Ayer murieron casi 350 personas en Honduras y no fue ni por un terremoto ni por un tornado ni por la caída de doce meteoritos ni por un atentado de la reencarnación de Bin Laden. Murieron ni más ni menos que por estar en la cárcel. Murieron por segunda vez. Murieron incendiados. Atrancados por la propia desidia del aparato burocrático más feroz y organizado de la historia universal: el sistema de castigo penitenciario.

Ayer murieron más de 350 personas, y no es la primera vez que esto sucede, ni mucho menos la última.

Desde que hace más de dos siglos se decidió que el castigo en plazas públicas había pasado de moda y que lo conveniente –en consecuencia- era esconder la brutalidad de las condenas tras muros de acero, la cárcel no paró de crecer, desarrollarse y promoverse como única alternativa frente al conflicto social denominado arbitrariamente “delito”.

No obstante esto la realidad indica que todos los objetivos propuestos desde aquella institución -razones de ser y fundamentos de su existencia- han fracasado largamente.

La cárcel no  cumplió nunca con sus propósitos declarados. La cárcel no previene delitos; la cárcel no intimida a los “no delincuentes” inculcándole en sus cabezas el chip de la calma, la tranquilidad y el “no crimen”; la cárcel no resocializa; la cárcel no reconcilia al infractor con la sociedad ni reafirma parámetros culturales basados en la “moral y las buenas costumbres” de aquellos “dueños del circo”, con bastante mayor poder de definición que la media.

La cárcel es un instrumento vergonzoso de reafirmación estructural de desigualdades y opresiones. A la cárcel van los perejiles. Los vulnerables, los distintos. A la cárcel va la lacra, el negro en Estados Unidos, el turco en Alemania, el “wachiturro” en nuestro  bendito país, el boliviano en Chile, etc. etc. etc.

Tuve la posibilidad como profesional del derecho penal y la sociología jurídico-penal de pisar en más de una oportunidad una cárcel. Y todas son bastantes parecidas unas con otras. Algunas son más feas, más hediondas; otras tienen instalaciones algo más dignas o algún que otro beneficio adicional para los “internos”, pero todas –absolutamente todas- transmiten esa particular sensación de que “hay algo que está fallando”.

Agentes penitenciarios salidos de la misma casta social de los presos seleccionados como clientes por el sistema penal. Presos repitiendo discursos mecánicamente, como si hasta hubieran perdido la capacidad de pensar con libertad. Lógica de premios y castigos, extorsiones cotidianas y carreras de supervivencia en donde pedir un jabón en grupo es considerado “principio de motín”.  Familias criminalizadas indirectamente a través de flagelos físicos y psicológicos. Ellos, al igual que sus seres queridos en prisión, sufren las consecuencias cuasi letales del estigma “tumbero”.

Ayer murieron más de 350 personas en Honduras y el número es realmente impresionante. No obstante ello la muerte en la cárcel es una figura más que repetida, que a esta altura a nadie puede sorprender. Aquí en la Argentina, a pesar de la negación crónica de los medios masivos de comunicación para dar fe de ello, todos los días y en “circunstancias poco claras” muere alguien en alguna de las unidades del SPF o los diferentes servicios penitenciarios provinciales.

Noticias como esta deben llamarnos a la reflexión. Su alto impacto –principalmente por la importancia de la cifra- debe servirnos mínimamente para trazar algunos puntos de partida, si lo que queremos es revertir este flagelo de inexplicable vigencia y que tragedias como la que aquí se enuncia no vuelvan a repetirse.

Ayer murieron 350 personas en Honduras. Lo subrayo una y otra vez y aún no admito como a nadie –al menos en los grandes escenarios de la discusión política/periodística- se le ocurrió plantear el FIN del fenómeno de lo carcelario como mecanismo regulador del conflicto social, como una hipótesis “tímidamente” a considerar.

Atento esta falta y consciente de lo apriorísticamente utópico de este objetivo de máxima, me permito plantear algunas cuestiones concretas, de urgente y harto posible materialización en el corto plazo.

No pretendo ser el dueño de la verdad ni recitar propuestas cual fórmulas mágicas, sino por el contrario solamente incorporar algún que otro matiz a la discusión alrededor de esta materia y darle un sentido práctico a mi convicción anti-carcelaria.

Se me ocurren tres cuestiones:

1) Si lo que preocupa es la superpoblación carcelaria, no propongamos livianamente la construcción de nuevas cárceles. Esto no hace más que aumentar la oferta de “locaciones de encierro” y con ello maximizar la cantidad de personas bajo la órbita punitiva. Por el contrario sugiero decretar la prohibición de construir nuevos establecimientos carcelarios y desalentar la existencia –al menos- de las cárceles con capacidad para más de 150 personas. Esto último favorecería la convivencia carcelaria, democratizaría la lógica institucional intra-muros y contribuiría a promover el abordaje individual de la problemática social estructural que generalmente padecen las personas “atrapadas” por la bestia carcelaria. Además evitaría accidentes y/o tragedias masivas como la registrada el día de ayer en Honduras o acontecimientos de gravedad similar.

2) Paralelamente se impone la materialización de un PLAN NACIONAL DE DESCRIMINALIZACIÓN PROGRESIVA DE CONDUCTAS. Hoy nuestro país tiene una tasa de prisionización muy elevada (153 c/100 mil habitantes aproximadamente). Alrededor 65.000 presos si sumamos los alojados en las unidades del SPF y los establecimientos provinciales. Según datos oficiales la razón del encierro de la mayoría de ellos no estaría a priori emparentada a “tipos penales” violentos. Alrededor de 40 mil personas estarían detenidas por haber cometido delitos contra la propiedad o por alguna infracción a la ley de drogas N° 23.737 (generalmente por consumo o tenencia de estupefacientes). Si logramos imponer la idea de que el abordaje en materia de adicciones necesariamente debe estar más ligado al paradigma de la salud que a la esfera de lo criminal y advertimos que los conflictos en los cuales está en juego el bien jurídico “propiedad” son fácilmente atendibles desde el fuero civil, el fuero administrativo o desde la instauración de mediaciones comunitarias, habremos arribado a un estadío tempo-espacial en el cual resultaría naturalmente de más fácil tratamiento la situación límite de 15 mil personas que la de las citadas 65 mil.  Si a eso le sumamos que del total de la población carcelaria tenemos un 70 % aproximadamente en situación de prisión preventiva y si logramos inculcarles a los jueces que la prisión preventiva es una medida constitucionalmente excepcional, el circuito del encierro burocrático se reduciría todavía más.

3) El instituto carcelario declara en la letra de la ley de ejecución penal N° 24.660 (y en las normativas provinciales comunes a ella) que el principal objetivo de las cárceles es la resocialización de los individuos que por allí pasan; pero a decir verdad poco se hace para que esto sea así. En principio porque es imposible resocializar a alguien sacándolo de la sociedad. Esto es básicamente una contradicción en sí misma  o a lo sumo un error conceptual gravísimo que olvida que los “delincuentes” no son seres de otra galaxia merecedores de “socialización estatal”. Considerando que en nuestro país hay más de 1500 conductas declaradas por ley como delitos, no es descabellado pensar que todos (y cuando digo todos es TODOS) en algún momento hayamos cometido alguna infracción de este tipo. Como bien dijimos hace unas líneas –y como consecuencia de lo aquí expresado- la realidad indica que no todos los que cometemos delitos vamos presos, sino que el sistema penal por ideología y por limitaciones de infraestructura elige a quien depositar en las jaulas y con quienes hacer la vista gorda. El problema –claramente- es que siempre elige a los mismos. Sin perjuicio de ello, y haciendo de cuenta que la mentada resocialización puede ser remotamente posible, no seamos tan caraduras de pedir que un preso con condena cumplida se reinserte a la sociedad, mientras paralelamente le ponemos trabas en el camino para por ejemplo conseguir trabajo, a partir de la existencia del bendito Certificado de Antecedentes Penales.  En este sentido se impone con urgencia la derogación de este tan particular instrumento, o en su defecto la limitación de su existencia a controles internos del estado, evitando que cualquier eventual empleador pueda tener acceso a “cierta información”. De lo contrario no hacemos más que agregarle a la pena de prisión un castigo adicional traducido en el estigma social post-penitenciario que el nombrado “registro” representa. Si alguien cumplió su condena no tenemos porqué dificultarle su vida fuera de prisión con medidas burocráticas tan excluyentes y sectarias como estas.

De más está decir que no veo mal que se invierta dinero en mejorar las condiciones edilicias de las unidades ya existentes y que se promueva la flexibilización del regimen de salidas transitorias y libertad condicional de los hoy privados de su libertad, acompañados por el Estado, ya no desde su faceta represiva sino desde su costado social. Son bienvenidos planes de inserción educativa extra-muros, planes laborales, sanitarios, habitacionales, etc. especialmente orientados a los presos de regreso al medio abierto.

Intentar algo diferente en materia de política penitenciaria y dejar de reproducir viejos discursos y/o praxis, cuya estupidez e inutilidad intrínseca fue harto demostrada no estaría nada mal. Involucrarse en la problemática existencial de los “homo sapiens” que dejaron de serlo para transformarse en meros “canario sapiens” –sin voz, sin voto, sin identidad, y con la peor de las mochilas a cuestas- es lo único que hoy “me salva” de la profunda bronca que noticias como la que aquí comento me generan.

A seguir trabajando, a inventar alternativas, a crear propuestas superadoras del sistema penal vigente y a dignificarnos como sociedad. La memoria de 350 personas en Honduras y miles de “víctimas” sin rostro desparramadas por todo el universo, así lo merecen.