El combate al crimen organizado y al narcotráfico son dos grandes cuestiones ubicadas al tope de la agenda de la seguridad pública en nuestro país. DEF consultó a cinco destacados especialistas para conocer su diagnóstico y sus propuestas en la materia.


1) ¿Cuál debería ser el enfoque de política de seguridad para combatir la criminalidad urbana en nuestro país?

2) ¿Corremos el riesgo de una espiral de violencia entre bandas de narcotraficantes por el control de este mercado ilegal a nivel local?

3) ¿Cuáles son las fuerzas que deberían conducir la lucha contra este tipo de delitos complejos?

DIEGO GORGAL

Exsecretario de Seguridad y exministro de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Exsubsecretario de Modernización del Estado de la Provincia de Buenos Aires

1) La Argentina debe someter a todas las instituciones de justicia, seguridad y penitenciarias a un proceso de modernización que incremente sensible y sostenidamente sus niveles de efectividad y eficiencia. Así como están, las Policías, las Fiscalías, los Tribunales y las cárceles son muy poco efectivos para generar una disuasión real sobre la criminalidad, y –debido a esta situación–, terriblemente costosos e ineficientes.

Las fuerzas policiales deben adoptar una organización y despliegue acordes con el problema que deben enfrentar, distinguiendo lo local de lo provincial y de lo federal. Esto lleva a la necesaria adopción de un sistema de información y estadística criminal que incorpore las modernas tecnologías de la información para facilitar la recepción de denuncias y el registro de eventos delictivos.

Las Fiscalías deben utilizar aquel sistema de información para explicitar los criterios en torno a los cuales se diseña e implementa la política criminal. El principal déficit del sistema de seguridad argentino es su incapacidad de investigar, fundamentalmente en lo referido a la criminalidad compleja.

Los Tribunales deben abandonar el ejercicio culposo de la potestad penal, incubado en los últimos tiempos en escuelas doctrinarias que poco tienen que ver con la realidad nacional. La carencia de políticas de prevención social del delito no justifica la interpretación de la ley penal en favor del delincuente. Por el contrario, los derechos de la víctima real o potencial están por encima.

Finalmente, el Servicio Penitenciario debe ser incorporado al sistema de seguridad interior. Resultan cada vez más necesarios tanto la utilización de la inteligencia penitenciaria en la inteligencia criminal, como el desarrollo de programas de reentrada que promueven la inserción social del que cumplió condena.

2) Partiendo de una mirada sistémica, existe el riesgo de una espiral de violencia. Desde el momento en que el mercado interno de consumo ha crecido significativamente en la última década, como también sucedió en muchos países de la región, la disputa por organizar la oferta de drogas ilegales también debería ser mayor, si la efectividad estatal en responder a esta violencia sigue siendo pobre. La violencia entre redes narcocriminales es la forma de arreglar “extrajudicialmente” las disputas “comerciales” originadas en la provisión de drogas en determinados mercados. Cuando el Estado no responde efectivamente a esa violencia, la competencia entre redes narcocriminales y el uso de la violencia es mayor. Este es el primer anillo de violencia asociada con el mercado de la droga.

Hay un segundo anillo, compuesto por los actores marginales en las redes narcos, los “soldaditos”, el narcomenudeo, los usados para el delivery minorista, etc. En ellos el incremento de la violencia no está asociado a disputas comerciales sino a cuestiones de estatus. Pertenecer a una red narco, aunque más no sea en esas posiciones o funciones marginales, confiere dinero, poder, estatus. Todos estos factores habilitan a un ejercicio más frecuente de la violencia para resolver disputas personales. Por consiguiente, un incremento en los niveles de oferta de drogas comporta un incremento en la violencia en este segmento de la población.

Finalmente, un tercer anillo lo componen los efectos que genera la droga en el comportamiento de determinados adictos y/o consumidores. Principalmente, en el desarrollo de conductas violentas y delictivas como consecuencia del consumo de estupefacientes. Entonces, un incremento en los niveles de prevalencia traerá también aparejado un incremento en el nivel de violencia.

3) En primer lugar, la naturaleza del problema de la droga requiere una respuesta integral y sistémica concentrada en reducir los daños que produce el narcotráfico en la Argentina. Esto significa trabajar en varios ejes. Para empezar, en la prevención y el tratamiento, dado que una porción pequeña de consumidores representa una fracción preponderante de la cantidad demandada. También hay que enfocarse en la represión de la logística involucrada en la fabricación de droga (“cocinas”, laboratorios, precursores químicos, etc.), así como en la represión de las redes de contrabando, tráfico mayorista y exportación. Por último, resulta necesaria la persecución penal efectiva del lavado de activos provenientes del narcotráfico. Así delineada, no hay fuerza única que lleve adelante esta política. Ni las existentes ni las que se proponen crear. Por el contrario, la implementación de esta política contra el narcotráfico requiere la concurrencia de todos los organismos estatales -fuerzas de seguridad y policiales, Aduana, Inspección General de Justicia, DGI, UIF, inteligencia del Servicio Penitenciario Federal-, con alguna competencia para regular, fiscalizar o reprimir los distintos aspectos involucrados en el narcotráfico. En otras palabras, no hay “bala de plata” (vgr. creación de una agencia especial al estilo DEA), sino el engorroso camino de delinear un plan integral, liderarlo políticamente y medir los resultados periódicamente.

KHATCHIK DER GHOUGASSIAN

Experto en temas de seguridad y relaciones internacionales. Profesor de la Universidad de San Andrés y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)

1) Para  combatir la criminalidad urbana, son fundamentales la inteligencia criminal y la coordinación entre las fuerzas de seguridad. Solo un mapa de la criminalidad y un sistema de estadísticas centralizado y transparente permiten un análisis objetivo para establecer prioridades en las medidas a tomar y su orientación estratégica.

La coordinación entre las fuerzas de seguridad debería ayudar a superar el (ab)uso con fines político-electorales de la seguridad pública. Los informes anuales del Estado de la seguridad pública, finalmente, deben pasar por el escrutinio del Poder Legislativo y ser tema de debate público. En un nivel menos abstracto de análisis, se debe establecer en primer lugar un sistema de estadísticas criminales. Los modelos existen; la Argentina tiene expertos que pueden adaptar estos modelos a las necesidades nacionales. Un sistema de estadísticas criminales despolitizaría la seguridad ofreciendo una imagen objetiva de la situación.

En segundo lugar, se debe efectivizar la Secretaría de Inteligencia Criminal y sacarla de su formalidad. Y por último, a la política de seguridad le falta sobre todo un protocolo de investigación que permita detectar la procedencia de las armas de fuego decomisadas que se usan en actos criminales; en este sentido, sobran leyes, reglamentaciones y medidas formales sobre las armas, pero falta el conocimiento empírico del ingreso de las armas de fuego en el circuito ilegal.

Todas estas medidas necesitan voluntad política y convocación a académicos e investigadores especializados en la seguridad pública. Más desafiante, sin embargo, es la voluntad política para coordinar el accionar de las fuerzas de orden en un doble sentido: coordinación en los niveles de gobierno en un país federal –entiéndase, Nación, provincias y municipios-; y coordinación en el sentido de división de tareas entre las fuerzas policiales, Gendarmería, Prefectura y Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA).

2) Los episodios de violencia son preocupantes; más preocupante, sin embargo, es el grado de compenetración del crimen organizado en distintos niveles del Estado. No obstante, el hecho de que se denuncia y se descubre el fenómeno de connivencia entre organismos de seguridad y crimen organizado en casos concretos también sugiere que funcionan ciertos mecanismos de alerta en la sociedad y, quisiera creer, los políticos, y esto disminuye el riesgo de una espiral de violencia. Estar alerta, advertir, sin embargo, no significa necesariamente solucionar el problema; y la falta de mecanismos de prevención de la compenetración de la criminalidad en distintos niveles del Estado puede llevarnos al riesgo de una espiral de violencia.

3) Insisto en primer lugar sobre la inteligencia criminal, luego la coordinación de distintas fuerzas del orden con una división de tareas. Sin olvidar el imperativo de políticas sociales, educativas y de salud pública, que no pueden faltar.

LUIS TIBILETTI

Exsecretario de Seguridad de la Nación. Actual secretario académico del Centro de Estudios Estratégicos del Ministerio de Defensa

1) Si hablamos de criminalidad urbana, nos estamos refiriendo a localidades con alta densidad poblacional  y ubicadas en diferentes provincias del país. Por lo tanto, debemos comenzar  recordando que la responsabilidad por la seguridad es propia de cada jurisdicción provincial. Desde allí, y frente a problemáticas comunes, es donde aparece un rol central del Consejo Nacional de Seguridad Interior incluido por la Ley 24.059 como instancia imprescindible para el logro de políticas comunes a nivel nacional frente a dichas problemáticas. Por otra parte, y lamentablemente se está olvidando con demasiada facilidad, la ley establece que la participación de las fuerzas federales (Policía Federal, Gendarmería Nacional, Prefectura Naval y Policía de Seguridad Aeroportuaria) en las provincias frente al delito común requiere de una solicitud de los gobiernos provinciales y la  previa constitución de un comité de crisis responsable de designar a las conducciones de los aspectos operativos a llevar a cabo y efectuar su seguimiento conjunto. Estos asuntos son centrales para garantizar la verdadera conducción política del esfuerzo nacional de policía, objetivo también demasiado olvidado de la Ley de Seguridad Interior.

Dicho esto, enfrentar los asuntos de criminalidad urbana tiene como base el desarrollo de una coordinación de asuntos operacionales, de inteligencia y logísticos para ser eficientes en la materia. Esta coordinación debe estar siempre bajo la conducción política de las autoridades electas por la ciudadanía. Lamentablemente, nuestra tradición de fuerzas policiales provinciales nacidas al servicio del caudillo político de turno, cuya función era el control social y no la investigación del delito, atenta culturalmente contra dicho objetivo. De allí que la exigencia por parte de la ciudadanía para que sus representantes, en lugar de formular vagas promesas demagógicas punitivas ante cada elección u hecho conmocionante,  se hagan cargo realmente de esa conducción constituye una condición sine qua non de cualquier política de seguridad eficaz en todo ámbito que se quiera implementar.

En la combinación entre la conducción política de las policías y el ejercicio de un control ciudadano está centrada la eficacia del aporte de esta parte del sistema penal sin olvidar nunca que sus otros dos integrantes –hoy terriblemente ineficientes– son el sistema judicial (superado absolutamente en forma y fondo) y el sistema penitenciario (dotado de niveles inaceptables de corrupción estructural). Sin atacar todas estas falencias, la descentralización policial no resuelve nada. Es decir, solo controlando la educación y con prácticas sistemáticas cotidianas por parte de las autoridades políticas y empoderando a los foros de control ciudadano al menor nivel (las comisarías), la descentralización tiene sentido.

La coordinación operativa es imprescindible cuando se involucran fuerzas federales y provinciales, y debe ser materia de permanente supervisión por parte del Consejo Nacional de Seguridad interior. La evaluación de los operativos y la coordinación de sus esfuerzos de inteligencia deben quedar en manos de la Dirección Nacional de Inteligencia Criminal, del Ministerio de Seguridad, y de la Secretaría de Inteligencia, cuando de acuerdo a la ley corresponda. El Congreso Nacional tiene amplias facultades otorgadas por las leyes de seguridad interior e inteligencia para supervisar que esto sea así.

2) Mientras con todas las falencias indicadas en la respuesta anterior se pretenda continuar con la fallida “guerra contra las drogas”, sin ninguna duda estaremos sujetos a ese peligro. Me remito a lo expresado por los integrantes del G-15, especialistas de distintos ámbitos de reflexión y acción que en mayo de este año presentamos el documento La Argentina y la cuestión de las drogas, donde afirmábamos que “no es admisible ni conveniente reducir esa problemática polifacética y compleja a una contienda bélica”.

3) En la pregunta subyace un error conceptual, ya que ninguna fuerza conduce. Solo conduce la política y hacia aquello que el pueblo le reclame con conocimiento del tema, cosa que lamentablemente a pocos les interesa esclarecer.

MARCELO SAÍN

Actual diputado provincial bonaerense. Exsubsecretario de Planificación y Logística de la Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Exinterventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA)

1) Hay una mirada muy superflua y genérica de la dirigencia argentina, que entiende que una buena política de seguridad es aquella que atenúa conflictos o escándalos políticos, cuando en realidad el corazón de una política seria de seguridad pública debería ser la resolución de problemáticas vinculadas con la violencia y el delito. Ha existido una suerte de pacto político-policial, donde el relato policial es el único existente sobre los delitos, y las modalidades de intervención son las que decide la Policía. Incluso, recientemente, lo que ha habido es una suerte de “comisarización” de la política; es decir, hay funcionarios que no solamente “compran” el relato policial, sino también su lenguaje. Por otro lado, también hay un consentimiento de la política en cuanto a que la Policía gestione ilegalmente el crimen participando de él. De esta forma, se consiente además el autofinanciamiento ilegal de la Policía.

Una reforma que modernice el sistema implica, necesariamente, un nivel de imputación presupuestario distinto del actualmente existente, lo que abre un espectro de desafíos que la clase política no está dispuesta a afrontar. Hoy yo no veo incentivos en la dirigencia política para cambiar el actual esquema porque, en el fondo, la inseguridad todavía no se ha llevado puesto a ningún gobernante. Se pondera, entonces, la lógica de la gestión del riesgo político. En esto también incluyo a los sectores progresistas, que comparten la misma lógica. La política argentina no sale de la videovigilancia y de más presencia de policías en las calles. No está problematizada la información sobre el crimen y tampoco está abordado el tema de cómo actúa la Policía ni la cuestión de la formación policial.

2) En primer lugar, Argentina no tiene un diagnóstico de la situación del narcotráfico. El diagnóstico del Estado federal argentino en esta materia es el de la DEA, que tiene como prioridad el conocimiento del narcotráfico en nuestro país en función del rol que le cabe dentro del tráfico internacional. ¿Por qué la DEA impone la agenda? Porque hay una decisión política de que esto sea así y no ha sido modificada en toda la década kirchnerista. Dentro del propio Gobierno existe una alianza histórica estratégica entre la Secretaría de Inteligencia y la DEA en materia de control de drogas. Al mismo tiempo, hay un nivel de connivencia entre jefes de fuerzas de seguridad federales y la agencia estadounidense.

Una segunda cuestión, más allá de cierto emprolijamiento de la Sedronar, es que existe por un lado un organismo federal que establece las políticas y la coordinación institucional en el tema del combate al narcotráfico y, por otro lado, el sistema policial que las ejecuta. Se trata de dos estructuras institucionales separadas y donde la eventual coordinación depende de la buena voluntad de los funcionarios a cargo. Esa fragmentación institucional es provocada por la DEA, en función de que esta agencia vislumbra que la unificación del circuito institucional de formulación y ejecución policial de las políticas significaría una limitación de la discrecionalidad con la que la DEA actúa sobre las estructuras gubernamentales y, particularmente, sobre las fuerzas de seguridad federales. Para poner esta situación blanco sobre negro, en el problema del contrabando de efedrina hubo una disposición de la DEA de dejar correr esa línea de contrabando en función del seguimiento de los grupos narcos mexicanos que estaban operando en el país.

En nuestro país han tenido, durante la última década, dos grandes transformaciones en materia de narcotráfico. Una es la estructuración de mercados locales, con redes muy sofisticadas que tienen un alto nivel de regulación policial. Estos mercados han crecido como consecuencia de un aumento en la demanda destinada fundamentalmente al consumo de cocaína entre los jóvenes. Se trata de un consumo mayormente recreativo y muy minoritariamente problemático, que obedece a procesos culturales complejos. En esta primera gran dimensión, hemos asistido al surgimiento de redes criminales cada vez más sofisticadas, con mayor diversificación y complejidad, que se dedican al contrabando de pasta base y han adquirido la destreza para la terminación del clorhidrato de cocaína en “cocinas” locales. En este aspecto existió un pacto entre grupos narcos y la Policía, que ha sido la gran instancia regulatoria de este mercado.

La otra gran transformación es que, en un contexto de crecimiento y en el marco de nuestro prolífico intercambio comercial con Europa, la ruta de tráfico de cocaína desde Argentina hacia ese continente volvió a convertirse en un punto clave. Entonces empezaron a operar los grupos narcos colombianos desde Bolivia para colocar el producto en Europa. Por otro lado, algunos referentes narcos han venido al país protegidos por organismos de seguridad norteamericanos, con el consentimiento de la Secretaría de Inteligencia. Eso también trae aparejados ajustes de cuentas, fenómenos de sicariato y resolución de conflictos históricos que posiblemente tengan su explicación en Colombia o en Perú.

3) El gobierno policial de la seguridad sigue siendo, en la actualidad, un gran negocio político viable. No hay autonomía policial conquistada por la Policía, sino que se trata de ua autonomía políticamente delegada. Cuando hubo crisis y la Policía no cumplió con su parte del pacto –es decir, una gestión estabilizada–, la política se apropió de la conducción de la seguridad y no hubo resistencia policial que pudiera detener ese proceso. Me refiero, puntualmente, a la intervención de la Policía de la provincia de Buenos Aires y, a nivel nacional, a la creación de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) y del Ministerio de Seguridad conducido por Nilda Garré. Ahora bien, eso se acaba cuando se termina la coyuntura crítica que dio lugar a la intervención.

El gran vacío institucional es la ausencia de una agencia federal abocada a la problemática de la criminalidad organizada, donde se unifique la formulación de políticas en manos del Ministerio de Seguridad y la agencia que funcione como órgano operativo del Ministerio. Esta agencia debería tener dos grandes núcleos: por un lado, el núcleo de producción de inteligencia criminal compleja y, por otro lado, un núcleo de investigadores y de intervención operativa especializado en el seguimiento de organizaciones criminales.

GASTÓN SCHULMEISTER

Politólogo. Especialista y consultor internacional en asuntos de seguridad

1) Toda política de seguridad que pretenda ser exitosa debe tener un enfoque verdaderamente integral. Dentro de las políticas de control y sanción del delito, específicamente, el combate a la criminalidad urbana debería poner énfasis en una mayor eficiencia en la gestión del patrullaje policial y una maximización del uso de la tecnología en pos de la seguridad; como así también tareas de investigación criminal proactivas que, a partir de un uso inteligente de la información, ayuden a brindar un mejor servicio, para el cual los aportes de la ciudadanía también son fundamentales.La prevención situacional del delito es otro eje de acción por atenderse, con la aplicación de las denominadas metodologías de prevención del crimen a través de diseños ambientales.

Sin embargo, el abordaje de factores estructurales del sistema de justicia y seguridad es tan fundamental como lo antedicho. Cuando se plantea que el problema de la inseguridad deviene de la falta de patrulleros, combustible o personal, semejantes discusiones –amén del reduccionismo– testimonian crisis latentes de la propia gestión organizacional de las fuerzas policiales.

2) El riesgo de una espiral de violencia está latente. Tal como lo advierte la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), la violencia asociada con el funcionamiento de los mercados de drogas ilícitas puede elevar los niveles de homicidios, debido a la competencia entre las partes involucradas.

En esta línea, existen estudios que señalan que en México la presencia de cada cartel adicional en una determinada ubicación, ha resultado en la duplicación de la tasa de homicidios, sugiriendo que la relación principal entre el tráfico de drogas y la violencia es la competencia entre carteles por el control del territorio, más que los enfrentamientos entre las autoridades estatales y los traficantes.

El hecho de que la Argentina tenga un consumo de drogas ilícitas consolidado ha generado un mercado local de inmensa rentabilidad económica, en torno al cual operan las bandas. De allí que los ajustes de cuentas constituyan la manifestación más visible de las pujas sobre la comercialización de las drogas ilícitas en nuestro territorio.

3) Es un error insistir con el debate acerca de si las Fuerzas Armadas debieran o no intervenir en asuntos de seguridad. El debate primario –aún no saldado– debiera apuntar, más bien, a qué está pasando con las fuerzas policiales si estas no funcionan. Mirar hacia las Fuerzas Armadas relega el abordaje de las múltiples falencias policiales existentes en el sector.

No obstante, la creación de una nueva agencia de combate al crimen organizado en la Argentina sí es un tema nuevo para dar debate. Para ello, la apuesta a un modelo como el británico –actualmente bajo la denominada National Crime Agency (NCA)– es una opción a considerar. En este contexto, tras la creación de la Policía Metropolitana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por ejemplo, se abrió una oportunidad histórica para que la Policía Federal se convierta en una suerte de FBI argentino, pudiendo también así ser funcional a una redefinición de la lucha contra el crimen organizado.

En cualquier caso y escenario posible, redefinir el enfrentamiento al crimen organizado en la Argentina muy probablemente sea el gran desafío que deba enfrentar el próximo presidente, ante el cual la respuesta de reingeniería institucional que pudiera darse podría convertirse en un nuevo hito para el sistema de seguridad.

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