Damaris no se considera ni guapa ni fea, sólo una chica que en un día cualquiera experimentó ocho casos de acoso en el metro de la Ciudad de México. Decidió retar a los hombres, mirarlos a los ojos hasta que sean ellos los que tengan que bajar la cabeza. “¿Qué me ves, puerco?” y la respuesta a la defensiva, “yo nada”, “tranquila”.
Paty tenía 11 años cuando un hombre se paró frente a ella en la calle y la manoseó. Se quedó muda, no pudo hacer otra cosa más que correr y llorar hasta llegar a casa. Ahora tiene 34 años y el miedo de que un desconocido la toque en la calle sigue presente.
Fabiola esperaba el transporte público al salir del trabajo en el momento que un auto de lujo se le acercó. El hombre al volante se bajó los pantalones y le mostró su pene mientras gemía. Se alejó antes que ella pudiera reaccionar.
Maga regresaba de la universidad en un autobús repleto. Iba de pie, así que a cada frenar o acelerar del conductor, su cuerpo se movía contra otros. De pronto sintió que una mano le tocaba el pecho y la entrepierna. Era un hombre que estiraba sus brazos entre la multitud y se reía. La gente vio lo que sucedía, pero nadie dijo nada.
Para ser objeto de acoso, ser mujer es suficiente. En la Ciudad de México, putas son todas las mujeres, menos la madre y las hermanas de quien considere que putas son todas las mujeres. Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, el 67% de las que tienen 15 años o más han sufrido alguna vez algún tipo de violencia.
La mayoría no denuncian de manera formal, pero alrededor de 50 testimonios en Internet ya forman parte del mapa de acoso sexual en las calles del Distrito Federal. Lo que no han logrado los programas oficiales y leyes contra la violencia de género, lo ha hecho Gabriela, una activista de 23 años que un día se cansó de no decir nada.

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Gabriela sabía lo que le esperaba al regresar a su país luego los estudios universitarios en Canadá. En las calles de la Ciudad de México es común que los hombres griten a las mujeres frases obscenas. Por lo menos tres veces a la semana alguien le decía algo en algún lugar.
Cinco meses después, en abril de 2011, Gabriela ya se había contactado con el colectivo que hacía Hollaback: un sitio web creado para luchar contra el acoso callejero y con representantes en 15 países. Y arrancó con la versión mexicana, Atrévete DF.
Por entonces también adoptó su identidad virtual: Gabriela Amancaya.  Todas las activistas ocultan su identidad detrás de seudónimos. Como el juego de palabras en inglés que forman el nombre de la asociación, ellas están ahí para sostener sus espaldas (“hold your back”).

Gabriela empezó a operar atrevetedf.ihollaback.org desde la computadora y el blackberry, con su propio presupuesto y el de unos diez amigos que la ayudan. Le gusta escribir, pero no cede a la tentación de transformar la palabra de quien denuncia al que la tocó, a quien grabó el escote de una mujer o se masturbó en el asiento de al lado.

Es la catarsis lo que importa, por eso es fiel a su propio y arbitrario manual de estilo: respetar cada punto y coma del testimonio, a menos que impida la comprensión de la lectura o emplee frases de discriminación social o racial.
Para ella, la violencia puede generarse en cualquier lugar del mundo por cualquier persona, no es cultural ni única de un estatus económico o educativo bajo: “Cualquier persona que piense que es superior o que puede acceder al cuerpo de otras personas, verbal o físicamente, sin su consentimiento, eso es machismo”.
Basta con usar minifalda y caminar sola o con otras mujeres por alguna avenida transitada, o con atreverse a usar el metro vestida así. Entonces llega la cadena incontenible de folclor mexicano: “mamacita”, “mami”, “sabrosa”, “rica”, “chiquita”, “chiquitiiita”, “qué buena estás, güerita”; y las infaltables onomatopeyas: “ahhhh”, “fiuuu”, “shhh”, “mmmm”, que un día pueden llegar hasta “¡ay mamita, qué te haría!”.

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Hace 12 años que Minerva Valenzuela escribe y actúa sus propias obras teatrales de crítica política y social. Por influencia de una maestra de ética en la prepa y un profesor de acrobacia en la universidad, aprendió a ser coherente con lo que piensa y hace, a destruir la cuarta pared y hablarle directo al público sobre lo que le interesa: derechos sexuales, inequidad, violencia contra las mujeres, libertad.
Hay medios alternativos para informarse y para informar. Minerva –“cabaretera fina” se describe– lo descubrió en el teatro. El arte ha sido la forma elegida para quejarse de lo que le molesta y el cabaret el género en que con más libertad y humor puede denunciar.
Aunque se muere de miedo cada vez que alguien le dice algo en la calle, aunque le hayan inculcado la idea de que una dama no debe parecer puta, Minerva la cabaretera se pone la máscara y asume su papel cada vez que puede.
En su filosofía teatral, mostrar el cuerpo al antojo no es lo mismo que dejarse monitorear por la sociedad, las autoridades y los medios de comunicación. Han pasado cuatro décadas de los movimientos feministas de mitad de siglo XX y las formas de controlar el cuerpo femenino son otras.
El macho mexicano ha cambiado: “no podemos comparar a Jorge Negrete –actor y cantante símbolo del charro de sombrero, botas y caballo– con un macho de estos tiempos; el neomachito está abierto a la equidad pero sigue siendo violento”.

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