*Matías Bailone

 

Francisco Franco fue uno de los genocidas más sanguinarios de Europa, pero también uno de los más astutos dictadores de la segunda posguerra. Su oportuno alejamiento del nazismo, su estratégica alianza con Gran Bretaña y el atraso cultural y social en el que mantenía al pueblo español -en consonancia con la labor de sojuzgamiento moral de la Iglesia católica-, produjeron su persistencia en los años y en la capilaridad social.

La tarea de rescatar del anonimato al poco agraciado hijo del Conde de Barcelona, el nieto de Alfonso XIII –quien casi en actitud parricida obligó a su padre a cederle los derechos dinásticos–, fue una operación política del tardofranquismo para perpetuarse en el poder más allá de la existencia biológica de Franco.

Así, el Borbón fratricida –que mató accidentalmente a su hermano menor– fue coronado por primera vez por el franquismo ortodoxo y a lo largo de su reinado cumplió con dedicación la tarea impuesta por el viejo dictador. El “Tejerazo” fue la puesta en escena más espectacular de la Casa Real para legitimar una figura que era conocida en esos años como el “pelele” del extinto
dictador.

Ese franquismo, biológicamente agonizante, gozaba de tan buena salud política que pudo asegurar su supervivencia a pesar de migrar a un régimen bipartidista presuntamente democrático. Uno de los arquitectos más exitosos fue el recientemente fallecido Manuel Fraga Iribarne, que fue responsable de muchas muertes y represiones ilegales después de la desaparición de Franco. Entre el monarca y el fundador del Partido Popular se aseguraron que todos los que alcanzaran el “poder formal” en España respondieran a los dictados del “poder real”, el mismo que hoy vuelve a manifestarse en el juzgamiento de Baltasar Garzón.

La condena al juez Garzón no es más que un intento del “poder real”, que nunca ha dejado de asegurar la persistencia del franquismo, de reacomodar las cosas en el Poder Judicial español. Que un juez se haya atrevido a juzgar a dictadores allende las fronteras, a alterar los pactos de geopolítica impuestos por el mismo Franco (quien fue el primero en reconocer el golpe de Pinochet), y a revisar los espurios orígenes del poder formal, al investigar el golpe de Estado contra la República, es algo intolerable. La instrucción que hizo Garzón en la investigación de los crímenes del franquismo, y los dos autos que hoy se estudian en diversas universidades y son el fundamento de otros procesos judiciales, son el único intento oficial de la justicia española de juzgar los crímenes de lesa humanidad y el genocidio iniciado en 1936.

El único condenado por esos graves crímenes es el juez que tuvo la valentía de instruir la causa. Algunas de las víctimas y familiares de víctimas pudieron testificar estos días ante el Tribunal Supremo a favor del juez ahora destituido. Es la única vez que pudieron estar brindando su testimonio ante un órgano judicial.

A la instrucción suspendida por el juzgamiento del juez le espera el ignominioso olvido, otro magistrado ocupará el Juzgado de Instrucción Nº 5 de la Audiencia Nacional, pero ya nadie osará alterar el orden establecido por el neofranquismo.

Los intentos justicieros de Baltasar Garzón han sentado sus raíces en la querella que, en suelo argentino, se ha levantado contra el genocidio y los crímenes de lesa humanidad del franquismo. Sin duda, su lucha ha despertado el rechazo a las masacres ocurridas en América Latina, y que hoy ha decidido restituir su dignidad frente a las atrocidades del pasado para llevar verdad, justicia y memoria a las víctimas que se pretende seguir silenciando.

* Universidad de Buenos Aires y de Castilla-La Mancha

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