Las severas críticas internas y externas a la administración de justicia del país, que han servido de justificación para la apertura del debate en un tema incomprensiblemente postergado por el propio gobierno nacional, no se condicen con las medidas menores que hoy están siendo objeto de tratamiento parlamentario. Ninguno de los proyectos soluciona problemas de fondo, ni tampoco -como sugieren diversos sectores de la oposición- pone en peligro la República.

El horizonte de sentido de todo proyecto por democratizar la justicia lo marca la Constitución: no se puede demorar la participación popular a través del juicio por jurados, y con ello la modificación sustancial de la orgánica judicial, y las formas de trabajo. Para transparentar las decisiones, y restaurar la confianza de la sociedad en el servicio de justicia -de eso se trata legitimar-, es imperioso establecer la oralización de los procesos en todas las instancias y fueros y fortalecer las oficinas judiciales próximas al ciudadano, en lugar de crear instancias superiores que sólo sirven a los abogados con capacidad de lobby.

Llevamos muchos años observando cómo todas las iniciativas de reformas surgen de una abogacía enmarañada en sus propios laberintos, o una justicia ahogada en su clima interno de intrigas, favores y privilegios. No podemos volver a perder la oportunidad de sentar las bases de la administración de justicia que necesita una democracia verdaderamente inclusiva y plural.

Existe también toda una nueva generación de jueces y funcionarios judiciales que están hartos de una administración de justicia alejada de la sociedad y permanentemente deslegitimada por sus propios errores y demoras. Muchos de ellos se han nucleado en Justicia Legítima como el espacio colectivo que permitió expresar el malestar y demandar públicamente la necesidad de cambios profundos.

Adherimos a él porque consideramos que es la plataforma para impulsar y apoyar esos cambios, convencidos que puede cumplir esa función. Un espacio que, como la democracia, sea pluralista y que permita el debate de ideas en pos de un objetivo común. Su valor es que ubique el debate en, para y con la sociedad, sin reproducir las lógicas históricas de diálogo interpares.

No deberíamos permitir que un conjunto de medidas menores, sin significado político y nulo efecto sobre el servicio judicial clausuren el debate social y político por definir una agenda de reforma ni constituyan el objetivo de ese espacio de trabajo y confluencia.

Perderemos el tiempo si nos enfrascamos en épicas falsas que nos distraen de las transformaciones verdaderas. Existen suficientes coincidencias, tanto en el campo oficialista como en ciertos sectores de la oposición, para avanzar en serio y no prestar un nuevo servicio a las viejas y nuevas burocracias judiciales que podrán fingir alarma, pero sienten alivio porque una vez más pasará el chubasco y seguirán gozando de sus privilegios. Mientras, los pobres son los únicos que van a la cárcel, los derechos más elementales carecen de protección judicial y las mejores iniciativas de democratización de la vida social quedan atrapadas en los oscuros callejones de una justicia que se siente más cómoda sirviendo a quienes ostentan el poder.

 

 

 

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