Anwar Congo es el asesino número 41. Anwar, protagonista del documental más extraño, original y poderoso de las últimas décadas, es uno de los muchos asesinos que el norteamericano Joshua Oppenheimer filmó en Indonesia desde el año 2003 hasta el 2005 como parte del proceso de investigación que culminó con The Act of Killing [El acto de matar]. El documental muestra a Anwar y a sus colegas asesinos disfrazados y maquillados, dramatizando torturas, asesinatos, tomas de pueblos y golpizas que ellos mismos realizaron en el periodo de represión posterior al golpe de Estado fallido en 1965. En plena Guerra Fría, Indonesia fue de los pocos países asiáticos que Estados Unidos no perdió. Desde entonces y hasta 1998, la dictadura de Suharto gobernó con mano firme, manteniendo a raya la oposición, abriendo el país a la inversión extranjera y, de paso, robando a manos llenas. La familia de Suharto figura entre las más ricas del mundo según Forbes.

“En menos de un año –como se declara al inicio del documental–, con la ayuda directa de gobiernos occidentales, más de un millón de ‘comunistas’ fueron asesinados. El Ejército usó paramilitares y gánsteres para ejecutar los asesinatos. Estos hombres han estado en el poder –y han perseguido a sus opositores– desde entonces”. Del millón de víctimas calculadas, Anwar ejecutó mil. Era y aun es un gánster reconocido de Sumatra del norte, una de las islas más grandes de Indonesia, con una población de 50 millones. En el documental se le ve a Anwar intercambiando anécdotas de los asesinatos con el director del periódico de Medan, capital de Sumatra del Norte. Posa en fotos con el gobernador y luego explica junto a un parlamentario cómo las juventudes paramilitares Pancasila hacen negocios por medio de la extorsión y garantizan la seguridad de la provincia. “Demostramos nuestro potencial cuando exterminamos a los comunistas –afirma el parlamentario ante la cámara de Oppenheimer–, la gente poderosa se dio cuenta de que si no cuidan a los gánsteres, es muy peligroso”. Anwar fue el padre fundador de Pancasila, grupo instrumental en la ejecución del genocidio, aún activo en Indonesia.

The Act of Killing se estrenó en julio de 2012 y desde entonces ha acumulado una larga estela de premios –el último fue el premio BAFTA a mejor documental– y la nominación a los premios Oscar en la misma categoría. A pesar de los premios y los elogios de cineastas como Erroll Morris y Werner Herzog, Oppenheimer permanece humilde. En otra entrevista, afirma: “Los premios también son una señal de que la audiencia está dispuesta a decir: ‘Esto también se trata de mí’. No es un caso de estudio de las profundidades de la depravación de gentes que viven en las antípodas. Es un espejo para que todos los seres humanos entendamos la naturaleza de la impunidad, sobre cómo vivimos con la culpa, sobre cómo recreamos el mundo a través de las historias”. La película se financió en buena parte como un proyecto académico del Consejo de las Artes de Inglaterra. Actualmente, Oppenheimer está trabajando con fondos del mismo consejo en una película sobre el silencio de las víctimas del genocidio.

Sostenemos la entrevista por teléfono desde Nueva York, y aunque su agenda está calculada al minuto por su agente, Oppenheimer se emociona al saber que esta entrevista es para un medio colombiano. Sabe muy bien dónde está Colombia.

Antes de grabar The Act of Killing, Oppenheimer hizo en el año 2001 un documental sobre trabajadores de palma africana en Indonesia. Mientras lo graba, descubre que esos mismos trabajadores son familiares de víctimas del genocidio y objeto de la represión sostenida a lo largo de la dictadura de Suharto contra sindicalistas y trabajadores de derechos humanos. El único motivo por el cual ese primer documental no se hizo en Colombia fue porque era muy peligroso venir a grabar acá. Oppenheimer habla articuladamente, con una voz suave y dulce. Se preocupa por dar respuestas pensadas. Es un idealista y un activista, pero también un artista y un investigador incansable que logró con esta película abrir por primera vez en la historia de Indonesia un capítulo oscuro e incómodo para los dueños del poder. No en vano la mayoría de créditos de la película son anónimos para proteger la identidad de quienes colaboraron. La película está censurada en Indonesia.

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Las cintas de la globalización es su primer trabajo en Indonesia. ¿Puede contar un poco sobre este documental y cuál es la conexión que existe con Colombia?

La primera vez que visité Indonesia fue a raíz de Las cintas de la globalización. La Unión Internacional de Trabajadores Agrícolas y de la Alimentación, que está afincada en Ginebra, me pidió que le ayudara a una comunidad de trabajadores de una plantación a hablar sobre su lucha para crear un sindicato en un contexto de represión y de miedo. Yo debía ayudarles a ellos a mostrar estas condiciones de intimidación. Y de hecho, me pudieron haber enviado a muchos países en los que esto ocurre, pero los dos lugares donde queríamos hacer este trabajo eran Indonesia y Colombia, y en ambos lugares íbamos a visitar trabajadores de palma africana. Al final, me dijeron que por el conflicto armado en Colombia no podría realizar mi trabajo de manera segura. Era el año 2001. Así que me fui a Indonesia.

¿Qué encontró en la plantación de palma?

Los trabajadores vivían en condiciones terribles. Las mujeres fumigaban los cultivos con un químico llamado Paraquat en muy altas concentraciones, sin las protecciones adecuadas. Este químico estaba matando a mujeres de 40 años. Necesitaban un sindicato desesperadamente. Incluso si pasaban una petición a la empresa –y la empresa era una multinacional belga llamada Societé Financiere– la compañía usaba a las juventudes paramilitares Pancasila que aparecen en The Act of Killing para que atacaran y amenazaran a los trabajadores. De hecho, muchos negocios hacen esto en Indonesia. Los trabajadores viven en un clima de intimidación absoluta. Además, se sentían particularmente aterrorizados pues sus padres y abuelos habían sido acusados de ser comunistas y habían sido asesinados por este motivo en los años sesenta. Claramente, los trabajadores temían que esto pudiera volver a pasar.

Durante la grabación de esa película empieza a conocer a los responsables del genocidio de 1965 que luego aparecen en The Act of Killing. ¿Cómo ocurrió este encuentro?

Mi vecino era uno de esos asesinos. Con Las cintas de la globalización ya me había quedado claro que los trabajadores eran sobrevivientes o parientes de las víctimas del genocidio. Al acabar esta cinta me dijeron que hiciéramos una película sobre los motivos por los cuales ellos vivían atemorizados, sobre lo que se sentía vivir al lado de los asesinos de sus familiares, sobre cómo los perpetradores de la masacre usaban su poder para controlar sus vidas. Entonces volví inmediatamente en el año 2003, pero el Ejército descubrió lo que estábamos haciendo. Verás, en Indonesia el Ejército está en todos lados, en cada pueblo, en cada barrio. Eso no es común en ningún país desarrollado, no sé cómo será en Colombia…

Pues hay soldados por todos lados…

Bueno, vale la pena detenerse a pensarlo. Cuando un ejército está por todo el territorio, te dirán que es por motivos de seguridad o para proteger a la población del terrorismo, pero realmente es una herramienta de represión. O al menos tiene ese potencial. En los Estados Unidos hay un think-tank que hace mucho trabajo para la CIA, se llama The Rand Corporation. En los años sesenta, ellos recomendaron al Ejército de Indonesia desplegarse para tomar control territorial. Como un pulpo, extendieron sus brazos en cada villorrio, cada barrio, y recogían información, espiaban a la población, estaban listos para atacar. Y finalmente lo hicieron, en 1965. Por eso fue tan fácil y tan sangriento el genocidio, porque el Ejército sabía exactamente quién era potencialmente de izquierdas.

¿Cómo se acercó a los asesinos?

Mi primer acercamiento fue muy cuidadoso, pues no sabía cómo preguntar sobre lo ocurrido en 1965. Y para mi sorpresa, descubrí que cada uno de ellos era completamente abierto sobre sus crímenes. Alardeaban, me contaban los detalles más escabrosos de los asesinatos, siempre sonriendo, en frente de sus mujeres, sus hijos e incluso nietos. Fue el contraste entre el silencio de las víctimas y los alardeos de los perpetradores lo que me hizo sentir como si hubiera entrado a Alemania cuarenta años después del Holocausto y los nazis siguieran en el poder. Mi experiencia en la plantación de palma africana y mi conocimiento de las consecuencias de las intervenciones de los Estados Unidos en América Latina me hicieron entender que lo que estaba viendo en Indonesia no era una situación completamente extraña ni monstruosa.

¿Cómo logró que los asesinos actuaran sus propios crímenes?

Después de mi primer acerca-miento a un asesino, la comunidad de derechos humanos con la que estaba en Indonesia me dijo que siguiera grabando. Grabé a todos los asesinos que pude encontrar pues estaba haciendo un trabajo que la gente de derechos humanos no podía hacer sin correr peligros. Así que pasé dos años grabando asesinos de la región de plantaciones de Sumatra del Norte. Anwar fue el asesino número 41. Después de conocerlo a él seguí filmando a otros. En total fueron como setenta. Y siempre alardeaban de lo que habían hecho; la mayoría me invitaba a los lugares donde habían hecho las matanzas y me mostraban cómo cometían los asesinatos. Algunos de ellos traían accesorios como armas o machetes; otros se quejaban luego de que los filmara de no haber traído un arma para la escenificación. Algunos invitaban a sus amigos para que hicieran de víctimas; otros tomaban el rol de la víctima.

¿Podría decirse que la actuación es un método de investigación que usará en el futuro o fue simplemente el camino que usó en este documental?

Es un método que quiero usar de nuevo. Creo que es la esencia de las películas documentales. Cada vez que filmas o entrevistas a alguien, esa persona actúa. Y lo que tienen en su mente son guiones prestados, líneas de otros, historias de segunda mano, imágenes de los medios, de la cultura, de la televisión, que les dictan, de forma inconsciente, cómo quieren verse. Y debajo, merodeando oscuramente bajo todas esas imágenes, está el miedo que siente esa persona sobre cómo es y cómo se ve realmente. Cada vez que filmas a alguien para un documental tienes la oportunidad de ver cómo una persona quiere proyectarse y cómo se ve a sí misma. O sea, que la esencia del documental es visibilizar las ficciones que la gente proyecta y quiere que otros vean, así como el miedo a que nos vean como realmente somos, más allá de esas ficciones. La mayoría de documentales tratan de esconder eso, como si estuviéramos filmando a través de una ventana una realidad ya definida. Pero lo cierto es que cuando filmamos, fabricamos esa realidad, intervenimos en esa realidad. Al hacer visibles las historias que fabricamos para aceitar la realidad, podemos entender la realidad y trastornarla.

Hay una gran diferencia entre uno de estos asesinos contando cómo mata a alguien y las recreaciones con disfraces, escenografía y actores en la que representan los asesinatos. ¿Cómo fue esa progresión?

Yo les propuse a ellos el siguiente método. Les dije: ustedes participaron en uno de los genocidios más grandes de la historia. Toda su sociedad se basa en eso, y ha sido transformada por eso. Yo quiero entender qué significa esta matanza para ustedes y para su sociedad y ustedes quieren mostrarme lo que han hecho. Así que adelante, muéstrenme lo que quieran, de la manera que quieran. Filmaré sus recreaciones pero también filmaré cuando hablen de cómo quieren montar la escena, de qué quieren mostrar y qué no y los motivos por los cuales no quieren mostrar algo. En ese sentido, todos sabían que estaban montando escenas para la película llamada The Act of Killing. El método no era un truco para que ellos contaran sus historias, sino una respuesta a la manera como contaban sus historias por medio de la actuación.

Me dice que entrevistó a cerca de setenta asesinos. ¿Por qué se enfocó en Anwar? ¿Qué lo hizo tan especial?

Me concentré en Anwar porque sentí que su dolor estaba cerca de la superficie. La primera vez que lo conocí es cuando me lleva al techo del edificio, me muestra cómo mata con un alambre y luego baila un cha cha chá. Así eran las escenas que tenía con todos los asesinos que había entrevistado, excepto por un detalle. Su baile era la metáfora de la impunidad más grotesca y extraordinaria que hubiera filmado. No obstante, era claro que su alarde provenía del trauma, porque él dice: “Soy un buen bailarín, tomo trago y drogas para olvidar el dolor que llevo conmigo”. El baile era su forma de olvidar el dolor. Entonces empecé a darme cuenta de que todo el alarde que me mostraban los asesinos no era una señal de orgullo sino todo lo contrario; que el alarde y el remordimiento son dos caras de la misma moneda. Es la señal que indica que ellos saben que lo que hicieron está mal, y están tratando de convencerse a ellos mismos de que no obraron mal. Luego tratan de imponer esa misma convicción a la sociedad para mantener su poder y también para evitar que se haga justicia. Para explorar este presentimiento hice con Anwar lo que nunca hice con los otros asesinos: le mostré la escena que grabamos en el techo.

Los momentos en que Anwar mira lo que están grabando son recurrentes. ¿Porqué?

Me preguntaba si viendo la filmación Anwar entendería el significado de su baile y de lo que había hecho, y creo que lo entiende. Se ve muy perturbado, y el espectador cree que Anwar va a decir que es terrible su representación del asesinato. Pero no lo hace, pues no es capaz de admitir que ha obrado mal. Porque si lo acepta, tendría que levantarse todas las mañanas y ver en el espejo a un asesino. En vez, me miente a mí y a él mismo y dice que debe cambiarse de ropa, cambiar su peinado, y empieza a proponer mejoras y refinamientos. Nuevos disfraces, nuevos es-tilos de filmación, nuevos temas que se hacen cada vez más elaborados en la medida que Anwar huye de su dolor. El método se repitió a lo largo del documental: grabábamos una escena, Anwar la veía, respondía a la escena y luego proponía la siguiente. Creo que lo que alimentaba las decisiones estéticas de Anwar era su deseo de reprimir lo que le molestaba de las escenas. Lo que arrebata la puesta en escena, toda la fuente del surrealismo, proviene del subconsciente de Anwar. Quizás no sea tan sorprendente, al mirarlo en retrospectiva, que las escenas ficticias se conviertan en el prisma a través del cual Anwar finalmente entiende y experimenta en su propio cuerpo todo el horror de sus acciones.

¿Puede hablarme del otro protagonista, Herman? ¿Cómo es su relación con Anwar?

Anwar es uno de los padres fundadores de las juventudes paramilitares Pancasila. Herman es su protegido y también su mejor amigo. Herman tenía diez años en 1965, pero no es tan joven tampoco. Quizás sea unos quince años menor que Anwar. Ellos dos son como una pareja de casados, y el rol de Herman es activar el dolor de Anwar. Cuando Anwar empieza a dudar de lo que está haciendo, Herman lo fuerza, con mucha gentileza y amor, a que vuelva a vivir las torturas y los asesinatos. La película es un proceso emocional para Anwar, pero también lo es para Herman, aunque yo no lo percibí mientras filmábamos. Me enteré que después de que la película salió, Herman se enfureció con las juventudes Pancasila y se retiró. Estaba muy molesto por lo que habían hecho sus colegas en los años sesenta, y fue una de las pocas personas que tuvo el coraje de hacer proyecciones abiertas del documental en la ciudad de Medan. Entre tanto, las juventudes Pancasila están tratando de minimizar su rol en el genocidio ahora que la película está cambiando la manera como la gente en Indonesia habla del pasado.

¿Por qué Herman siempre aparece vestido de mujer? ¡Es muy extraño!

Hasta el año 2003, Herman hacía parte de un grupo de teatro paramilitar en el que interpretaba el rol de una mujer. Todos los roles eran interpretados por hombres y Herman interpretaba a una madre que cuenta historias divertidas. A Anwar le parecía maravilloso y sugirió que Herman apareciera vestido de mujer en la película. A mí me pareció genial y sorprendente, y pensé que para el espectador debería ser tan misterioso como lo fue para mí.

The Act of Killing, como bien lo dice Werner Herzog, cambió la historia del documental. Pero también está cambiando la historia de Indonesia. ¿Cuál cree que debe ser el rol del arte?

El arte debe ayudarle a la gente a entender lo que ya sabe. El arte debe invitar, forzar y seducir a las personas para que miren los efectos más dolorosos, misteriosos, sorprendentes, difíciles, enigmáticos de lo que somos. Debe mostrarnos cosas que ya sabemos pero que tenemos miedo de ver o de imaginar. El artista debe ser como el niño del cuento del traje nuevo del emperador. El arte puede abrir espacios para que la gente hable de los problemas que no hemos tenido el coraje de abordar o de mencionar. Y eso ha pasado en Indonesia. El documental abrió un espacio para que los medios dijeran que el genocidio fue un genocidio y para que se investi-gue. La nominación al premio Oscar ha logrado que el gobier-no de Indonesia diga “esto que pasó fue malo y necesitamos re-conciliación”. Es la primera vez que el gobierno admite que pasó algo grave. Hasta ahora, 1965 había sido un episodio heroi-co de la historia nacional. No creo que sean pronunciamien-tos vacíos; son, más bien, un barómetro de lo mucho que ha cambiado Indonesia desde 2012 cuando salió la película. En Es-tados Unidos, The Act of Killing también ha servido para señalar la responsabilidad de nuestro gobierno, forzando a la gente a decir sí, Anwar disfruta la impu-nidad, pero nosotros también.

La conexión colombiana

Cuando Herman, el compañero de Anwar, decide lanzarse al ruedo político, la cámara de Oppenheimer lo sigue. Herman imprime afiches, vocifera su nombre con un megáfono por las calles de Medan y visita barrios marginados repartiendo tarjetitas que invitan a votar por él. Le preguntan qué va a regalar a cambio del voto y él contesta que cuando voten les lleva su obsequio. Mientras tanto, Herman explica sus verdaderos motivos: “Si me eligen y quedo en la Comisión de Construcción puedo pedirle dinero a todos. Por ejemplo, si a un edificio le faltan diez centímetros de altura, puedo pedir que lo tumben. Entonces me dirán, no nos reportes, toma tu dinero. Incluso si el edificio está en perfectas condiciones, si los amenazo, me darán dinero”. Y luego se le encienden los ojos y declara triunfal: “En una manzana con diez edificios, si cada uno me da diez mil, ¡puras matemáticas! ¡Son cien mil!”.

Para Oppenheimer, la escena es grotesca. “Todo el equipo de grabación estaba aterrado excepto Carlos. Él decía, ‘Esto no es sorprendente, así trabajan todos los políticos, ¡así es la vida!’”. Oppenheimer se refiere a Car-los Arango de Montis. Panameño de nacimiento, casado con una cineasta colombiana, residente en Bogotá, es el director de fotografía de The Act of Killing. “Uno de los mejores directores de fotografía de documental del mundo”, según Oppenheimer. Arango también ha sido director de fotografía de varias películas colombianas y extranjeras, así como de documentales. Y telenovelas, en RTI, para ganarse la vida.

“Cuando yo caí en este proyecto –explica Arango– yo ya estaba viviendo en Colombia. Yo también crecí en Nicaragua en medio de la guerra, he vivido en México y Cuba, que son países calientes social, política y militarmente. A Colombia la pondría como el caso más fuerte. El contacto de Joshua con Latinoamérica es bastante escaso, y él siempre ha vivido en el primer mundo. No porque sea Joshua, a cualquier persona que tenga un mínimo de preocupación social, de lo cual Joshua tiene muchísimo, se le revuelve la cabeza. Indonesia está en las antípodas y es muy parecido a Colombia: el clima, la vegetación. Cambia la gente. Y esta historia de violencia es muy similar. Y no solo por la temática. Colombia pudo ser el lugar de la película, como dice Joshua”.

Arango y Oppenheimer se conocieron hace varios años en la fila de inmigración de Inglaterra. Cuando Arango vio a un tipo cargando las maletas propias de una cámara de cine se le acercó y le habló. Se hicieron amigos y colaboraron en varios proyectos juntos. Como director de fotografía de The Act of Killing, Arango viajó en tres ocasiones a Indonesia ya cuando Oppenheimer había realizado todo el trabajo de investigación y tenía claro cómo iba a proceder con la filmación. “Al inicio no había plata –declara Arango–. Joshua me pagó el tiquete y algo simbólico. Fue una cosa de amistad”. “Manteníamos muy bajo perfil –continúa Arango–. Podía haber sido un reportaje. Solamente cuando hacíamos las recreaciones, que no fue todo el tiempo, entraba gente que nos ayudaba en el vestuario, maquillaje, en lo que se construye. Pero había cosas donde no podíamos mantener el bajo perfil. La entrevista al gobernador de Sumatra, por ejemplo. Ahí sí teníamos que mandar una solicitud y todo eso. ¡Claro que sabían lo que estábamos haciendo!”.

A mi pregunta de si volvería a Indonesia, Arango da un no rotundo. “Yo no iría. Y Joshua, por supuesto, no puede volver. Cuando fui a Noruega a hacer la corrección de color, él pensaba que iba a ir al estreno en Indonesia. Yo le decía: ‘¡Estás loco, brother! Agarra la onda, ¡tú no vas a poder volver!’. Es esta cosa de gente del primer mundo. Él en su ingenuidad se imaginaba que iba a ir al estreno”.

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