El simulacro de juicio por jurados con jueces y actores en escena cautivó a la platea

 El evento se desplegó reuniendo a funcionarios auténticos del sistema judicial de Rosario con un cuerpo de actores que, conducidos por el prestigioso actor Lito Cruz.

Ante el estrado. El ex ministro de Seguridad, Daniel Cuenca, hizo de defensor de la única acusada.

 

Por Hernán Lascano / La Capital

Un empresario aparece flotando boca abajo en la pileta de su casa en el barrio privado Kentucky. Un vigilador del country advierte desde 80 metros una silueta que se cruza a la carrera desde esa casa, aunque la visión es complicada dado que una tormenta provocó un apagón y lo único que ilumina la escena son las sucesiones de relámpagos. Cuando llega el comisario investigador descubre un cable dentro de la piscina, lo que hace prever un homicidio por electrocución. Habrá una única acusada en llegar a juicio: una mujer que vive enfrente con su marido, que admite tener una relación extramatrimonial con el difunto y que para colmo asume haber estado con él en su casa minutos antes. Aunque jura ser inocente.

   La situación, completamente ficticia, fue la plataforma de un simulacro de juicio realizado ayer en el que participaba un cuerpo de personas que, aunque previsto hace dos siglos por la legislación argentina, está mayoritariamente ausente de las audiencias donde tramitan los casos penales: el de los jurados que deben decidir si la persona que llega acusada a un estrado es o no es culpable para que luego, sin eludir su decisión, un tribunal imponga la sentencia. El evento se desplegó reuniendo a funcionarios auténticos del sistema judicial de Rosario con un cuerpo de actores que, conducidos por el prestigioso Lito Cruz, montó una dramatización con un afán pedagógico de política penal.

   Al final de sus tres horas el logro de la puesta pareció palpable. Apuntaba a la necesidad de incentivar la participación de la población en un acto de gobierno fundamental que es la aplicación de Justicia, lo que supone democratizar los procedimientos jurídicos. La muestra de ayer en la sede de la Federación Gremial de Comercio, en Córdoba al 1800, dejó ver cómo el tener que decidir en forma concreta sobre la libertad de un ser humano es mucho más fuerte que cualquier bravuconada. Las consignas punitivistas basadas en la indignación por un hecho delictivo (del tipo “hay que encerrar por tiempo indeterminado” o “se deben aumentar las penas”) se evaporan cuando el peso de enjaular a alguien depende de un ciudadano cualquiera que tiene que examinar, con sentido común y tiempo de reflexión, cuán buenas son las pruebas acusatorias. Y hacerlo sin margen de duda, porque para castigar a alguien hay que tener certeza.

   En Santa Fe no rige el juicio por jurados aunque hay dos proyectos legislativos presentados. Uno del diputado Leandro Bussatto y otro del senador Armando Traferri. Hace seis años Raúl Lamberto había incorporado uno que perdió estado parlamentario. De lo que se trata es de que ciudadanos comunes, a excepción de profesionales del derecho, sean convocados en base al sorteo de la Lotería provincial, tomando como base a personas de 18 a 75 años inscriptas en el padrón electoral. Para definir si una persona merece castigo por un delito juzgado no se requiere conocimiento jurídico. Solamente análisis de sentido común sobre lo que la acusación y la defensa dicen de los hechos.

   Un viejo chiste señala que un jurado es un grupo de personas que tiene como misión elegir qué parte del juicio tiene el mejor abogado. No es tanto una broma porque un juicio es narración: en el estrado no se ve lo que pasó sino la versión de cada parte sobre lo que pasó. Y por eso ayer lo que se desplegó fue un duelo vibrante de dos adversarios —fiscales y defensor— que batallaron, transpiraron y contendieron para arrancarle al jurado la adhesión a su relato.

   En esta nota no interesan tanto los detalles de este proceso simulado sino cómo el jurado se tomó con total responsabilidad su rol frente al combate retórico de las partes. La convocatoria de los testigos del juicio iban desdibujando la versión acusatoria. Así se pudo saber que lo que se tomaba como un asesinato bien podía ser un accidente, dado que nadie probaba que el cable de una cortadora de césped, como postulaban los fiscales, hubiera sido colocado por alguien con ánimo homicida. La defensa mostraba que no había ninguna huella de la supuesta asesina ni de alguien más en la escena criminal. Y nadie había investigado a un socio del muerto, que tenía discrepancias comerciales reconocidas por él y que para colmo era, al igual que la acusada, vecino de la víctima.

   Al final del debate los doce miembros del jurado —seis varones y seis mujeres de distintas edades, elegidos la mayoría por teléfono— tuvieron 25 minutos para arribar a una conclusión. Cumplido el plazo pidieron diez más para pronunciarse. Al volver a sus puestos la sala colmada los esperaba con la respiración en suspenso. El presidente leyó apenas: “En nombre del pueblo el jurado declara a la imputada no culpable”. Fue un veredicto unánime.

   “Fue muy buena la deliberación final entre nosotros donde todo lo que teníamos contra esta chica eran dudas y puntos ciegos”, confesaba Eduardo González, uno de los jurados. “No podemos mandar adentro a alguien con tantas dudas”, dijo. Pero si en algo descolló fue al señalar, como al pasar, la filosa mirada de un hombre medio. “Yo vi que el cable que presentaron como evidencia de que electrocutaron al muerto no estaba cortado. Tenía la toma en una punta y la hembra en la otra. Entonces no era, como se dijo, que lo habían arrancado de la máquina para tirarlo a la pileta”.

   El juez del caso, Javier Beltramone, aprovechó la inferencia. “Muy interesante la deducción. Para hacerla no hace falta ser experto en derecho. Solamente sentido común, que es algo que la mayoría de los ciudadanos tiene”.

 

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