FERNANDO COLINA
Cuando, a comienzos del siglo XIX, el psiquiatra se fue haciendo un hueco entre los médicos a trancas y barrancas, legitimó su naciente especialidad con la experiencia pericial ante los tribunales. Antes que por sus descubrimientos clínicos, fue conocido por sus contribuciones a la mejor conclusión de los juicios, pues la cuestión de la responsabilidad empezó a subordinarse por entonces a la capacidad psíquica para decidir.
Este matrimonio de jueces y psiquiatras nunca ha sido del todo sensato -y sé bien de lo que hablo-, pues los lenguajes y las intenciones son muy distintos. Mientras uno mira por la comprensión del enfermo -lo que siempre contiene una semilla de justificación-, el otro arrea con la obligación social del castigo -que se incomoda ante posibles disculpas o simulaciones del procesado-. Si por los jueces fuera, tengo por seguro que citarían muy pocas veces a declarar a los psiquiatras, pues desconfían de su terminología abstrusa, que casi compite con el discurso pedestre y arcaizante de la justicia, y tienen por imprecisas y rebuscadas las respuestas de la psiquiatría a cosas en apariencia tan sencillas como si el reo lo hizo a drede, sabía lo que hacía o pudo hacer libremente lo contrario. Pero a los juicios acuden también los abogados de las partes, el fiscal, los forenses, la familia y los periodistas, con lo que la cosa se lía bastante. No digamos si encima le toca decidir a un jurado, que ignora todo cuanto condiciona los dos lenguajes y aleja aún más la posibilidad, siempre difícil, de que la ley y la justicia coincidan.
Así las cosas, hace unos días se juzgó a un muchacho que al parecer había matado a su hermana y a su padre sin mediar otra causa que la posible venganza, el gusto por el mal o el desequilibrio mental del acusado. Unos peritos dijeron que era una esquizofrenia y otros un ‘simple’ trastorno esquizoide, dejando ver que si se trataba de la primera no era enteramente responsable de sus decisiones, y lo era completamente en el segundo caso, como así se falló. Ahora bien, el argumento es descorazonador a la hora de comprobar hasta qué punto fiamos a los diagnósticos la comprensión de las personas. Hemos olvidado que la psiquiatría pone nombres técnicos para tratar de entendernos mejor entre nosotros y dar cuenta lo más fielmente posible de la realidad, cuando aquí parece que ha sucedido al revés, se valora la realidad según el término que se le aplique.
Ya no recordamos que el diagnóstico del psiquiatra no es tan ‘científico’ como el del cardiólogo, por poner un ejemplo, y que no hay esquizofrenias ni esquizoidias, sino esquizofrénicos y esquizoides. Cada uno somos un diagnóstico en nosotros mismos. Por eso es difícil no pensar que algo sustancial falla cuando, ante un joven que lleva dos años sin salir de casa y un buen día pasa a la acción y sin mediar palabra mata a su padre y a su hermana, la respuesta que damos es que lo hizo porque le dio la gana, sin ver en esa conducta un ejemplo rotundo de locura.
Este resultado nos autoriza a animar a los jueces a limitarse al sentido común y a prescindir de una vez de los psiquiatras.