Secuestros virtuales o cuentos del tío con autos cero kilómetro como “anzuelo”. Cada vez son más los amigos, compañeros de trabajo y conocidos que me cuentan que intentaron estafarlos por teléfono, pero se dieron cuenta y cortaron a tiempo la llamada, comunicación que, por lo general, proviene de una unidad penitenciaria.
Pese a ello, esta semana nos enteramos de que fueron descubiertos al menos tres presos que hacían este tipo de llamadas, dos desde la Penitenciaría de barrio San Martín, en la ciudad de Córdoba, y uno desde la cárcel de Cruz del Eje. Entre los tres habían logrado un botín de unos 200 mil pesos en poco tiempo. El mismo día que se difundió la noticia se conocieron otras dos estafas más, y por varios miles de pesos.
Dos reflexiones. Primero, las llamadas se realizan desde teléfonos celulares, ya que es imposible estafar desde los teléfonos fijos ubicados en las cárceles porque todas las líneas tienen una grabación como advertencia previa. ¿Cómo ingresan esos celulares? La respuesta implica descubrir un delito tan grave como la estafa misma y con una red de cómplices que salpica para todos lados.
Segundo, si unos condenados pueden hacer más de 200 mil pesos en pocos días sin moverse de prisión, ¿por qué no utilizar esa energía que usan para delinquir en tareas productivas para la comunidad y para su formación como ciudadanos?
El sistema penitenciario suele medir sus supuestos progresos en el incremento de la seguridad, la higiene y la estética, pero deja de lado la utilidad educativa y terapéutica para la reinserción social de quienes han cometido delitos.
Si el Estado no pudo o no supo evitar que llegaran a ser delincuentes, al menos le cabe la responsabilidad de hacer algo con ellos cuando los condena a prisión, porque, visto está, no alcanza con tenerlos encerrados para impedir que sigan su carrera delictiva.
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