Nació en Hannover en 1906 y murió en Nueva York en 1975. Vivió a tope una época convulsa de guerras mundiales, viajes espaciales, avances científicos y horror elevado a campos de exterminio. No es extraño que prendiera en su discurso filosófico la pasión por la política, la libertad y sus límites.

› De origen judío, su padre murió de sífilis cuando Hannah solo tenía siete años. A los 14 años ya leía a Kant y a Jaspers. A los 17 la echan de la escuela por problemas disciplinarios y va a vivir sola a Berlín, donde estudia teología cristiana y lee a Kierkegaard. Con 18 años se matriculó en la Universidad de Marburgo para estudiar filosofía con Heidegger, que entonces tenía 35 años, era padre de familia y caminaba hacia la cumbre del pensamiento alemán. Surge entre ellos una clandestina relación amorosa –que se mantendría viva, con altibajos, a través de la disparidad de criterios, del tiempo y de los respectivos historiales conyugales– hasta que Hannah decide poner tierra por medio (“Un insondable misterio ese amor entre dos seres tan diametralmente opuestos en sus compromisos políticos y existenciales”, concluye en un artículo el historiador y filósofo Antonio Sánchez García).

› En 1929 se casa con Gunther Stern.
 En 1933, tras ser detenida por la Gestapo durante ocho días, Hannah defiende que debe lucharse activamente contra el régimen nacionalsocialista, en contra de la pasividad e incluso el entusiasmo de muchos intelectuales alemanes. Juntos huyen a París, donde conocen a Walter Benjamin (que se convertiría en gran amigo y protegido de la escritora) y a otros intelectuales alemanes que escapan de la persecución nazi. La escritora colabora con una organización sionista ayudando a jóvenes judíos a huir hacia Palestina. En 1937 el régimen nacionalsocialista le retira la nacionalidad y se convierte en apátrida –hasta que consiguió la nacionalidad estadounidense en 1951–, lo que tendría una influencia decisiva en su obra sobre los totalitarismos. En 1940, ya divorciada, se casa con Heinrich Blücher y, tras ser deportada y enviada por el régimen de Vichy a un campo de internamiento (en una entrevista diría: “las personas eran ingresadas por sus amigos en campos de internamiento, y por sus enemigos en campos de concentración”), escapa a Nueva York, donde trabaja como articulista y profesora.
Se consagra como investigadora con Los orígenes del totalitarismo, en 1951. Arendt considera totalitarismos al nazismo y al estalinismo, y llama a luchar contra el ejercicio del poder arbitrario que puede desposeer a las personas (a los “ciudadanos sin Estado”) de su identidad y de sus derechos a ser protegidos por las leyes. La privación del estado civil supone perder libertad y el derecho a pensar, a actuar y a opinar, esenciales para la realización de los seres humanos.

› En 1961, Arendt asiste como reportera de The New Yorker al proceso contra el genocida nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. De ahí surgieron artículos y su libro más discutido: Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal. La filósofa llega a la conclusión de que en el nazismo se produjo una inversión completa del sistema jurídico: crímenes, asesinatos en masa eran la norma a seguir. Lo más sobrecogedor del Holocausto son sus motivos banales, la obediencia ciega de sus agentes en busca de la eficacia, lo que se podría llamar “matanza en masa administrativa”.
Arendt no pretendía hacer filosofía moral, sino interpretar unos hechos, aunque fue muy criticada por defender la responsabilidad individual frente a la hipócrita culpabilización colectiva. «Donde todos son culpables, no lo es nadie», sentenció. Rechaza la conciencia moral como base de la ética, ya que está convencida de que los valores generados por estas vías son manipulables. Entiende que hay una ética comunitaria que debe ser negociada una y otra vez, y que eso es la política. Al contrario que otros pensadores, Arendt ve, incluso después de la época de los totalitarismos, una esperanza para el mundo gracias a cada ser humano que nace y que puede comenzar de nuevo.

› Como intelectual profundamente comprometida con su época, Arendt también se pronunció contra la discriminación racial en EEUU y condenó en numerosas ocasiones la Guerra de Vietnam y la política del Pentágono. Como quedó patente en su biografía sobre Rosa Luxemburg, Una heroína de revolución, Arendt se identificaba con la revolucionaria judío-alemana, marxista no ortodoxa, en ciertos aspectos: su pensamiento independiente (de los «creyentes» que toman la política como sustitutivo de la religión), su valor (se atrevía a criticar públicamente a Lenin), su desprecio por arribistas y burócratas, su oposición a la guerra. Pero sobre todo admiraba su lucha por la libertad política y por una democracia sin límites, lo que le garantizó la hostilidad de todos.

› Hannah Arendt nunca se vio como una marxista, si bien atribuía a Marx «valor» y «sentido de la justicia». Sin embargo rechazaba la «mentira» del comunismo. Las ideologías no tienen valor si no sirven para crear estados donde se consagre la libertad política y los derechos jurídicos. «La libertad es mucho más importante que el socialismo o el capitalismo». Su principal obra filosófica es Vita activa (La condición humana). Aquí Arendt estudia la transformación histórica de conceptos como libertad, igualdad, felicidad, espacio público, privacidad, sociedad y política, y describe con exactitud el cambio de significado en el contexto histórico correspondiente. Su punto de referencia es la Antigua Grecia, en especial la época del diálogo socrático. Opina que hay que rescatar los espacios perdidos de lo político para intentar enriquecer las capacidades de los individuos libres que piensan y actúan de forma política y que intentan distinguirse unos de otros. ❖ Filosofía Hoy

 

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