A pocos días de asumir Alejandro Granados como flamante ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, el jefe de Policía, comisario mayor Hugo Matzkin, habría recibido una sugestiva llamada telefónica del “resucitado” comisario general Juan Carlos Paggi, quien –en tono de amable chanza– le habría dicho “ahora te voy a hacer comisario de cuatro estrellas (N. d. R.: el grado máximo que detenta Matzkin implica una insignia de tres estrellas) pese a que hace varios meses que no me visitás”. Según los medios político-policiales en los que circula esta versión, Matzkin se habría desecho en disculpas argumentando razones de fuerza mayor. Lo que nadie aventura en voz alta es el significado de esa amable recriminación: se trataría de una queja por un imperdonable abandono social después de la renuncia de Paggi en 2011 a la titularidad de la Bonaerense, o –conjeturan los mal pensados– una críptica pero precisa referencia al incumplimiento de ciertos compromisos pactados en tiempos en que ambos compartían la cúpula de la Bonaerense. Lo cierto es que el hasta ahora asesor en seguridad del Banco Provincia de Buenos Aires protagoniza un retorno de bajo perfil público aconsejando en las sombras al ministro recién nombrado y logrando que en dos puestos claves de la nueva estructura de mandos de la seguridad provincial se nombre a dos funcionarios de su extrema confianza: su esposa, la comisaria mayor Graciela Cerviño, en la Secretaría General, y su otrora mano derecha, comisario mayor Osvaldo Zanotti, en la Subsecretaría Legal y Técnica. Por su parte, recordemos, el comisario Matzkin fue confirmado como jefe de la Bonaerense por el ministro Granados.
No es ocioso mencionar que el comisario Paggi conoce al ministro de su paso por Ezeiza como jefe departamental y su excelente relación desde entonces pesó indudablemente, más que su abrupta salida de la fuerza en 2011, manchado por el desprestigio que el desastroso manejo del caso Candela esparció sobre la conducción política y policial de la seguridad provincial. La repercusión institucional de ese hecho motivó en el año 2012 una investigación especial por una comisión ad-hoc del Senado bonaerense en que en una de sus demoledoras recomendaciones aconsejaba “la exoneración del entonces jefe de Policía Juan Carlos Paggi y la inmediata separación y exoneración del comisario general Hugo Matzkin”. El comisario Paggi, un licenciado en Ciencias Políticas con sólida formación académica y decenas de cursos de perfeccionamiento en el país y en el exterior, supo tejer muy buenas relaciones también con el Poder Judicial, es conocida su estrecha amistad con la procuradora general de la provincia, María del Carmen Falbo, y sus aceitados vínculos con jueces de garantía, fiscales y abogados mediáticos que forman parte de su “agenda” de trabajo. En la jerga de la Bonaerense, “agendar” implica una relación de favores mutuos que posibilita facilitar medidas y acciones judiciales y policiales tendientes a beneficiar el currículum y/o el patrimonio de los intervinientes. En Ezeiza, este esquema de mutuos favores entre las estructuras policiales, las judiciales y las políticas fue aplicado concienzudamente y –como lo describiera Horacio Verbitsky en su columna del 8/9/13 en Página 12– una investigación realizada bajo el mandato de Juan Pablo Cafiero como titular de la seguridad provincial demostró que en el municipio funcionaba un verdadero escuadrón de la muerte policial financiado por comerciantes locales y amparado por el poder político de la tercera sección electoral de la provincia. Para muestra basta un botón: el comisario Dombrosqui, denunciado judicialmente por torturas y malos tratos a detenidos, fue designado secretario de Seguridad del municipio, al frente de las temidas patrullas urbanas encargadas de velar por la “seguridad” de la población.
No es posible entender el funcionamiento real de la estructura policial y su relación con la política y la Justicia sin remontarse al pasado y recordar el proceso de militarización extrema, organización centralizada y formación ideológica que la Bonaerense sufrió durante la dictadura para adecuarse a las necesidades de la represión. Ninguna policía provincial, ni la cordobesa, ni la tucumana, ni la mendocina se comprometieron tan profundamente y pusieron el conjunto de sus recursos humanos y materiales al servicio del plan terrorista implementado desde 1976 como lo hizo la Bonaerense. El “pago” por los servicios prestados fue la plena libertad para organizar en provecho propio toda clase de ilegalismos y articulaciones con el delito provincial. Esta combinación de poder represivo más capacidad de autofinanciación vía el control y la administración del delito le dio un formidable poder que sus mandos supieron resguardar aun en democracia, y posibilitó la perduración de una verdadera “confederación de intereses” materiales vinculados al submundo del crimen organizado. En la provincia de Buenos Aires, este esquema halló tierra fértil en un Poder Judicial atravesado por los prejuicios de clase y una ideología reaccionaria que acerca las posiciones de no pocos jueces y fiscales sobre el delito, el castigo y los delincuentes a las de los cultores policiales de la “mano dura” y el “gatillo fácil”. Esta convergencia genera vínculos signados por intereses “profesionales” muy específicos: el policial en la regulación del delito y el judicial en la demostración de su capacidad de administración de justicia como medio de control social. No es difícil imaginar que el mundo de la política en la vasta geografía provincial no puede permanecer ajeno a esta realidad, y convivir con ella significa muchas veces pactar con sus actores, acomodarse a su dinámica y apoyarse en ella para ganar o consolidar influencia territorial.
La realidad hoy es que quedaron atrás los intentos de “limpieza institucional” y limitación del autogobierno policial de Juan Pablo Cafiero, que logró en su momento remarcables avances en el combate a la corrupción y la erradicación del crimen organizado: más de 100 policías investigados por corrupción y enriquecimiento ilícito, miles de desarmaderos clandestinos de autos desactivados con la consecuente baja en los delitos conexos (robo automotor, homicidios), centenares de policías exonerados por su conexión con actividades criminales, jerarquización del Departamento de Asuntos Internos, agilización administrativa y operativa.
Atrás quedó también la reforma de Arslanian, con la Ley 12.155 que creó el ministerio de Seguridad y le quitó orgánicamente el mando de la Bonaerense a los uniformados para depositarlo en el sector civil a través de una Coordinación General. Atrás quedó la continuidad del combate contra la corrupción, los miles de cesantes por mala conducta, denuncias judiciales o irregularidades administrativas.
En su primera reunión con el Consejo Provincial de Seguridad Pública (inactivo desde 2010) conformado por el Ejecutivo provincial, los funcionarios de seguridad, el jefe policial, el penitenciario provincial y los titulares de bloques parlamentarios, el ministro Granados mostró parte de sus barajas: aumento drástico de los efectivos policiales (se llegó a hablar de 100.000 efectivos hacia 2015), dignificación de la fuerza (aumento de salarios y pertrechos), optimización de recursos y municipalización policial con los intendentes jugando el rol de “jefes” policiales locales. En realidad, ya existen en la Legislatura provincial por lo menos dos proyectos sobre el tema: uno presentado por el diputado por Nuevo Encuentro Marcelo Saín y el otro por el Ejecutivo Provincial. Ambos, muy similares en su contenido, difieren sobre la asignación presupuestaria y por consiguiente en el grado real de manejo que cada municipio tendría de la fuerza a su cargo. El proyecto de Saín (que, se dice, contaría con el beneplácito de Granados) prevé un traspaso total de las fuerzas policiales a los municipios, con partida presupuestaría incluida. El del sciolismo apuntaría a una descentralización operativa a cargo de las intendencias que dejaría en cabeza de una jefatura similar a la actual, la gestión administrativa y presupuestaria. Hay que destacar que más allá de la opinable referencia al aumento sideral en el número de efectivos y a las esperables promesas de mejoramiento de pertrechos, móviles y equipos de comunicación, el proyecto de municipalización es un punto a considerar seriamente como una puerta que puede abrirse en el camino de recuperar para la sociedad civil la conducción efectiva de las fuerzas policiales y su depuración, control y transformación democrática. Es claro que no es una panacea y que sin transparencia de gestión, sin evaluación de desempeño, sin formación profesional y control permanente, la policía municipalizada puede replicar más tarde o más temprano los vicios de las actuales estructuras. La presencia de algunos nombres y algunas trayectorias en la conducción actual aconsejan ser muy prudentes en la consideración de los proyectos a futuro. Es de esperar que no se verifique lo que el periodista Ricardo Ragendorfer expresó con su habitual mordacidad hace algunos años en un programa de televisión sobre el “problema” policial: “Habría que cesantear a todos e importar 45.000 ciudadanos suecos en su lugar, aunque probablemente a los pocos meses los ciudadanos suecos estarían igualmente corrompidos”.

 

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