El fiscal provincial de San Martín Fernando Domínguez le pone territorio, historia y mesura a un debate que oscila entre una épica revolucionaria y una diatriba apocalíptica. “Una democracia crece en la medida en que el poder popular crece en influencia”, plantea.

Conocidos ya los proyectos que el Poder Ejecutivo Nacional envió al Parlamento se advierte que de un lado hay algo así como un discurso fundacional, casi épico, diría, presentándose a las citadas iniciativas comouna suerte de modificación revolucionaria que transformaría de raíz al poder judicial. Paralelamente, desde la oposición y sus usinas de propaganda se ha instalado un discurso apocalíptico, que repica por todos lados que es el fin de la República, que los proyectos acaban con la división de los poderes, que el Poder Ejecutivo pretende acabar con la independencia judicial, y desmesuras por el estilo.

Yo diría que ni tanto ni tan poco. Ni los proyectos están destinados a reestructurar radicalmente el poder judicial, acabando con los ámbitos de autoritarismo, con los resabios monárquicos y con las vinculaciones que el Poder Judicial tiene con los centros de poder (público o privado), ni se termina la república ni la independencia judicial, o siquiera se pone en crisis la institución judicial.
Es claro que ninguno de los proyectos encarna un proceso revolucionario o de ruptura, ni tampoco de vaciamiento institucional. No estamos en una situación ideal, no tenemos un sistema judicial que se caracterice por su independencia y/o por su eficiencia.

Es evidente que no hay un proceso revolucionario y que por el contrario ha habido desde 1983 un proceso de continuidad democrático que inicialmente vio la necesidad de adaptar la totalidad de las instituciones al paradigma democrático. Desde entonces, vienen produciéndose en toda América latina procesos de reformas a los sistemas judiciales; procesos que por ser sociales no se dan de un día para el otro.

Es de Perogrullo decir que todo proceso social, político, económico, cultural o institucional encierra virtudes y contradicciones, marchas y contramarchas, sencillamente porque así es la dinámica social. No hay procesos de transformación lineales, salvo que estemos hablando de un proceso de ruptura (revolucionario) en que el signo y el sentido del proceso pueden delinearse con mucha anticipación y seguirse la marcha sin variaciones de importancia. En el caso de nuestros países, pues la dinámica misma de las democracias, la complejidad de nuestras sociedades, los factores políticos, sociales, económicos, culturales y los condiconamientos que ellos provocan para el devenir político de nuestros pueblos generan que los procesos de transformación-democratización sean lentos y en algunos casos signados por políticas de ensayo y error, marchas y contramarchas, “avances” y “retrocesos”, etc..

Sin lugar a dudas, la superación en buena medida de los sistemas heredados de la colonia en materia de organización judicial fueron un avance; también lo fueron la creación de Ministerios Públicos autónomos (Fiscalías y Defensorías) con roles precisos, así como la generalización de los juicios por audiencias públicas, en algunos casos la instalación de los juicios por jurados, los intentos de modificación a los sistemas de seguridad pública, el mejoramiento de los niveles de acceso a la justicia, el reconocimiento de los derechos humanos y la lucha por su vigencia, los derechos de las víctimas, la preocupación por los mecanismos de selección y remoción de magistrados, y en tal sentido la creación de los consejos de la magistratura, etc., etc.,han significado avances en el sentido de democratización de la justicia.

En esa tarea ha habido cantidad de personas e instituciones públicas, privadas y del denominado tercer sector que han puesto –no ahora sino desde hace mucho tiempo- sus mejores esfuerzos para promover transformaciones. Hace tiempo que se viene trabajando en la democratización de la justicia. “La justicia no es una sensación que tenemos y luego nos vamos, es algo sobre lo que hay que trabajar permanentemente” (Binder).

Claro que hoy nuestras sociedades -por la dinámica propia- expresan otras necesidades y aspiraciones, y así como el sistema político debe dar cuenta de ellas (y plasmarlas en modificaciones progresivas), pues los sistemas judiciales también deben hacerlo.

¿A quién le cabe alguna duda de que hoy los sistemas de selección de magistrados merecen ser reformulados?;

¿a quién le caben dudas de que el funcionamiento de los sistemas procesales no alcanza los niveles de eficiencia que sería de esperar?;

¿quién puede sentirse sorprendido si decimos que los estándares en materia de vigencia efectiva de los derechos no son los que deberían ser, o que en materia de acceso a la justicia hay muchísimo por hacer?;

¿a quién le caben dudas de que, sobre todo en algunas jurisdicciones, los poderes judiciales siguen siendo apéndices del poder de turno?

Aquí habría que considerar también que el Poder Judicial no puede ser considerado aisladamente, sino que naturalmente está delineado e influido por el entorno. Un país en crisis contiene instituciones en crisis; cuando buena parte de la población está excluida es que la sociedad y su sistema institucional están en crisis.

Una institución que sólo encarcela pobres es institución en crisis.

Que no tenemos -en términos generales, claro- un Poder Judicial
independiente está a la vista para quien lo quiera ver. Que el sistema judicial sólo encarcela pobres en cárceles que cada vez más ofenden la dignidad humana, y que prácticamente no son alcanzados por la maquinaria judicial los sujetos vinculados al poder, es más que evidente. Para más, en la provincia de Buenos Aires el Poder Judicial ha tenido el signo que le han dado los sectores políticos que han manejado la cosa pública. Intendentes y personajes influyentes en general han hecho del judicial un apéndice del poder local.

Cuando hablamos de los sistemas judiciales está claro que no hablamos de sistemas ideales que funcionan siquiera adecuadamente. De más está decirlo, pero que un juez y/o un tribunal se tomen nada menos que 3 años para decidir una cuestión de puro derecho (esto es, si una ley es constitucional o no) muestra a las claras la crisis de nuestro sistema judicial. Pero ahí, entonces, el problema no es lo que dura una medida cautelar, sino lo que inexplicablemente dura un proceso y quiénes son esos jueces, y a qué intereses responden.

Claro que es preciso transparentar las corrientes de opinión y –por qué no decirlo- las disputas al interior de las asociaciones de magistrados y en todos los organismos vinculados al mundo judicial (colegios de abogados, academia). Que aparezcan a la luz pública, que se trasparenten, izquierdas y derechas, conservadores y progresistas, porque no es real que los funcionarios judiciales sean neutrales y que sus decisiones sean científicamente neutras; al contrario, están cargadas de valoraciones y de intereses de clase. Es preciso que esto sea conocido y entonces sepamos quién es quién al decidir. Esto es pluralismo, y el pluralismo es parte de la democracia.

El control y la participación ciudadana en el manejo y en la administración de la justicia, y en la toma de decisiones, en concreto es todavía una aspiración. Una democracia crece en la medida en que el poder popular crece en influencia.

Hay cantidad de cosas que deberían hacerse en un programa de democratización de la justicia; bueno sería que el fragor de las pasiones no nos impida ver con claridad y que no nos dejemos enceguecer por los intereses en pugna.

Cabría concluir, entonces, con que en general los proyectos del Poder Ejecutivo son apenas una pequeña parte de un programa de democratización de la justicia, que responde al devenir histórico, y se enmarca en el proceso de transformación que viven nuestras sociedades desde la década de los ’80.

En ese sentido, la democratización de la justicia, como la de otras instituciones de la república, sigue siendo un programa pendiente.

 

 

fuente http://www.otroscirculos.com.ar/democratizacion-judicial-y-desmesuras/