Escuchar a Manuel Contreras decir, con total parsimonia, que no está en la cárcel y soportar su total desfachatez para negar su participación, como agente del Estado durante la dictadura, en sistemáticas violaciones a los DDHH de un sin número de chilenos muertos, torturados y desaparecidos, indigna. Su voz por televisión constituye una nueva gota, dentro del raudal precedido, que rebalsa nuestro vaso de la tolerancia, transformándose en una daga punzante que hiere más allá del tiempo y nos pone frente a un viejo problema por resolver, el que se respete la institucionalidad y dejen de ser  invocados esos oscuros acuerdos políticos que amparan a estos personajes nefastos y los sitúan lejos del poder soberano.
Ya es suficiente tener que asumir, sin oposición posible cada cierto tiempo, los privilegios a que se encuentran afectos en los centros habilitados para su reclusión (Cordillera y Punta Peuco), como para tener que aceptar sin más, su infamante discurso expuesto descarnadamente por algunos medios de comunicación.Tal nivel de tolerancia no es exigible para las víctimas y sus familiares, ni para nosotros, los otros chilenos que no queremos tomar palco y a los cuales nos perturba tanta desvergüenza.

Sacar a los violadores de DDHH de “sus cárceles” es una acción necesaria y urgente. No para infligirles especiales sufrimientos más allá del rigor que contempla la pena o medida al que por ley se encuentran afectos, sino para ajustar su tratamiento al estándar ordinario que rige en el sistema imperante.  Ahondar más allá del rigor de la norma es caer en la tentación, humana por lo demás, de hacer soportar veladamente el peso de la venganza ante las atrocidades cometidas. Ello no es posible, sería renegar del propio sistema democrático y además, sólo serviría de eterna frustración, al no poder alcanzar nunca el nivel de bestialidad con que se condujeron frente a sus congéneres.

Las reglas son impuestas por el Estado y a ellas nos debemos, a pesar del dolor personal. No podemos tolerar menos y no podemos castigarles con más. Hoy cargamos con la obligación cívica de exigir el cumplimiento del orden institucional que nos hemos dado, como una señal potente de que es efectivo el poder soberano y que ningún acuerdo o poder fáctico está por sobre ello.

Los centros de reclusión de Punta Peuco y Cordillera, fueron concebidos ilegítimamente mediante la presión ejercida por un poder paralelo al democrático y representan la debilidad de un sistema político inmaduro, que no se ha podido curar de la herida aún abierta que le propinó el totalitarismo dictatorial impuesto por la fuerza de las armas.

Debe quedar claro que ninguna calidad de ex miembro de las Fuerzas Armadas o de Orden y Seguridad, ni pertenencia a grupo alguno, por poderosos que sean, puede imponer un sistema de privilegios como condición para cumplir los mandatos propios de un Estado de derecho.  Es tiempo de decir con fuerza que los delitos que cometieron los agentes del Estado en dictadura, no tienen justificación alguna posible y que estas personas están sometidos a la ley y a las condiciones materiales que tiene el cuerpo político para hacer cumplirla. No podemos entregar la posibilidad de sabotear el poder público mediante el chantaje de no cumplir los dictámenes de los Tribunales de Justicia, escudándose en grupos altamente ideologizados que, en tanto apoyan tales planteamientos, actúan fuera del orden institucional.

Cerrar los penales de Cordillera y Punta Peuco, no es bajar el estándar de prestaciones en el sistema penitenciario, ni constituye una aflicción injusta para los que allí se encuentran internos, simplemente significa, terminar con una alteración ilegítima impuesta de facto al sistema de ejecución penal chileno. La realidad de estos dos penales, sus regímenes y condiciones están fuera del sistema institucional que impera para el cumplimiento de las penas y medidas privativas de libertad en Chile. Su creación obedece a una transacción con Manuel Contreras y compañía, más que a una política de desarrollo del sistema carcelario y por ello sus estándares no pueden ser considerados parte del entramado institucional. Estos penales marcan una excepción y están concebidos, en gran parte, a la medida de quienes los habitan. Cerrarlos no es injusto, todo lo contrario, es cumplir con lo mínimo que una democracia puede aspirar y fundamental para que el ciudadano sienta  que en este trance, de encarcelar a los violadores de DDHH, no hemos negociado parte de nuestra dignidad como pueblo.

Privarles de libertad, sin que sufran un daño extra, a los que de ordinario produce el sistema penitenciario, es posible, existen los centros penales, los protocolos y el personal para llevarlo a cabo. Mal que mal el sistema está permanentemente exigido a ello, sea por peligrosos narcotraficantes, ofensores de distinto orden o por los niveles de seguridad extra que requiere la internación de alguna personalidad conocida en el contexto público. Discutir de su clasificación, sistema de tratamiento, normativa interna y régimen de disciplina, pertenece al nivel técnico y allí Gendarmería de Chile tendrá mucho que decir y no solo acatar, como pasa en la actualidad. Es cierto que, antes fueron más las imposiciones y estas con el tiempo se han morigerado, pero también lo es, que tales acomodos nunca alcanzan a borrar la ilegitimidad de su establecimiento y no disminuye el monto de la deuda pendiente con la democracia y con la supremacía del sistema institucional.

Antes existió Capuchinos para los delitos económicos y se cerró. Hoy, aunque se mantiene solapadamente la segregación de sujetos por esta condición, al amparo de ciertas justificaciones operativas, la señal fue importante, era un paso hacia la igualdad de trato en la cárcel, una corrección necesaria. No podemos tolerar que existan grupos o personas capaces de negociar con el Estado su encarcelamiento, ni que alteren las normas basados en las deficiencias que presenta la operatoria y que no les acomodan. Ciertamente son deseables mejores condiciones de habitabilidad y de permanencia,  pero no a costa de la discriminación económica o política de unos por sobre los otros. No existe para ello razonabilidad posible basada en el nivel de ingresos o de pertenencia anterior a las Fuerzas Armadas o de Orden y Seguridad, ni mucho menos en la autoría o participación en delitos de lesa humanidad o atentatorios de los derechos humanos en época de dictadura.

Para nadie es un misterio que tenemos un sistema carcelario muy desmedrado, pero es  allí donde se cumple la prisión preventiva y las condenas privativas de libertad. No podemos aceptar que dado este deterioro, un político, un narcotraficante, un artista connotado o un ex funcionario del Estado u otro personaje, se niegue a cumplir con el encierro. Sí estas condiciones son infrahumanas o denigrantes deberán ser declaradas como tal para todos los reclusos que allí se encuentren y no para los que “negociaron” un acuerdo que les beneficia solo a ellos. Los acuerdos se adoptan democráticamente y no provienen de presiones ilegítimas ejercidas al margen del cuerpo político. No queremos que personas o grupos construyan cárceles a su medida para cumplir su privación de libertad.

La reclusión de los violadores de derechos humanos en cárceles a su medida, constituye un atentado al poder democrático que hoy urge terminar, cerrando los penales de Cordillera y Punta Peuco y negando cabida a las presiones de los grupos marginales que les apoyan.

 

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