“Pensar en una apología del crimen, desde los barrios segregados, sólo sirve a la construcción de un pensamiento basado en la aniquilación del diferente”, dice el autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia.

La violencia no es simplemente un síntoma de cierto malestar en la fase final de una serie de exclusiones, sino que se ha convertido globalmente en una forma de construir sentido”, reflexiona el periodista y autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, Cristian Alarcón. Una forma de decir que, de esa manera, la violencia aparece como una marca de identidad que se usa para resolver conflictos, en un contexto donde la presencia del Estado es contradictoria y, en muchos casos, indiferente.
“Los chicos son hijos de familias diezmadas por la pobreza, la exclusión y violencia doméstica. Esa conflictividad personal se enlaza con la competencia por los mercados ilegales y la apropiación de determinados productos. Un encadenamiento de violencias y privaciones que convierte a los pibes en carne de cañón”, dice Alarcón.
“Por tal motivo –continúa el escritor–, la cultura carcelaria se vuelve cotidiana en los barrios segregados. Romper las cadenas de prisionización que empiezan en la adolescencia y se perpetúan hasta convertirse en prisioneros crónicos implica entender el problema desde otra mirada”.
Pero esa agresividad, según cree Alarcón, no es exclusiva de las clases pobres, sino que es enaltecida en todos los universos sociales, producto de una cultura de masculinización del poder en donde la misoginia y la homofobia no dejan de generar desigualdad.
–Existen algunos grupos musicales que reivindican al pibe chorro y el consumo de sustancias. ¿Con eso promueven la apología del delito?
–Eso es un cliché. La violencia ya no es premiada solamente entre los pibes de la cumbia o chorros, sino en casi todos los ámbitos donde vivimos. En la oficina pública, en las disputas por los espacios que encierran una lógica que se basa en la violencia sutil, disfrazada. La forma en que producimos conflictos para derivar en la acumulación de micropoderes. En el caso de los territorios de lo popular, la novedad es la acumulación de poder en bandas que no podríamos calificar como del crimen organizado, pero que empiezan a tener una lógica de ocupación territorial. Como ejemplo, tenemos el caso de Kevin, el chico que murió en un enfrentamiento entre bandas que se disputaban un punto de venta de marihuana y cocaína.
–El consumo de drogas, ¿incrementó la violencia y la falta de ciertos “códigos” en el delito?
–No estoy seguro de que la relación consumo y violencia sea tan lineal. Los adictos a la pasta base, o paco son débiles y no cometen delitos tan violentos. La vulnerabilidad de ellos es superior a la de su víctima. Han perdido hasta la musculatura. Suelen ser delitos de arrebato más primarios porque no hay planificación. Es muy raro que un joven de éstos esté armado. Si tienen un arma la venden para consumir. Los criminólogos afirman que lo que más desestabiliza es el consumo de alcohol. Si uno revisa las estadísticas advierte que la presencia de alcohol en hechos violentos es común, y también su mezcla con sustancias.
–Bajar la edad de imputabilidad, ¿puede ayudar a que se use menos a los menores en las redes delictivas?
–No tiene que ver con la baja en la edad de imputabilidad. Los jóvenes siguen siendo la carne de cañón de las organizaciones criminales y de la Policía. Es una creencia falsa pensar que las organizaciones criminales usan a los menores porque salen enseguida. A los transas no les preocupa si los pibes van presos. Los chicos están más disponibles porque necesitan cosas, están solos y son hijos de familias diezmadas por la pobreza, la exclusión y violencia doméstica. Muchos chicos encuentran refugio en personas que están en el mundo ilegal. Hay que romper las cadenas de prisionización que empiezan en la adolescencia y se perpetúan hasta convertirse en prisioneros crónicos.
–En Centroamérica existen las maras o pandillas criminales que son sumamente agresivas, ¿hay posibilidades de que este fenómeno se dé en Argentina?
–Imposible. Las maras son el resultado de un proceso global vinculado a la migración de excluidos post-guerra centroamericana hacia los Estados Unidos y su posterior deportación. La construcción identitaria viene dada por su condición de expulsado y por la disposición de localidad transnacional que se da territorialmente. Cada barrio tiene su clica (célula) y a su vez cada clica tiene su líder que está acompañado del palabrero, quien lleva la palabra a las instancias superiores de decisión. Esto se reproduce en El Salvador y Guatemala sustentado por el control territorial que está dado por la extorsión al transporte público y al comercio. En nuestros barrios no se da. Tenemos algo mucho más larval. Me preocupa cómo las comunidades se pueden ver envueltas en una vida en la que la regulación ya no está dada por la presencia del Estado, sino por los grupos criminales. La inacción de las fuerzas de seguridad para que los pobres diriman sus conflictos puede llevarnos a una situación donde las víctimas inocentes aumenten. Antes de que mataran a Kevin murieron otras 36 personas. Nadie preguntó qué pasó con ellas.
–¿Quiénes están más expuestos al delito, la clase media o quienes viven en las villas?
–Los habitantes de las villas experimentan de otra manera la violencia. Javier Auyero ha hecho un planteo serio y fundamentado en su último libro (La violencia en los márgenes) que esboza una teoría de los encadenamientos de violencias privadas que se definen en el espacio de lo público. Relaciona la conflictividad familiar, interpersonal, con la competencia por los mercados ilegales, el hacerse de un determinado producto, en el caso de los jóvenes adictos que necesitan de sus dosis cotidianas. Mi percepción sobre lo que está ocurriendo en algunas villas es que existe una cultura sobre la que se deposita e instala una forma de regulación de las violencias. Una creciente cultura carcelaria de prisionización. Así como en la clase media todos conocemos a alguien que sufrió un robo, en las villas todos conocen a alguien privado de su libertad. Hay zonas liberadas, intercambios ilegales de todo tipo, informalidad económica asociada a lo ilícito y una masculinización del poder en el que el machismo, misoginia y homofobia propician la desigualdad. La violencia no es simplemente un síntoma de cierto malestar en la fase final de una serie de exclusiones, sino que se ha convertido globalmente en una forma de construir sentido, de sobrevivir, de resistir y vivir el cotidiano. Sin las significaciones que desde un lugar pequeño burgués le podemos dar. No niego la existencia de la violencia, pero la lectura y la experiencia son distintas. Hasta que no comprendamos qué significa eso contra lo que no podemos pelear, excepto que soñemos con una mística donde el conflicto no existe, hay que entender para construir sin negarlo.
–Sin embargo, una de las mayores preocupaciones de la clase media es la inseguridad…
–Existe un proyecto político sobre la construcción social del miedo. El montaje mediático de un fenómeno como la inseguridad, combinado con relatos de víctimas de robos, genera una preocupación generalizada. Si analizamos fríamente otros problemas de la Argentina, la inseguridad no merecería estar en el primer o segundo lugar del ranking de preocupaciones.
–¿Quiénes protegen las cocinas de drogas y los aguantaderos en las villas?
–Las construcciones de alianzas eventuales entre el delito y las fuerzas de seguridad se dan según la comisaría, el comisario y el jefe de calle que controla el barrio. Habría que preguntarse qué ha ocurrido con el Operativo Cinturón Sur, con la presencia de la Gendarmería y Prefectura en las zonas más conflictivas de la provincia de Buenos Aires. Si ya se contaminaron de la misma lógica que tuvo la Policía Federal. Es posible que estén dejando hacer determinados tipos de delitos. La delincuencia es mayormente lumpen y en las zonas más conflictivas todos salen beneficiados. Hay un derrame económico de las ganancias delictivas que se va al consumo cultural, la diversión y la tecnología. También la violencia está vinculada a la cultura desde ese punto de vista.
–¿Se podría decir que hay una cultura villera ligada al narcotráfico?
–Sería injusto hablar de una cultura villera ligada a la apología de la violencia, el consumo de drogas o el robo. Son clichés que se construyen para que haya un maldito al que queremos ver eliminado. El discurso del más poronga, el que la tiene más grande, es el que avanza no solamente entre los villeros, sino también entre las clases medias y medias altas. Tenemos que ser capaces de entender que cuando hablamos de violencia o inseguridad necesitamos de una mirada que nos permita distinguir el problema de lo diario. Salirnos de nuestro cómodo lugar pequeñoburgués. Hay una vida cotidiana llena de vitalidad y amor que sigue siendo casi única en América latina. Niveles de solidaridad y compromiso que hablan de una sociedad que todavía tiene mucho para salir adelante. Probablemente estemos en condiciones de dar debates sobre la violencia para construir, y no sólo para defendernos. Hay una experiencia política de los sectores más populares con organizaciones piqueteras, unidades básicas y nuevas militancias. Se ha vuelto cotidiana la militancia en los barrios. Están intentando construir de otra manera y, paradójicamente, no sé si lo estamos pudiendo leer o conocer.

 

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