La famosa frase de la saga Patch Adams, “si vamos a luchar contra alguna enfermedad hagámoslo contra la peor de todas: la indiferencia”, es una propicia expresión para describir lo que ocurre a diario entre el mundo adulto y el mundo de los niños.
Muchas veces me pregunto si la diferencia ha contribuido durante años a la indiferencia; pienso que sí. El mundo adulto permanece en muchas ocasiones indiferente a las necesidades de los niños, es más, los adultos lucran con los niños, explotan a los niños, maltratan a los niños, en definitiva, transgreden normas que tienen como víctimas a los niños y adolescentes de la sociedad, y se muestran indiferentes ante ello.
La indiferencia es definida por el diccionario de la Real Academia Española de la siguiente manera: “…Estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado…”.
Una de las cuestiones más preocupantes es sin lugar a dudas el maltrato a los niños. Los especialistas afirman que “un niño maltratado puede tener una mala imagen de sí mismo; puede creer que él es la causa de descontrol de sus padres, lo que lo llevará a autorrepresentarse como una mala persona”.
El maltrato puede ser físico y psíquico, pero también la pobreza, la exclusión, la marginalidad son formas de maltrato a los niños y, sin lugar a dudas, posiblemente generadoras de conductas transgresoras por parte de ellos.
El problema es que mientras el niño no se convierta en transgresor permanecemos indiferentes, pero cuando viola alguna norma que protege derechos de terceros, nuestra indiferencia se transforma, lógicamente, en exigencia de justicia, y con ella seguramente sobrevendrá el castigo, el encierro, en definitiva, más violencia o maltrato. No obstante, ¿nos preguntamos sobre el origen de esa conducta dañosa? no olvidemos que un niño víctima de maltrato se autorrepresenta como una mala persona, y las malas personas hacen cosas malas, pero mientras no las hacen no nos interesan, y mucho menos sus problemas. Son niños invisibles, aunque caminan entre nosotros.
No hay duda de que en las grandes ciudades, muchos niños -y probablemente son cada vez más- han elegido a la calle como su espacio de vida, la mayoría de ellos por necesidad. Usan las calles, las plazas públicas, las paradas de taxis y los mercados como lugar de trabajo. Algunos lo hacen a fin de aportar a la economía de su familia. Otros se han escapado de sus hogares para liberarse de los abusos físicos, psíquicos o sexuales. La mayor parte son niños varones; aparentemente, en las niñas, por muy negativas que sean sus experiencias, la disposición de romper con sus familias es menor. Además, no debemos olvidar que para ellas, el paso hacia la calle trae consigo discriminaciones más severas y riesgos más altos. Sin embargo, una vez establecidas en la vida en la calle, retornan a sus hogares menos fácilmente que los varones.
La Convención de los Derechos del Niño compromete a los Estados a “proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual” (art. 19.1).
En este espacio, trataré de concentrarme en una forma de violencia o maltrato que preocupa actualmente, la violencia de los niños en la familia. Ello, sin perjuicio de que existen otras formas de violencia hacia los niños que excederían este libelo, como por ejemplo la violencia estructural, esto es, la vida de muchos niños y niñas que transcurre en medio de la pobreza, el abandono, la ausencia de educación, la discriminación, la falta de protección y la vulnerabilidad; como también la violencia derivada de la utilización de niños en conflictos armados, de niños como mercancía, de niños en trabajos forzados, de niños y niñas en matrimonios forzados, y la violencia proveniente de la criminalización y maltrato estatal contra los niños.
Ahora bien, con respecto a la violencia o maltrato en el hogar, en las últimas décadas se ha reconocido y documentado que la violencia contra los niños ejercida por los padres y otros miembros cercanos de la familia -física, sexual y psicológica, así como la desatención deliberada (esta última es muy común hoy en día)- es un fenómeno corriente. Los agresores son diferentes de acuerdo con la edad y madurez de la víctima, y pueden ser los padres, padrastros, hermanos y otros miembros de la familia. La violencia contra los niños en la familia puede producirse en el contexto de la disciplina, bajo la forma de castigos físicos, crueles o humillantes. La violencia física viene a menudo acompañada de violencia psicológica. Injurias, insultos, aislamiento, rechazo, amenazas, indiferencia emocional y menosprecio, todas ellas son formas de violencia o maltratos que pueden perjudicar el desarrollo psicológico del niño y su bienestar, especialmente cuando estos tratos provienen de una persona adulta respetada, por ej.: del padre o la madre.
Pondré un ejemplo que a diario nos ocurre en los Juzgados de Menores: cuando un niño comete un ilícito es muy común que los padres no se quieran hacer cargo (primer rechazo), es más, piden como castigo el encierro del niño porque ellos no lo pueden manejar (segundo rechazo); a ello debe sumarse que cuando son llamados a audiencia, si el jovencito padece alguna adicción (es muy común que la tenga) ambos padres reaccionan queriendo castigar o insultar al joven, en vez de tomar conciencia de que se está frente a una enfermedad (a pesar de las esforzadas explicaciones), y que, quizás, ellos mismos sean el origen de esa conducta del niño, pero es más fácil culpar (siempre ha ocurrido) que asumir responsabilidades como padres.
Ante este panorama, me pregunto y deberíamos preguntarnos todos ¿qué piensa y siente ese niño o niña? Y si ha sido maltratado y luego rechazado por sus propios padres ¿qué le queda a ese niño o niña? Quizás la indiferencia nos asedie.
Entonces, ante la indiferencia adulta me viene a la memoria el bello poema de Mario Benedetti ¿Qué les queda a los jóvenes? Y con el que deseo finalizar esta columna.
¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de paciencia y asco? ¿Solo grafitti? ¿rock? ¿escepticismo?; también les queda no decir amén; no dejar que les maten el amor; recuperar el habla y la utopía; ser jóvenes sin prisa y con memoria; situarse en una historia que es la suya; no convertirse en viejos prematuros. ¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de rutina y ruina?; ¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?; les queda respirar/ abrir los ojos, descubrir las raíces del horror; inventar paz así sea a ponchazos; entenderse con la naturaleza; y con la lluvia y los relámpagos; y con el sentimiento y con la muerte, esa loca de atar y desatar. ¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de consumo y humo?; ¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas?;
también les queda discutir con Dios; tanto si existe como si no existe; tender manos que ayudan / abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno. Sobre todo les queda hacer futuro, a pesar de los ruines del pasado y los sabios granujas del presente.

 

http://www.launiondigital.com.ar/noticias/93980-indiferencia-adulta