El caso del jugador de Banfield pone en foco el uso de armas por parte de policías fuera de servicio.

Corrían los primeros minutos del 6 de mayo. El futbolista Lautaro Bugatto, de 20 años, había salido de su casa, a media cuadra del cruce de la avenida Monteverde y Pedro Goyena, de Burzaco. De pronto, notó un súbito ardor en la espalda. Sus amigos creyeron que bromeaba. En ese instante, fue audible una andanada de estampidos.
Segundos antes, un hombre que circulaba con su esposa en un Renault 12 vio dos sombras a sólo metros de de él. Interceptaban un ciclomotor, al parecer, con fines de robo. Sobre el rodado iban su hija y una hermana. La reacción del tipo fue instintiva. Y su mala puntería, proverbial. Entre una cosa y otra, el suboficial de la Bonaerense Damián Benítez, de 32 años, gatilló siete veces su Glock reglamentaria.
Con un plomo en las costillas, a la altura del pulmón, Bugatto fue cargado en un auto que enfiló hacia la Clínica Burzaco. Llegaría allí sin vida.
Un prestigioso matutino podría haber titulado: “Los protocolos causaron una nueva muerte”. Es que el caso puso el descubierto ciertos inconvenientes en la cláusula de la ley orgánica de las fuerzas de seguridad que establece para sus efectivos la obligación de ir armados, más allá de que estén de servicio o no. En fin, una fuente inagotable de tragedias.

Gajes del oficio. “Una tragedia”. Con tales palabras, en el atardecer del domingo, los noteros televisivos resumían lo sucedido. Una gran conmoción había causado el fallecimiento del pibe Bugatto, una promesa del fútbol argentino. Jugaba desde los 14 años en Banfield y, ahora –en préstamo– era lateral izquierdo de Tristán Suárez, que milita en la B Metropolitana. Días antes, al cruzarlo en la tesorería del club, el presidente de Banfield, Carlos Portelli, le anunció que en junio iría de titular al equipo de primera. “Era la alternativa para reemplazar a Nicolás Tagliafico, que fue vendido a Europa”, reveló un cronista de Fox Sports. Las señales de noticias, a su vez, daban cuenta de otros detalles de su corta existencia: Lautaro, pese a ser el menor de sus hermanos, era el sostén de la madre, enviudada el año pasado. También se hablaba de “presunto tiroteo” y “muerte confusa”.
Poco, en cambio, se decía sobre el victimario.
El agente Benítez, con un lustro en la Fuerza, era agente en una comisaría de Almirante Brown. Padre de un varón y dos niñas (la más chica, de 11 años, fue la que participó en el incidente), vive con su familia no lejos del lugar del hecho. Policía ejemplar, su legajo –según se deslizó desde el Ministerio de Justicia y Seguridad provincial– no tenía máculas. Ni siquiera un apercibimiento por alguna falta leve. Ello desconcertaba aún más a sus camaradas y superiores. Como si el acto de matar, en un estado extremo de adrenalina, miedo y deber, fuese únicamente patrimonio de los policías ímprobos.
El ministro Ricardo Casal no se explica la tragedia. “Benítez –dijo– había recibido en marzo el reentrenamiento obligatorio en el que se trabaja cómo usar las armas.”
En realidad, hacía un año y medio que Benítez no disparaba su arma. “No fue a las prácticas, por falta de municiones”, señaló en su indagatoria. Ello tampoco explica la tragedia. Una tragedia que, sólo vista desde el punto de vista balístico, sólo había sido fruto de una confusión. De una lamentable fatalidad. Tal tesitura tuvo un alcance más corto que las balas de Benítez.
Bastó que la ministra de Seguridad de la Nación, Nilda Garré, diera en el blanco: “Estar armados las 24 horas del día, los 365 días del año, genera un nivel de tensión que nadie puede soportar”.
Esa declaración hizo que el gobernador Daniel Scioli sintetizara su postura sobre el incidente con sólo seis palabras: “No es inseguridad; es un asesinato”.
Ello envalentonó a Casal: “Nada habilita a disparar siete tiros con su arma”, diría. No le costó demasiado pronunciar semejante parecer. Al fin y al cabo –aunque con variaciones en el número de proyectiles–, la misma frase sale una o dos veces por semana de sus labios.
No obstante, la agencia policial a su cargo no es la única en alimentar morgues con aquella modalidad.
Sin ir más lejos, la Metropolitana, a pesar de ser la fuerza de seguridad más nóvel del país, ya cuenta en su historial con una rica experiencia al respecto.
En tal sentido, por ejemplo, el mes de septiembre del año pasado ha sido extraordinariamente fructífero para la Mazorca de Macri, ya que sus efectivos ocasionaron por lo menos dos muertes fuera del horario de trabajo.
La primera de ellas sucedió el 8 de septiembre, cuando dos adolescentes intentaron cometer un asalto a bordo de un colectivo en Avellaneda. Allí viajaba el oficial Víctor Barrios, que asesinó a Rodrigo Alfredo Romero, de 16 años, y a Jesuán Ariel Marchioni, de 23. De acuerdo con los testigos, el policía “se habría comportado de forma temeraria y con una evidente falta de control en el uso de la fuerza letal”. De acuerdo con los datos brindados por quienes presenciaron el desarrollo de los acontecimientos, luego de haberlos herido y cuando los chicos ya agonizaban en el piso del colectivo, Barrios disparó nuevamente contra Romero.
El 12 de septiembre otro efectivo de la Metropolitana, que también se encontraba fuera de servicio, asesinó a Bruno Pappa, de 26 años, en el barrio porteño de Chacarita. Pappa estaba borracho y le había robado la mochila a otro oficial de la policía. Su compañero logró reducirlo y, una vez en el piso, le disparó en la cara, a 50 centímetros del rostro.
Desde una mirada global, en los últimos diez años murieron 953 personas en “circunstancias confusas”, propiciadas por uniformados fuera de su horario de servicio o por personal retirado, algunos, reconvertidos en vigiladores o custodios privados. Los hay de todas las fuerzas. Y muchos, incluso, mueren, en medio de dicha situación. Tanto ese triste final, como el hecho de que muchas veces la víctima es nada menos que un delincuente, hacen que la buena conciencia del espíritu público teja un manto de tolerancia en torno a los crímenes cometidos durante ese ominoso happy hour.

Gajes del estado. El llamado “estado policial” supone que todo policía lo es aun cuando duerma. Ello se desprende del deber que tienen los uniformados de intervenir, en caso de presenciar un delito, pese a estar de vacaciones. Ello es lo que indica el reglamento. Los policías suelen cumplirlo a rajatabla, aunque por otras razones. O, mejor dicho, en cumplimiento de otra ley, la ley de la calle: si un asaltante descubre que su damnificado porta una reglamentaria, es asesinado sin contemplaciones. En consecuencia, más que por una obligación reglamentara, los uniformados resisten para salvar su pellejo. Pero a través de una ecuación poco favorable: tener que efectuar no menos de cuatro movimientos –llevar la mano a la cintura, desenfundar, hacer puntería y disparar–, ante alguien que únicamente debe mover un dedo para conjurar la situación. No obstante, la costumbre policial de matar o morir en los momentos de franco está a la orden del día.
Según un informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels): “El uso de la fuerza letal por parte de policías de franco es un aspecto problemático de la violencia policial, tanto en la Federal como en la Policía de la provincia de Buenos Aires y más recientemente en la Policía Metropolitana”.
El documento describe el asunto de modo lapidario: “Los policías fuera de servicio suelen intervenir espontáneamente, sin poder medir las consecuencias para sí mismos o los demás, sin atender a la proporcionalidad de su acción. Se trata de una combinación de normas y de costumbres que hacen a la relación de los efectivos con la portación del arma, y con el principio de actuar siempre, en cualquier circunstancia, sin atender que pueden estar introduciendo riesgos mayores que aquel que procuran controlar. Estos principios de uso de la fuerza potencian los riesgos para la vida de los propios policías y de particulares cuando los agentes se encuentran fuera de servicio”.
En cifras, de los civiles que mueren en manos policiales, un 44 por ciento de los casos ocurre con la intervención de efectivos que no estaban en servicio al momento de disparar su arma. En el 35 por ciento de los casos, los policías estaban de franco, hechos en los que murieron 471 personas. En un 9 por ciento, los casos de violencia involucraron a policías ya retirados de la institución, la mayor parte de los cuales no se encontraban trabajando como custodios privados. Finalmente, sobre el 6 por ciento restante no hay datos consolidados.
El asunto también tiene consecuencias letales para los propios policías: entre 2002 y 2011, sólo un 24 por ciento de los policías fallecidos en hechos violentos estaba de servicio. El 44 por ciento de ellos se encontraba de franco al momento de su muerte y un 25 por ciento estaba retirado.

 

Fuente: http://sur.infonews.com/notas/la-dialectica-del-ocio-policial