Se sigue repitiendo con frecuencia una situación que alarma con creciente contundencia a la opinión pública golpeada una y otra vez por la inseguridad.

Son aquellos casos en que los jueces dejan libres de prisión a convictos que, no bien se ven libres, vuelven a atacar y hasta a matar víctimas inocentes. Esto ocurre con mayores, luego de la medida adoptada al principio del gobierno anterior en que alrededor de un millar de encarcelados lograron la libertad, convirtiéndose muchos de ellos en reincidentes, y con los menores, gracias a la benignidad del Código de la Minoridad y la Adolescencia y a las facilidades que tuvieron los internos del INAU durante largo tiempo para participar en exitosas fugas. También existe otro problema coadyuvante que es ideológico y que ha hecho carne en numerosos juzgados, especialmente de menores: el abolicionismo.

Estas aberraciones, tanto judiciales como administrativas obedecen a diversas causas, entre ellas que los tribunales de instrucción, penales y de menores, no dan abasto para procesar el aluvión de casos que los abruman, especialmente cuando los códigos de procedimientos son anticuados o producto también de vaivenes parlamentarios que por diversas presiones no atinan a adaptarlos a la tremenda realidad del delito e, incluso, a que el Estado no ha construido un número suficiente de lugares (cárceles) pese a que en la última administración por la razón del artillero el ritmo a aumentado para tratar de evitar un brutal hacinamiento. Pero que no se crea que en el fondo esa benignidad es fruto solo de una falta de tino, o tiempo, de las Cámaras legislativas. También en ello subyace un aditamento ideológico, esencial, en que juega una seudo sociología de gabinete, libresca y trasnochada, que no tiene en cuenta el respeto por los lineamientos básicos de una sociedad y, menos aún, el orden que debe existir en una República democrática.

Todas estas causas, que existen, son en todo caso fenómenos incidentales porque, por encima de la benignidad de la Justicia con los delincuentes peligrosos y reincidentes, que escandaliza a sus víctimas actuales o potenciales, sobrevuela una ideología que, habiéndose hecho carne en numerosos juzgados, recibe el nombre de abolicionismo, surgidas de una mala lectura de algunos sociólogos de libros de Michel Foucault.

Suele hablarse del debate entre dos escuelas del derecho penal: la «mano dura» y el «garantismo». Mientras los partidarios de la «mano dura» querrían asegurarse de que no queden delitos, sobre todo los graves, sin castigo, los «garantistas» hacen valer el principio de que todo sospechoso es considerado inocente hasta que se pruebe lo contrario y que debe gozar por ello de un pleno derecho de defensa. Digamos de entrada que este debate es legítimo. Es más: a veces los partidarios de la mano dura se han excedido en su celo por perseguir a los sospechosos, como los que sostienen que habría que habilitar la isla de Flores y sus inhóspitas instalaciones para todos los sospechosos de haber delinquido, o otros extremos parecidos que hoy, cuando recrudece la delincuencia, se multiplican en crueldad.

Pero las iniquidades verificadas por los abolicionistas son también flagrantes, como la libertad en pocos meses (o días) de asesinos probados, que una vez en la calle, casi siempre vuelven a cometer asesinatos para mostrar la insensatez de una forma de ver las cosas y el poco costo que tiene para quienes delinquen, hacerlo. Hay que entender que nuestra propia Constitución es ella misma garantista, ya que obedece al espíritu liberal según el cual es preferible que un culpable salga libre a que un inocente quede preso.

Pese a que a veces la indignación colectiva que provocan crímenes brutales que, lamentablemente se producen casi a diario, de la delincuencia y la profusa difusión del delito que el Ministerio del Interior quiere ocultar en sus consecuencias tratando de tapar el sol con el pulgar, puede llegar a encubrir excesos. La tradición liberal debería defenderse empeñosamente sobre todo en momentos como el actual, cuando la ofensiva autoritaria gana adeptos y avanza en más de un área. Pero ¿Qué pretende esa línea que sostienen algunos sociólogos, hasta hoy con éxito parlamentario, por lo cual sigue rigiendo la benignidad en las penas y se le ata las manos a la Policía y a los jueces para que emprendan acciones destinadas a desarticular a las bandas de delincuentes.

Una cosa es el debate entre liberales y antiliberales frente al delito y otra muy distinta es la difusión de una tercera doctrina jurídica como el abolicionismo, que ha introducido una ideología radicalizada en cuestiones penales proveniente del pensamiento de Foucault (1) . Es que la ideología abolicionista ya no es liberal ni antiliberal, aproximándose, en cambio, al anarquismo más trasnochado.

Según los abolicionistas, el delincuente, al que siempre se ha tenido por el «victimario», es en realidad una «víctima» de la injusticia social imperante porque las condiciones de pobreza extrema en las que creció desde niño lo han vuelto vulnerable y, en el límite, inimputable. Por eso, la sociedad, cuando castiga a un delincuente, según los abolicionistas vuelve a colocarlo en una situación de injusticia la que no hace otra cosa que agravar, por su parte, la pésima condición de nuestras cárceles. Este es el pensamiento que ganó en forma paulatina a sectores del gobierno, que actuó en consecuencia al respecto. Recordemos la apertura de las cárceles propiciada por un ministro del Interior, a casi mil presos, muchos de los qué, reincidieron en el delito y multiplicaron, obviamente los problemas de seguridad.
La influencia de este pensamiento también fue decisiva en cuanto tema estuvo vinculado con la seguridad, imponiendo al resto del Frente Amplio seguramente poseedor de un temor ancestral vinculado a su prédica sobre la lucha de clases a caer en una espiral primero doctrinaria que paralizó todo tipo de acción legislativa. Se impidió hasta la obvia mantención de los antecedentes de los criminales que, a los 21 años, son borrados de los registros. En el Uruguay de hoy, todos, luego de esa edad, somos inocentes de culpa y cargos, sin que nadie pueda albergar dudas sobre hechos del pasado individual. Se santificó a una sociedad, pero obviamente no se logró hacerlo realmente en ningún caso, pero gracias a esa política de benignidad, de no hacer pagar las cuentas con la sociedad a los delincuentes, de considerarlos víctimas, qué se ha logrado: asesinos de 11, 12 o 13 años.

De Foucault al anarquismo

La doctrina abolicionista cuestiona radicalmente a la tradición clásica del derecho penal, cuyo máximo exponente fue el marqués de Beccaria con su célebre Tratado de los Delitos y las Penas, publicado en 1764. Beccaria fue uno de los más importantes inspiradores del movimiento de reforma del antiguo derecho penal continental, un derecho caracterizado en toda Europa por su extrema crueldad, por su arbitrariedad y su falta de racionalidad. Fue también un pilar imprescindible para la comprensión de la vasta reforma ilustrada del siglo XVIII, inspirada en las ideas de autonomía, emancipación y lucha contra el despotismo (2)

Aquella «radicalización» parte de una concepción sobre quién sea la víctima y quién el victimario de un delito. Según los abolicionistas, el delincuente, al que siempre se ha tenido por el «victimario», sería, de acuerdo a la concepción de Foucault, en realidad una «víctima» de la injusticia social imperante porque las condiciones de pobreza extrema en las que creció desde niño lo han vuelto vulnerable y, en el límite, inimputable. De allí la benignidad de las leyes penales, las libertades anticipadas, etc.

Podría decirse que, en sus versiones extremas, el abolicionismo supone que el delincuente, al obrar, no hace otra cosa que «devolverle» a la sociedad la injusticia que recibió de ella, de modo tal que hasta podría decirse que su víctima concreta, un miembro cualquiera de la sociedad, «representa» a sus victimarios. Cuando roba o mata a un transeúnte, entonces ¿viene el delincuente a retribuir la injusticia que él mismo padeció? Si aceptáramos esta premisa, ¿podríamos castigar a los delincuentes con buena conciencia?

La obra fundamental del abolicionismo es el libro del filósofo francés Michel Foucault Surveiller et punir. Naissance de la Prison. (Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión), publicado en 1975. Y si llamamos a Foucault «anarquista» es porque aplicó a sus diversas obras sobre los hospitales, los manicomios, las escuelas o el sexo la idea de que todas estas instituciones despliegan un criterio abusivo de dominación. Entre nosotros, los abolicionistas parten de las mismas premisas, apuntando a la abolición o la reducción del derecho penal, al que juzgan autoritario, aunque en sus escritos y sentencias moderan este juicio para no romper del todo con el derecho vigente en las democracias modernas. Se ha influido también en la cátedra universitaria, formando una legión de profesionales de la abogacía que, en su condición de abolicionistas, tienden a despenalizar los castigos que corresponderían a los delincuentes. Esta es la causa «ideológica» de la inquietante difusión de la impunidad judicial que venimos de subrayar.

La impunidad

Hay algunas coincidencias, en sus zonas periféricas, entre el liberalismo de nuestra Constitución y el abolicionismo. ¿No establece acaso nuestra Carta Magna, que «las cárceles servirán para reeducar y no mortificar a los presos»? Pero el abolicionismo, en vez de promover la reforma de nuestras cárceles como cualquier ciudadano bien inspirado querría hacerlo, no utiliza el argumento de sus pésimas condiciones para mejorarlas sino para abolirlas o reducirlas.
La impunidad, obviamente, es una lacra general de nuestra vida en sociedad, como se comprueba cada día no sólo ante los casos de inseguridad sino también ante otros espectáculos escandalosos que se verifican en nuestro medio en que aparecen involucrados actores que andan tranquilos por la calle sin que ningún juez se atreva a molestarlos más allá de llamarlos a declarar en eternos trámites que nunca pasan más allá del escándalo.

A veces se cree, sin embargo, que la palabra «democracia» es sinónimo de «desorden». Sin embargo no hay ningún país de occidente, de gobierno democrático, con la benignidad jurídica uruguaya ni la brutal carencia de infraestructura carcelaria. Una democracia debe ser una sociedad bien ordenada, en que resplandezca la ley y el orden sea una consecuencia de normas aceptadas por la mayoría, no impuestas por minorías iluminadas. En América Latina es donde se verifican los mayores claros y oscuros, con ejemplos muy negativos y otras experiencias realmente alentadoras. Pero, en general el panorama no es para aplaudir ni mucho menos. La situación uruguaya se reitera en los países limítrofes y en otros con afinidad ideológica.

Con toda el agua que ha corrido bajo los puentes, es evidente que la democracia republicana debe ser, entre otras cosas, una «sociedad bien ordenada», munida de leyes claras y precisas.

Con la impunidad que habilitan jueces y parlamentos manejando códigos benignos y atrasados, se provoca la inseguridad y la corrupción generalizada. Claro, Michel Foucault en su gabinete, soñando en un mundo idílico, diría otra cosa.

Y ello para que sus seguidores quiebren después algunas sociedades, como la uruguaya, que fueron pacíficas y que hoy, cuando tiene las mejores cifras de ocupación de su historia, se muestre como sufriente, desorganizada y violenta.

(1) Mariano Grondona, periodista del diario La Nación de Buenos Aires, Argentina.
(2) Información tomada de Wikipedia, la enciclopedia libre .

(*) Periodista.