Introducción

Cuando empecé a investigar este tema en Río de Janeiro a principio de los años setenta, no se hablaba de violencia urbana en Brasil. Había pocos estudios sobre criminalidad y se decía con naturalidad que Brasil era un país habitado por personas cordiales, un país sin violencia, un país pacífico. Tal vez eso explica la poca atención dispensada a ese campo temático en las ciencias sociales, aun cuando en los Estados Unidos y en Europa Occidental las investigaciones sobre criminalidad alcanzaban su cima académica. Hoy sabemos, después de treinta y tantos años, que había mucha ilusión en esa concepción de nuestro país. Después de todo, en ella, reprimimos siglos de esclavitud, los siglos de esa esclavitud que siguió en vigencia en el último país del mundo que la abolió.

Todavía a principio de los años ochenta, cuando empezaron los primeros estudios sobre violencia urbana en Brasil, era posible conocer aún a viejos ex-esclavos que vivían en algunas antiguas áreas de producción de caña de azúcar o de café. Tuve la oportunidad de conocer a uno de ellos en Campos de Goytacazes, al norte del Estado de Río de Janeiro. Era muy extraño hablar de Brasil con tal negación de la violencia de la esclavitud, pues era perfectamente posible para gran parte de la población brasileña sentir todavía las marcas del látigo en los relatos de cada familia. En el siglo XVIII había más negros que blancos entre la población brasilera. Como el esclavo vivía una media de solamente siete años en la «plantación» y la miscegenación pasó a ser una forma de movilidad social, la población de negros bajó a diez por ciento a fines del siglo XX.

A fines del siglo diecinueve el proceso de transición de la esclavitud al trabajo libre, relegó a un gran número de los descendientes de esclavos a una posición marginal en la economía urbana del país, desarrollada con la continua inmigración de europeos del Mediterráneo, alemanes, sirio-libaneses y japoneses iniciada a mediados del siglo diecinueve hasta la mitad del siglo veinte. Además, en el corto período de veinte años, entre 1950 y 1970, en ciudades como Río de Janeiro y São Paulo se triplicó su población, en un movimiento demográfico sin paralelo, llevándolos desde el interior del país a las grandes ciudades costeras. Fueron a agrandar las favelas y viviendas de pobreza urbana y la ocupación desenfrenada de la periferia metropolitana, invirtiendo, en una sola generación, la designación del Brasil de país eminentemente rural para uno de los grandes centros urbanos del mundo.

Sólo al terminar la dictadura de Vargas en 1945 y, por tanto, después de la Segunda Guerra Mundial, se realizó un esfuerzo por integrar a la ciudad la población urbana marginada, es decir, a los migrantes internos, la mayoría de ellos de otros estados del sudeste y el noreste. Ese esfuerzo, del cuál participaron políticos populistas y parte de la Iglesia Católica, fue interrumpido bruscamente por la reacción conservadora de las clases medias residentes en las zonas más ricas de la ciudad que apoyaron la política del desplazamiento de las favelas de las áreas nobles de Río hacia la periferia urbana y que, en el plano político, respaldaron el golpe militar de 1964, que le dio fin al populismo en Brasil.

En mi opinión, no hay forma de comprender que cerca de 60 mil jóvenes hayan sido asesinados en Río de Janeiro en los últimos diez años sin que estas muertes sean asociadas a un proceso social de larga duración que he caracterizado como una acumulación social de la violencia. Aunque este proceso es más visible en Río de Janeiro y en São Paulo, el mismo se expande -con las diferencias de cada región- por las grandes ciudades brasileñas y alcanza, incluso, a algunas ciudades medianas dentro del área de influencia de las metrópolis. En mis trabajos procuro enfocar este proceso como un círculo vicioso de factores que se retroalimentan de forma acumulativa. El núcleo principal de esta espiral de violencia es la resolución de conflictos mediante un recurso inmediato al arma de fuego. La policía de Río de Janeiro, por ejemplo, comenzó a matar a delincuentes o sospechosos de las clases populares de forma sistemática ya en los años 50, practicando lo que denomino «sujeción criminal»1 de los pobres urbanos. Para quienes imaginan que, en aquella época, Río era una ciudad pacífica, es suficiente recordar que la tasa de homicidios en la ciudad ya era la más alta de las Américas para ciudades con más de un millón de habitantes -cerca de 12 homicidios por cada 100 mil habitantes. Hoy esta tasa es cinco veces mayor y no parece reducirse desde hace por lo menos dos décadas.

Ese núcleo del espiral de acumulación social de la violencia se retroalimenta a partir de dos dimensiones importantes, ambas constituidas por formas ilegales de intercambio, es decir, por mercados ilegales: 1) la acumulación de redes de venta al menudeo de mercancías ilícitas (quiniela clandestina, bienes robados y drogas) con base en la sujeción criminal acumulada a lo largo de décadas en las áreas pobres de la ciudad; 2) el aumento de la oferta de «mercancías políticas«2 que llevó a la acumulación de determinadas «uniones» realizadas históricamente entre diferentes mercados informales ilegales (como lo fue inicialmente el «jogo do bicho» (una quiniela clandestina) y, posteriormente, otros mercados ilícitos como el de la cocaína) y luego a la sobreposición de diferentes tipos de mercancías ilegales con mercancías políticas.

Pienso que esta sobreposición de mercados tiene más importancia para la comprensión del problema de la violencia en Río de Janeiro, que la relación estereotipada (y hoy universal) entre consumo de drogas y crimen. Exploro también la hipótesis de que estas «uniones» se alimentan de una contradicción entre políticas de criminalización adoptadas y la evaluación estratégica que se da en las bases criminales y policiales en su implementación. Esta contradicción, al reforzar la percepción social de «impunidad» y, por lo tanto, la reacción moral de la sociedad, termina reproduciendo las condiciones específicas en que estas mismas «uniones peligrosas» se desarrollan.

 

Mercados ilegales y mercancías políticas

A lo largo de los diferentes ciclos políticos y económicos de la ciudad y constituyéndose, en cada coyuntura, por una continuidad de prácticas y habilidades específicas capaz de absorber al trabajador precario, nativo o inmigrante (y más tarde migrante), existe toda una historia sumergida de mercados ilícitos en Río de Janeiro: mercados de regateo que ofrecen mercancías de contrabando o robadas y servicios «indeseables»; mercados de placer y vicio que involucran drogas, mujeres, juegos de azar, comercio de derechos de autor y revistas pornográficas; mercados que explotan la pobreza y la desprotección económica, que involucran préstamos de alto riesgo, receptación, cautelas y consignaciones. Dejando de lado el comercio fraudulento de empresarios establecidos, algunos de los cuales financian parte de los mencionados mercados ilícitos, Río de Janeiro -puerto importante, capital federal hasta los años 50 y polo principal de las comunicaciones vía radio y, después televisión- ofrecía más alternativas al trabajo precario que la mayoría de las ciudades brasileñas, por lo menos hasta la década de los 60, rasgo que la transformó en una ciudad atractiva para diferentes tipos de migrantes internos.

La verdad es que los mercados informales y los mercados ilegales, que siempre existieron en Río y que quedaban confinados a algunas áreas (como la prostitución popular en el Mangue3 y las «bocas de fumo«4 en las favelas), se expandieron de forma extraordinaria desde mediados de la década de los 70. Lo que antes pertenecía a un espacio social reservado (en un territorio físico como los morros5 de la ciudad, o no) y era representado como un «submundo» (incluso, especialmente, por su localización) se expandió por todo el tejido social, cobrando una dimensión mucho más generalizada, difusa y públicamente conocida.

Ruggiero y South (1997) proponen denominar «bazar» a este fenómeno reciente, en que la ciudad occidental adquiere los rasgos de un enorme mercado oriental, con su multiplicidad de tiendas y «puntos», con sus negociaciones incesantes, sus dimensiones tácitas, maniobras propias y habilidades específicas. Una «feria post-moderna» que traspasa todas las reglamentaciones convencionales. Para estos autores es propio de la ciudad moderna-tardía que las fronteras morales entre legalidad e ilegalidad se atenúen o sean constantemente negociadas. Como sus referencias son las grandes ciudades europeas y norteamericanas, la diferencia con la ciudad moderna clásica, fabril, fordista y organizada, queda bien enfatizada. En el caso de Río de Janeiro (como en otras grandes ciudades brasileñas y del llamado «Tercer Mundo») que, en cierto sentido, siempre hospedó (aunque de forma diferenciada) un «bazar» de mercados de este tipo, el análisis debe privilegiar menos la oposición con el tipo ideal de ciudad moderna, que por aquí no se realizó de forma completa, y más las diferencias de coyuntura y territorialidad de su historia.

Lo que distinguiría un mercado «formal» de un mercado «informal» sería, en general, su mayor o menor participación en un conjunto de reglamentaciones estatales. Sin embargo, la lógica del mercado produce relaciones complejas (y en muchas ocasiones contradictorias) de estas reglamentaciones legales. Entre éstas, se encuentra la reglamentación de mercancías cuya oferta (y en algunos casos cuyo consumo) está criminalizada, esto es, susceptible de ser encuadrada legalmente como delito. El mercado criminalizado es, así, doblemente informal: es necesariamente un mercado informal de trabajo, porque la criminalización de las mercancías que produce o vende lo alivia de cualquier tipo de reglamentación formal de las relaciones de trabajo y de las obligaciones tributarias, además de ser un mercado de circulación de mercancías ilícitas, cuya actividad está, en sí misma, criminalizada.

La criminalización de un determinado tipo de mercancía depende de su significado contextual para el orden público, para la reacción moral de la sociedad y para sus posibles (o imaginarias) afinidades con otras mercancías o prácticas criminalizadas. Por ejemplo, la mercancía «juego de azar», en Brasil, está regulada de diferentes formas, aunque su prohibición legal, casi siempre, se haya fundamentado en justificaciones morales. Si el lucro fuera para obras sociales y la actividad no estuviera regulada, podría ser tolerada o hasta permitida; si está circunscrita a determinados espacios privados, sin configurar un emprendimiento, es tolerada legalmente; si se desarrolla en ciertas regiones, previamente designadas y bajo control, como en el proyecto que prevé la liberalización de casinos en las localizaciones hidrominerales, puede ser legal; finalmente, si está controlada por el Estado y no tiene fines lucrativos, como las loterías federales o estatales, o como en el caso de los «bingos» sin fines lucrativos, ha sido considerada legal.6 Es evidente que el componente criminalizador del juego de azar es, en este caso, el «fin lucrativo privado», es decir, su transformación en mercancía y empresa. Esta contextualización de la designación criminal sigue, evidentemente, cursos de interés a expensas de otros, lo que posibilita a diferentes actores sociales una evaluación estratégica del «juego de azar» como una «mercancía especial» y no solamente como un problema moral.

Ese debilitamiento de la dimensión «moral» que llevó a la criminalización de una mercancía, la misma dimensión que justificaría, en última instancia, el mantenimiento de su criminalización, abre innumerables espacios sociales de maniobras más o menos legales o simplemente ilegales (pero moralmente tolerados) para su comercialización. Es lo que parece que ha sucedido con la «quiniela clandestina», con la «piratería» de discos o software, incluso con el contrabando al menudeo de bebidas, electrodomésticos u otros productos comercializados en el «mercado formal», hasta la venta de medicamentos sin receta médica, práctica ilegal generalizada en el «mercado formal», y con el gerenciamiento de la prostitución (tipificada legalmente como «proxenetismo» pero no perseguida actualmente por la policía) anunciada en los principales diarios de la ciudad en la sección de «servicios personales». Procesos análogos ocurren con otro tipo de mercancías ilegales, como joyas, piezas o vehículos robados, armas, contrabando mayorista, drogas suaves o duras y servicios de protección (desde «cuidar un coche en la calle» por el cuida-coches, hasta diferentes formas de seguridad privada ilegal). La variedad de mercancías criminalizadas es enorme, así como lo es la escala relativa de la gravedad de su criminalidad, tal como se evidencia en la proliferación de artículos legales sobre situaciones diferenciales de criminalización en los Códigos Penales de todos los países. Sin embargo, el grado de criminación-incriminación de prácticas y agentes (Misse, 2008) es diferencial y depende, en gran medida, de una concentración de interés (material o ideal) en determinados temas (Misse, 2006).

Así, es interesante, después de todos estos años, reflexionar sobre lo ocurrido en estos últimos 50 años. Somos llevados entonces a confrontar los factores que, efectivamente, contribuyeron a causar esa violencia que era parte de nuestra formación social y traer de vuelta a nuestras conciencias lo que fue olvidado durante algún tiempo y reprimido en nuestras representaciones colectivas. Hoy nadie puede decir que Brasil es un país pacífico. Hoy no hay más nadie que pueda decir que somos un pueblo amistoso, que no conoce la violencia ni las guerras. Cálidos y violentos, amables y conflictivos, de alguna manera vivimos permanentemente en esa contradicción, en nuestro permanente dilema civilizatorio. Digo todo esto, y así decidí iniciar el texto, porque tengo recelo a cierto método con el cual nos acercamos a este tema, muy común entre los sociólogos, y no sólo entre los sociólogos brasileños: ese método finge ser descriptivo, pero, bajo una universalidad de superficie, es peligrosamente normativo. Usamos la categoría «violencia» como operador analítico, como concepto -cosa que no es- sin tener en cuenta su polisemia, para acusar lo que creemos que debe ser sometido a juicio político y, en el mismo movimiento, para convocar una contra-violencia hacia el objeto que hemos elegido investigar. Es un método interesante porque por lo general nos pone en un lugar «fuera de la violencia» y pone la violencia en otros lugares, que se pueden elegir de acuerdo a nuestros valores. Es un método interesante que nos ayuda a creer que la violencia está en algún lugar fuera de nosotros, por lo que debemos de alguna manera, ya que no somos de ninguna forma sujetos violentos o vulnerables a ella, estar en condiciones de denunciarla.

Estoy convencido de que no es posible operar analíticamente con categorías acusatorias como «violencia», «crimen», «corrupción» y otras semejantes. Son categorías nativas, representaciones de prácticas muy variadas, de interacciones y conflictos sociales muy complejos. Puedo, evidentemente, usar la categoría para describir una situación socialmente representada como el uso agresivo de la fuerza física para obtener el poder en una relación social, que es su sentido más común. Pero eso no lo transforma en un concepto, dado que dependerá de la disputa sobre la legitimidad de este uso el contenido a través del que podré usar la noción. Como Étienne Balibar bien lo ha recordado, el uso de la palabra «violencia» es también performático, convoca siempre a una «contra-violencia» y, por lo tanto, participa en el conflicto que uno quiere investigar o comprender. Personalmente no tengo nada en contra de eso, pero es necesario dejar claro que «violencia» no es un concepto, sino una categoría de acusación social.

Podemos usar la categoría nativa sin recelos, siempre que lo hagamos descriptivamente para designar, por ejemplo, un uso considerado ilegítimo de la fuerza y de la agresión física para obtener ventaja o poder en una relación social. Es una categoría inseparable de la modernidad, que ha criminalizado el recurso privado a la fuerza física (y sus extensiones tecnológicas) para resolver, superar o ganar un conflicto. Por lo tanto, la categoría «violencia» es una categoría moderna y presupone la pacificación de las relaciones sociales, el monopolio legítimo (y legalmente ordenado) del uso de la fuerza física por parte del Estado, y que en su significado límite supone haber alcanzado una judicialización obligatoria de todos los conflictos.

El problema es que en Brasil el Estado nunca consiguió tener completamente el monopolio del uso legítimo de la violencia, ni fue capaz de ofrecer a todos los ciudadanos el acceso universal a la resolución judicial de conflictos. Esto significa que el Estado brasileño no siempre tuvo el monopolio legítimo de la fuerza al interior de su territorio, ni fue capaz de transferir plenamente a la administración de la justicia todos los conflictos cotidianos.

Al decir lo anterior, estoy afirmando que no se completaron las condiciones modernas para investir de legitimidad el uso de la categoría de «violencia» para representar una transgresión de la regla de pacificación de la sociedad, pues al ser la pacificación un proceso incompleto, es una de las causas principales de la violencia presente en los conflictos a los que estamos asistiendo hoy. Pues, no es concebible que un país que tiene la capacidad de procesar razonablemente los conflictos y los crímenes en la Corte de Justicia, vea crecer la demanda de cada vez más segmentos de la población, por solucionar sus conflictos mediante el uso de la fuerza privada o ilegal (ejecuciones, torturas, justicia por mano propia).

Como bien recuerda José Murilo de Carvalho (2005), la conquista de la ciudadanía fue invertida en la historia política brasileña. El camino «clásico» que va de los derechos civiles a los derechos políticos y luego a los derechos sociales fue invertido en Brasil: los derechos sociales llegaron primero, regulando la ciudadanía durante la dictadura Vargas (Santos, 1979); y después, dos veces, los derechos políticos fueron conquistados, luego de las dos dictaduras del siglo 20; y sólo ahora, después de la Constitución de 1988, los derechos civiles ganan el predominio en el programa o agenda del Estado brasileño.

Me refiero, de manera clara y directa, a la forma generalizada en Brasil, específicamente en Río de Janeiro, de una manera de resolver los problemas que más tarde sería conocida en todo el mundo con el nombre de «Escuadrón de la Muerte», la cual sitúo el origen de la violencia urbana brasileña exactamente en el período de surgimiento de los primeros escuadrones de la muerte en Río de Janeiro a mediados de los años 50. Todos mis estudios me llevaron a esa conclusión.

No estoy afirmando que el surgimiento de los escuadrones de la muerte sea la causa del aumento de la violencia urbana en Brasil, evidentemente. Su aparición solamente demuestra el origen de un proceso de la acumulación social de la violencia en Río de Janeiro que, luego, se dispersaría a todas las grandes ciudades brasileñas. Al hablar de dispersión no quiero decir que Río de Janeiro haya sido el único irradiador de este proceso, aunque es importante recordar que Río era la capital de Brasil y que las principales redes de los medios de comunicación, como la radio, la prensa y después la televisión, se localizaban allí. No es poco significativo el efecto-demostración de lo que estos medios de comunicación informaban a todo el país, pero los factores principales de la acumulación social de la violencia en Río ya estaban presentes en las grandes ciudades, lo que explica que hubiera espacio para que ocurriera lo sucedido en Río, así como con las profecías autocumplidas.

¿Por qué fueron creados los «escuadrones de la muerte» en la capital de Brasil de los años 50? ¿Cómo ha sido posible que, desde entonces, otros grupos de exterminio hayan surgido con algún respaldo de la población? Hasta mediados de los cincuenta, los crímenes más comunes, aquellos que llenaron las estaciones de la policía, aquellos que produjeron los volúmenes más grandes de injerencias policiales, de condenas, eran delitos penales menores y crímenes de bajo potencial ofensivo: peleas con lesiones, pequeños robos ligeros, fraude o crímenes que no involucraban violencia como, por ejemplo, el adulterio y el lenocinio; aquellos delitos que dependían de la astucia del criminal y muchas veces de la ingenuidad de la víctima, como el fraude o la seducción para cometer el delito. Esa era la generalidad de los crímenes en Brasil en los años 50. Los crímenes violentos, como el homicidio, eran principalmente crímenes pasionales, a veces acompañados del suicidio del asesino.

Investigando los crímenes comunes de esa época, encontramos el predominio de los crímenes contra la propiedad, pero eso no involucraba el uso de la fuerza física ni la amenaza de uso. También encontramos los crímenes en contra de personas, como principalmente, lesiones provocadas en peleas, algunos con heridas serias producidas por armas de fuego o cortopunzantes. Había muchos crímenes pasionales y de honor, crímenes propios de una sociedad tradicional que empezaron siendo modernizados. De lo anterior encontramos un relato expresivo en la literatura y en el teatro del período.

La sociedad alcanzó cierto grado de normalización en el comportamiento, aunque del tipo tradicional, basado más en la internalización de valores que en la legitimación pública de la elección racional en seguir o no una norma. Esa normalización ambigua se desarrolló desde mitad del siglo diecinueve, en las etiquetas y buenas maneras urbanas, bajo gran influencia del inmigrante europeo, pero también debido a una educación que el proceso escolar ampliaba para las clases medias urbanas, y, principalmente, bajo un control represivo sistemático que la policía estableció sobre las poblaciones urbanas pobres. De todos modos, había sido alcanzada cierta normalización aún cuando dependiera de una estructura enérgicamente jerárquica. Una jerarquía muy eficaz de clases y de los derechos donde cada uno sabía cuál era su lugar, como dijeron en su momento: ¡cada mono en su rama! Ese era el país de los años 50, un país jerárquico, tradicional, desigual, pero donde todavía no había una fuerte demanda de igualdad, donde no había una presión para el acceso a los derechos, donde tampoco había mayor sensibilidad frente a la violencia que ya estaba presente, pero que aún no era percibida como un problema. La violencia fue limitada a los periódicos sensacionalistas, sólo leídos por las clases populares. Se decía de ellos, con menosprecio, que si se los exprimía, chorreaban sangre.

Es exactamente a fines de los años cincuenta que se siente un cambio lento, puntual e importante en los patrones de la criminalidad en grandes ciudades como Río de Janeiro, São Paulo, Recife y Belo Horizonte. En Río de Janeiro ese cambio fue nacionalmente más visible. Río era la capital del país, allí estaban los poderes de la República, allí estaban representados todos los estados del país y allí empezaron las transmisiones de la televisión, allí estaban los grandes vehículos de comunicación, por lo que todo lo que ocurría en Río tenía una repercusión nacional enorme. Es en ese período que empiezan a aparecer, de manera frecuente, ladrones a mano armada, aumentanlas noticias sobre las agresiones y robos a taxistas, estaciones de gasolina, robos a residencias y a bancos. Al mismo tiempo, la prensa comparaba a la ciudad con la Chicago de los años veinte, haciendo referencia a la existencia del crimen organizado en el popular «jogo do bicho» y en el contrabando.

Es en ese contexto que el jefe de la policía determina crear oficialmente el «Grupo de Diligencias Especiales», comandado por un policía conocido por el apodo: LeCocq, que había sido miembro de la terrible policía especial de la dictadura Vargas. Su grupo, reclutado por el antiguo «Escuadrón Motorizado» de la Gestapo de Vargas, usaba la sigla E.M. en sus motos y el dibujo del cráneo con dos tibias atadas como símbolo. Cuando sus acciones (llamadas «cazadas» por la prensa) estaban acompañadas de la muerte de los sospechosos de crimen a quienes ellos «cazaron», el pueblo y la prensa popular empezaron a llamarlos de «Escuadrón de la muerte» debido a la sigla E.M.

En el mismo período, pontificó en la ciudad de Duque de Caxias, en la periferia urbana de Río, un político local que ganaría fama nacional por mostrar una ametralladora en sus ropas negras y jactarse de ser un justiciero contra los ladrones de todos los tipos. Ese personaje, Tenorio Cavalcanti, llegó a ser candidato a Gobernador en 1960 y Diputado Federal muy votado en los años siguientes, y es hasta hoy, una figura casi legendaria en su área. El carisma positivo de una violencia que fue neutralizada bajo el carácter de un «justiciero» fue la manera de denunciar la insatisfacción con la modernidad judicial, lenta y cercada de garantías, en el beneficio del regreso eterno a la venganza, aún siendo una venganza impersonal y universalizada como si fuera justa.

Con la muerte de LeCocq, en 1964, en un tiroteo con un atacante del juego de azar conocido como Jogo do Bicho, su grupo y sus sucesores crearon otro en honor a él llamado «Scuderie LeCocq», sin ocultar a nadie que el objetivo era matar «bandidos»: «El ladrón bueno es el ladrón muerto», dijo uno de sus miembros frente a la prensa, quién muchos años después seguiría una carrera política en Río usando esa expresión en su campaña electoral. Luego empezaron a ser encontrados cadáveres en puestos solitarios de la ciudad, con algunos tiros y donde había un afiche con frases como «Un ladrón menos en la ciudad. Firma: E.M.». Esta expresión pasó a ser utilizada repetidamente por otros grupos de asesinos, lo que empezó a salir en la prensa con los nombres «Rosa Roja», «Mano Blanca», etcétera. Siguiendo la misma tendencia, al final de los sesenta, ya en medio de los ejércitos de la dictadura, otros grupos que aparecieron en la periferia de Río, en ciudades como Nova Iguaçu, fueron creados por comerciantes locales con el apoyo de ex-policías, con el propósito abierto de «cazar» a los ladrones locales para eliminarlos. En el mismo período, reforzado por la impunidad del régimen militar, policías y funcionarios de las fuerzas armadas practicaban torturas y asesinaban a adversarios políticos del régimen en las celdas clandestinas de dependencias de la policía militar y de los barracones de la marina, del Ejército y de Aeronáutica. Aunque sin tener acceso a estos hechos -puesto que la prensa se encontraba bajo la censura previa al régimen- la población, en general, sabía lo qué estaba ocurriendo. Las técnicas de tortura, tan usadas tradicionalmente con los presos comunes, hijos de las capas populares, sin que nadie si interesara en oponerse, empezaron a ser aplicadas a los jóvenes estudiantes de clase media y de las elites políticas e intelectuales, causando la conmoción entre las familias y reforzando el partido de oposición parlamentario, que ganaría las elecciones de 1974 y 1978, anunciando el final de la dictadura.

Al comienzo del proceso de re-democratización del país, en 1979, el volumen de los crímenes violentos, que se estaba incrementando desde el principio de la década, empezó a ganar una visibilidad inédita en la ciudad y en el país. Revistas de amplia circulación nacional, imprimieron los temas con los títulos en sus portadas tales como «Las ciudades están asustadas». El «Jornal do Brasil», tan tradicionalmente tímido en su sección de noticias criminales, abría los titulares en primera página con frases como: «La criminalidad crece en todo el país.» En 1974, me convocaban para tratar sobre el problema en la prensa, y la paradoja evidente ya se anunciaba: exactamente cuando el país salió de una noche larga bajo un régimen autoritario y cruel, cuando las instituciones democráticas comenzaron a reconstituirse, la violencia urbana llegó a niveles nunca antes vistos en ciudades como Río de Janeiro y São Paulo. ¿Habrá alguna correlación entre la democracia y la violencia en Brasil?, se preguntó la socióloga Angelina Peralva en su libro sobre el tema, publicado en Francia. ¿Sería ésta otra grande paradoja brasileña?

Lo que he llamando «acumulación social de la violencia» hace referencia a un proceso social que ya dura más de medio siglo aproximadamente. Puede ser delimitado históricamente, hasta ahora, entre los años 50 y la actualidad. Ese proceso se da en la ciudad de Río de Janeiro y en su área de influencia inmediata, el área metropolitana de Río, pero puede, como ocurrió, llegar a otras ciudades brasileñas, adquiriendo potencialmente alcance nacional.

Presentaré aquí en líneas generales los resultados obtenidos en mis investigaciones sobre este proceso en Río de Janeiro, que sirvieron de modelo para mi análisis. Pero antes es necesario definir los conceptos que estoy usando para que se comprenda mejor su significado.

Lo que denomino «la acumulación social» designa un complejo de factores, un síndrome que involucra circularidad causal acumulativa (Myrdal, 1961). Aislar esos factores no es una tarea fácil, porque son enrollados acumulativamente y cualquier intento de separarlos analíticamente puede conducir a resultados superficiales o tautológicos. Para trabajar con esa dificultad, propuse conceptos que toman contribuciones teóricas diferentes, mezclándolos con el material empírico encontrado. De este modo, por ejemplo, como es muy común en Brasil que la ley no sea seguida en ciertos y variados casos, y como sus contextos producen patrones que normalizan prácticas extra-legales a modo de prácticas relativamente legítimas, no tiene sentido contener la construcción social del crimen sólo en el proceso de criminalización, aceptando sus términos codificados por el derecho penal. Es necesario ir más allá y reconocer las formas concretas en que las prácticas y las representaciones sociales combinan, en cada caso, procesos de acusación y de justificación, criminación y des-criminación, incriminación y discriminación que, fuera o dentro del Estado, permanecen relativamente autónomos frente a la ley codificada y en permanente tensión con ella.

En ese juicio, siguiendo a conocidos sociólogos (Lemmert, Becker, Cicourel, Goffman, Turk, etcétera), pero observando el caso brasileño, propuse algunos operadores analíticos que especifican los procesos sociales que materializan la criminalización, esto es, la construcción social del delito, aplicándolos a algunos segmentos y dimensiones de ese proceso en el Brasil contemporáneo. Para ello, propongo que se comprenda la construcción social del delito en cuatro niveles analíticos interconectados: 1) la criminalización de un curso de acción típico-ideal definido como «delito» (a través de la reacción moral a la generalidad que define tal curso de acción y lo coloca en los códigos, institucionalizando su sanción); 2) la criminación de un hecho, a través de las sucesivas interpretaciones que encajan un curso de acción local y singular en la clasificación criminalizadora; 3) laincriminación del supuesto sujeto-autor del hecho, en virtud de testimonios o evidencias intersubjetivamente compartidas; 4) la sujeción criminal, a través de la cual son seleccionados preventivamente los supuestos sujetos que compondrán un tipo social cuyo carácter es socialmente considerado como «propenso a cometer un delito». Atravesando todos estos niveles, la construcción social del delito comienza y termina con base en algún tipo de acusación social.

Cuando el proceso de incriminación se anticipa al proceso de criminación (e incluso al proceso de criminalización) de forma regular y extra- legal, es decir cuando la incriminación se da de manera preventiva sin que ningún evento haya sido «criminado», es decir, interpretado como crimen, tenemos entonces una de las principales dimensiones empíricas de la «sujeción criminal». Este pasaje, que Foucault interpretó como el paso de la ley a la norma (Foucault, 1975), crea la posibilidad de que un sujeto sea asociado con el «Crimen en general», y que lo personifique.

En Brasil la incidencia extra-legal de ese proceso es generalizada. No es una excepción, y sí una regla. Para distinguir ese proceso social de un proceso de incriminación moderno, racional-legal, le doy el nombre de «sujeción criminal». En primer lugar, es buscado el sujeto de un crimen que todavía no ocurrió. Si el crimen ya hubiera ocurrido y si la persona ya hubiera sido incriminada antes por otro crimen, se torna un «sujeto propenso al crimen», un sospechoso potencial. Si sus características sociales pueden proyectarse a otros sujetos como él, se crea un «tipo social» estigmatizado. Pero la sujeción criminal es algo más que el estigma, porque él no hace referencia sólo a las etiquetas, a la identificación social desacreditada, a la constitución de roles y de carreras para el criminal (como en la «criminalización secundaria» de la que habla Lemert). Logra la coalición plena del evento con su autor, aunque ese evento sólo sea potencial y no se haya consumado efectivamente. Un proceso de subjetivación sigue su curso en lo que se refiere a la internalización del crimen en el sujeto que lo soporta. No es al azar que, en Brasil, lo que es llamado «resocialización» de sujetos criminales es predominantemente resultado de conversión religiosa. Es necesario «exorcizar» el crimen del sujeto para liberarlo de tal sujeción.

En Brasil es común que se refieran al sujeto con el número del artículo del Código que transgredió: «171» (estafador), «121» (asesino), «157» (asaltante), «213» (estuprador), «12» (traficante), etc. La existencia de antecedentes criminales en un sujeto bajo juzgamiento casi siempre lo lleva a la prisión provisoria (que es diferenciada por privilegios, como el instituto de la «prisión especial») y puede ser decisiva para su condena, constituyéndose de forma abusiva en «prueba» fundamental. Del mismo modo, un sujeto en prisión provisoria o preventiva tiene diez veces más posibilidades de ser denunciado, que de tener su caso archivado, y tres veces más de ser condenado que de ser absuelto (Vargas, 2004). También son comunes las diferentes formas de «anticipación de la pena», a través de la prisión provisoria, que se puede prolongar hasta la sentencia -lo que puede, en casos de delitos flagrantes, llevar años.7

Todo este proceso implica la existencia de un intérprete virtual, un acusador íntimo, que rotando ocupará diferentes posiciones, pero que siempre creerá que él mismo no cederá a la sujeción. El fundamento de la existencia de este último acusador es la naturalización de la desigualdad social en tales proporciones que parte de la sociedad podrá defender la tortura y la eliminación física (judicial o extra-judicial) de los sujetos criminales, simplemente porque está segura (imaginariamente) de que esta regla jamás será aplicada a ella. Esta seguridad ontológica, que le permite afirmarse como «persona de bien» o «fuera de sospecha», es la contraparte necesaria de la sujeción criminal. En Río de Janeiro, una encuesta reciente -de amplia divulgación en la prensa- constató que aproximadamente un tercio de la población defiende el uso de la tortura para arrancarles confesiones a los sujetos criminales. Naturalmente, la tortura deberá ser aplicada a ese Otro, que es el sujeto criminal, y no a cualquier persona incriminada, mucho menos a mí que no me veo como un posible incriminado. Del mismo modo, defiendo la «ley seca» que criminaliza, por la conducción de vehículos, al chofer que consumió alcohol, pero defiendo eso «para los otros», no para mí.

Esta desigualdad substantiva que recorre todo el sistema de creencias respecto de la incriminación en Brasil y que caracteriza gran parte de la «sensibilidad jurídica» en todas las clases sociales, está articulada, por un lado, cada vez más, al sentimiento de inseguridad, que se amplía, y por otro, a una concepción de incriminación basada en la sujeción criminal. Estos son algunos aspectos, presentados todavía de forma abstracta, de la acumulación social de la violencia a la que me referí al principio.

No es por otra razón que, desde mi punto de vista, la incorporación del uso indiscriminado de la violencia contra sospechosos provenientes de los sectores populares haya reforzado, dentro del aparato policial, la seguridad de la impunidad, especialmente cuando esta violencia se ejercía como parte del dispositivo de la corrupción. Pero, así como esta violencia adquiría legitimidad en sectores considerables de las policías y de la sociedad, también la corrupción dejaba de ser representada como un desvío para obtener la reputación de un intercambio recíproco, bajo la égida del «jeitinho» brasileño.8 Neutralizada la culpa, el intercambio pasó a desarrollarse abiertamente en diferentes contextos, siempre con la misma justificación que llevaba a los empresarios y profesionales liberales a evadir los impuestos: «no darle dinero a los políticos y gobiernos corruptos». Se dejaba de pagar la multa, prefiriéndose pagar los sobornos (coimas) en los casos relacionados a una infracción de tránsito, una infracción administrativa o una infracción penal. Estos intercambios se ampliaron de tal forma que, en los mercados ilegales, pasaron a ser impuestos por los agentes del Estado, como fiscales y policías, a los infractores, a modo de extorsión, pero con cierto grado de adhesión al «sentido positivo» de este tipo de intercambio por parte de los infractores. Se constituyó así un segundo mercado ilegal-parásito del primero, y que pasó a ofrecer «mercancías políticas» a los traficantes de drogas, armas y otras mercancías ilegales. De esta manera, en los mercados ilegales donde se realizan transacciones de drogas al por menor en las «favelas», esta práctica, conocida como «arrego«, es la garantía de que no habrá invasión ni violencia policial en el área.

El alcance de estas prácticas en Brasil, en varios niveles institucionales, me llevó a desarrollar el concepto de «mercancía política», que propone dar cuenta de una forma de intercambio que involucra costos y negociación estratégica (política, pero no necesariamente estatal) y no sólo dimensiones económicas strictu sensu en la conformación del valor de cambio de este tipo de mercancía. Es una modalidad de intercambio que, en el caso límite inferior se confunde con el clientelismo, en los casos intermedios convienen a la oferta de protección en los mercados ilegales y que, en el límite superior, se confunde con la extorsión.

 

Conclusión

Al finalizar este ensayo me gustaría agregar que no me referí a la criminalidad en general, sino a los crímenes violentos. Aunque la acumulación social de la violencia en Río de Janeiro ganó tal alcance que hurtos, tráfico y crímenes no intencionales (como accidentes de tránsito), y aún suicidios, fueron incorporados a la representación de la «violencia urbana». El caso del tráfico de drogas es especialmente relevante, porque le es atribuida la principal responsabilidad por el aumento de la violencia, sea por el supuesto efecto de las drogas en sus consumidores, sea por los crímenes que jóvenes pobres cometen para comprar esas drogas, sea, finalmente, por los conflictos internos a ese mercado. En este caso, siempre pareció extraño que el mercado minorista de drogas, que en Río se desarrolló en las favelas y otras aglomeraciones urbanas de baja renta, incorporase un recurso tan constante a la violencia, sin comparación con otras ciudades de otros países. Sólo en Brasil, especialmente en Río de Janeiro, se tornó común una extensa territorialización del comercio de drogas. Estos territorios, manejados por traficantes minoristas, están constituidos por los puntos de venta en las colinas (llamados «bocas de fumo»), defendidos por «soldados» armados con fusiles, ametralladoras, granadas y, en algunos casos, con armas anti-aéreas, todo esto en un contexto urbano, con alta densidad demográfica y constantes incursiones policiales. A los conflictos armados con la policía le siguen los conflictos armados con otras cuadrillas, que intentan invadir y tomar el territorio del otro.

En los últimos treinta años, una verdadera carrera armamentista llevó a una concentración de armamentos de guerra en estas colinas y favelas que hasta hoy desafía a la policía y a las fuerzas armadas. Pero no hay ningún objetivo político o colectivo que defender en estos territorios, el interés es sólo económico y militar. Un bien «guerrero» se incorporó a estas redes de pequeños traficantes, que se enfrentan entre sí y enfrentan a la policía, definiéndose por facciones sostenidas por su función como agencias de protección dentro del sistema penitenciario. En general son jóvenes con una edad media de entre 15 y 19 años, y raramente se entregan a la policía: prefieren correr riesgo de muerte en un enfrentamiento armado a rendirse e ir a la cárcel. No encuentro mejor explicación para esto que no sea el efecto perverso de la sujeción criminal, que creó la desconfianza generalizada, entre traficantes y ladrones -la clientela principal de las prisiones brasileñas- de que «el buen bandido es el bandido muerto».

La acumulación social de la violencia continúa en Río de Janeiro, con la migración de parte de los jóvenes traficantes hacia el asalto a pedestres, ómnibuses y automóviles, y con la aparición de una nueva modalidad de «escuadrones de la muerte», grupos de policías militares que imponen la oferta y protección en favelas y conjuntos habitacionales pobres, con la promesa de matar a los delincuentes locales, a cambio del pago regular de una mensualidad. Los habitantes que se rehúsan a la extorsión son víctimas de invasión y depredación de sus domicilios, cuando no son amenazados de venganza. Y estos grupos, conocidos a través de la prensa como «milicias», pretenden reemplazar a los traficantes, asumiendo inclusive parte del comercio ilegal que estos practicaban.

Sólo en los últimos cinco años, la policía de Río de Janeiro reconoció oficialmente que mató a 4000 civiles en conflictos armados en colinas y «favelas», aunque contribuyó con estas víctimas fatales -como justificación- la categoría de «bandidos» y «traficantes». Como son traficantes y reaccionaron a los tiros de la policía, pueden ser matados legalmente, aunque algunos presenten rasgos de ejecución a quema ropa.

Articular la sujeción criminal a los mercados ilegales en las áreas de pobreza urbana, a las mercancías políticas y a la violenta represión policial, para comprender la acumulación social de la violencia en Río de Janeiro, ha sido el sentido de mis investigaciones durante todos estos años. Comprender por qué la justicia de Río de Janeiro no llega a elucidar el 90% de los homicidios perpetrados en la ciudad y en el Estado, cada año, es lo que vamos a investigar ahora. Sospecho que eso también se vincula a la sujeción criminal, en la medida en que gran parte de las víctimas de estos homicidios tienen el mismo perfil de los delincuentes potenciales y elucidar su muerte, cuando su vida ya era indiferente para todos, no le importa ni a la policía ni a la sociedad como un todo. «Uno menos», como dicen muchos en Brasil, con frialdad y satisfacción, cuando matan a un ladrón. Muchos tampoco evalúan que al hacerlo, participan activamente de su asesinato y de la indiferencia en elucidarlo, como en elHomo Sacer de que nos habla Agamben. Participan también activamente de la posibilidad de que, en un asalto, el asaltante no quiera sólo sus joyas y su dinero, sino que quiera también, por venganza o indiferencia, llevar sus vidas. Eso ya alcanza.

 

Notas al pie

1 Comprendo la sujeción criminal como el proceso social a través del cual son seleccionados preventivamente los supuestos sujetos que compondrán un tipo social cuyo carácter es socialmente considerado como «propenso a cometer un delito». Véase (Misse, 2008; 2009).

2 Denomino «mercancías políticas» al conjunto de diferentes bienes o servicios compuestos por recursos políticos (no necesariamente bienes o servicios públicos o de base estatal) que pueden ser constituidos como objeto privado de apropiación para intercambio (libre o forzada, legal o ilegal, criminal o no) por otras mercancías, utilidades o dinero. Lo que tradicionalmente se llama corrupción es uno de los tipos más principales de «mercancía política». El «clientelismo» es por su parte una forma de poder basada en el intercambio de diferentes mercancías (políticas o económicas) generalmente legal o tolerada pero moralmente condenada por su carácter jerárquico y su estructura asimétrica. En Brasil, las fronteras entre clientelismo y corrupción por ser moralmente tenues tienden a reforzar y ampliar el mercado informal ilegal y criminal. Véase (Misse, 2009).

3 Localizado en el centro de Río de Janeiro, se trata de una región surgida a inicios del siglo XX, utilizada por mucho tiempo para abrigar casas de prostitución. Actualmente, tal actividad fue desplazada hacia otra área de la ciudad y allí se localiza la Municipalidad de la ciudad.

4 Expresión coloquial para referirse a puntos de venta de drogas.

5 «Morros» es la palabra portuguesa que se refiere a los montículos característicos de la ciudad de Río de Janeiro. Por razones históricas, en ellos se concentran la mayoría de favelas del centro de la ciudad.

6 Existe hoy una gran controversia política que envuelve la legalización de este tipo de casa de juegos. Recientemente el Gobierno los declaró ilegales pero el Congreso tiende a re-legalizarlos.

7 Barreto (2007) demuestra que, entre 2000 y 2004, en las ciudades de Recife y Belem, reos absueltos por hurto estuvieron presos provisoriamente (antes de la sentencia) por casi un año. La autora se refiere también a la aplicación en masa de la prisión provisoria cuando los sospechosos provienen de camadas populares.

8 El término «jeitinho» agrupa diferentes modos de alcanzar objetivos. Es una manera de resolver, arreglar, conseguir algo. Puede implicar caminos no siempre legales, con base a estrategias para accionar personas claves, influyentes, en los ámbitos institucionales.

fuente: http://www.scielo1.unal.edu.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1794-58872010000200002&lng=en&nrm=iso&tlng=en