego. De 105 reos que dormían en ese módulo, solo se salvaron cuatro que lograron romper a tiempo la lámina metálica del techo. El fuego se propagó rápidamente a los pabellones 7 y 8 devorándolo casi todo y con menos intensidad, a los módulos 5 y 3.

Los fiscales que investigan el incendio aseguran que nadie escapó, contradiciendo las manifestaciones públicas del presidente Porfirio Lobo. De todas las hipótesis investigativas, la que tiene más fuerza es la del cortocircuito en el sistema eléctrico: en las habitaciones quemadas se encontraron restos de electrodomésticos.Ramón Custodio, el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, recomendó diagnosticar técnicamente el estado de las instalaciones eléctricas y de los servicios de agua en el resto de los presidios hondureños.

Poco se dijo, hasta el momento, de la cadena de responsabilidades de los jefes de la prisión y de los carceleros: las celdas estaban con candado y si no hubiera sido por el interno Marco Munguía, la masacre hubiera sido más desoladora. El Chaparro –convertido ahora en un héroe a quien le ofrecen indultar la pena– trabaja en la enfermería del penal, y fue quien logró dar con las llaves que abren los candados de las rejas. Además, tuvieron que ser los vecinos de las casas cercanas quienes avisaran a los bomberos, pues no se registró desde la penitenciaría ningún alerta del fuego. Cuando los rescatistas llegaron a las puertas del panel, 10 minutos después del aviso, los guardiacárceles les impidieron durante media hora el ingreso, aduciendo protocolos de seguridad.

Las llamas dejaron, además del drama de los muertos, las historias de los sobrevivientes: recuerdos de proximidad con la muerte, y miedo. Alberto Mendoza, de 36 años, ex policía originario de Tegucigalpa, está preso desde hace seis años por tráfico de drogas. Se salvó de morir escapando por el techo que los internos lograron romper en la celda 5 donde dormían, pero una “pelota de fuego” le cayó en la espalda cuando saltó para escapar. En el hospital donde lo llevaron hay siete internos recuperándose. En la capital había diez más, pero seis ya fallecieron.

“Era el infierno, así como dice en la Biblia”, afirma Plutarco López, de 50 años, un preso en fase de rehabilitación desde hace tres años. Recibió 30 años de sentencia por un asesinato en 1991, aunque jura su inocencia. Dice ser el chivo expiatorio de un crimen no resuelto porque tenía problemas con los hermanos del muerto. En 2007 aprendió a hacer estos canastos, por los cuales recibe 100 lempiras por día (aproximadamente 5 dólares). El día del incendio él dormía afuera del recinto, y escuchó los gritos de sus compañeros.

Los 459 sobrevivientes de la tragedia de Comayagua pudieron ver a sus familiares el domingo 19 de febrero. Hasta ese día, la institución gubernamental forense sólo había entregado 38 de los 359 cadáveres, en ataúdes donados por una funeraria privada y por el Congreso. Así, parece difícil que la granja-penal de Comayagua pueda volver a ser lo que era: un lugar para sobrellevar la destino de estar preso.

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