Había una vez un Código Procesal Penal de vanguardia que hizo de Tucumán un modelo para el resto del país. Ese producto de la intervención federal de 1991 era la esperanza de los que bregaban por un sistema de persecución con límites y garantías, que pudiese encender la luz en el oscurantismo histórico de los Tribunales. Pero, a poco de andar, esta herramienta chocó contra una cultura judicial reacia al cambio; la escasez de capacitación y de medios para investigar, y la indiferencia de la política. Para colmo, la conflictividad social se desbocó al amparo de una Justicia penal superada por las circunstancias que esencialmente presenta la misma infraestructura desde hace dos décadas.

Así como tener una Ferrari no significa ser piloto de F1, tener la mejor ley procesal penal no implica disponer de un arma infalible contra la impunidad. Tucumán ha pagado -y sigue pagando- un precio altísimo por esta moraleja cuyas expresiones más dramáticas son los casos “Lebbos”, “Marchese” y “Verón”, y una sensación de corrupción galopante en la esfera de lo público. Hasta los propios jueces y fiscales admiten sin ambages la impotencia de la Justicia para ofrecer una respuesta eficiente y satisfactoria a las víctimas del delito. Nada ni nadie impidió que el proceso penal promisorio de 1991 fuese apresado por la industria de la nulidad; los excesos ligados al secreto de sumario y el control del expediente de papel; el letrado “sacapresos”; la pesquisa contaminada; la opacidad policial; el incumplimiento crónico de los plazos, y un etcétera denso y cansador.

Entonces, no se trata de reformar otra vez el código sino de modificar el sistema que ahoga todo intento de modernización legal. A esta conclusión ha llegado -parte- de la comisión de legisladores, magistrados, funcionarios y abogados creada luego del fracaso de un programa piloto para la investigación penal preparatoria diseñado a instancias de Antonio Estofán y Antonio Gandur, respectivos ex presidente y presidente de la Corte Suprema. El corolario sorprende puesto que este comité nació más como una reacción contra la iniciativa individualista del alto tribunal que por el convencimiento de que la crisis judicial en cuestión requiere de un remedio consensuado.

Los horizontes mezquinos de una comisión que empezó discutiendo si debía o no deliberar con las puertas abiertas (primó la apertura, por fortuna) se han ampliado hasta la postulación de la necesidad de concebir una política de Estado. ¿Será este el comienzo de la era de la madurez institucional? La sola enunciación de un plan a mediano y largo plazo, que no pertenezca a un Gobierno ni a un gobernante ni a un poder, crea expectativas que parecen irrealizables en el Tucumán de la mayoría arrolladora y el personalismo. El problema es que, de tanto practicar la hegemonía, lo que tendría que ser corriente -el pluralismo y la planificación compartida- se ha convertido en una suerte de utopía.

El primer escollo está en la propia comisión, que ha perdido la atención de su secretario, el legislador ultraoficialista Guillermo Gassenbauer, y luce abandonada por el Poder Ejecutivo. Mientras el grupo liderado por el también legislador ultraoficialista Marcelo Caponio avanza en el propósito de una enmienda integral (operativo “seducción” de las autoridades incluido), el Gobierno se distancia del proyecto. El síntoma de ese alejamiento es la decisión de Edmundo Jiménez, el ministro de gioconda sonrisa, de abordar la reforma procesal en reuniones paralelas con magistrados ligados a su cartera. Tales encuentros tienen como telón de fondo la certeza de que no habrá transformación profunda del fuero penal sin afectar intereses políticos reñidos con la autoestima e independencia judiciales. Había una vez un código ejemplar que con el tiempo demostró que no hay cambio posible si persisten los vicios y cotos de siempre. Desde entonces, Tucumán ha tropezado mil veces con la misma fábula.

 

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