Se asoma a la reja con ambas manos aferradas al bolso de cuero negro. Lleva jeans ajustados, remera verde y chaleco blanco. Las zapatillas son deportivas: “Chanchitas”, las llama. Es joven, tiene el pelo teñido, las uñas pintadas de rojo y dos piercings: uno en la ceja derecha, el otro en el labio superior. Ríe nerviosa mientras la guardia revuelve el manojo de llaves para abrir la puerta y aprovecha la tardanza para acomodarse el flequillo hacia un costado. Mira curiosa hacia el salón que tiene las paredes pintadas con montañas, soles y cielos.

En este lugar, donde niños y niñas corren esquivando bolsas repletas de comida y ropa, los abrazos alborotan las penas. En este lugar, donde mujeres y hombres se acomodan apurados entre mesas de plástico, la música aturde y las palabras se gritan. Aquí, rodeada de muros, guardias y alambres, Dalma Anabela Luna, la ladrona de bancos más joven de la historia del país, aprende de los errores que la llevaron a la fama de la forma menos pensada.
La Unidad N° 8 de Los Hornos, la cárcel de máxima seguridad para mujeres que está ubicada en Los Hornos, en la ciudad de La Plata, cuenta con cinco pabellones donde conviven alrededor de 200 personas privadas de su libertad.
La celda que Dalma comparte con tres compañeras se encuentra en el pabellón de autogestión, donde se alojan las internas con mejor conducta. Nacida un 20 de enero en San Martín, en el Conurbano Bonaerense, la joven está detenida desde el martes 13 de julio de 2010. Aunque a la unidad llegó algunos meses más tarde, luego de un breve paso por la cárcel de Magdalena, donde la mayoría le preguntaba: “¿Vos sos la de la tele?”
Cuando la detuvieron, “Dalmira”, como le gusta que la llamen, tenía 19 años. Hoy cuenta 21 y debe pagar una condena de nueve y seis meses por robar un banco.
“Vayamos –decide con voz de niña caprichosa– afuera.” Después de saludar a una compañera de encierro, se adelanta para pedir agua caliente para el mate y camina hasta sentarse frente a la mesa de fórmica del patio. Mientras prepara los sándwiches de salame y queso, dice que la banda que integraba no tenía líderes y que sólo trabajaba con Diego Cabrera –el joven de 29 años de Villa Zagala que murió al tirotearse con la policía, y al que los medios mencionaron como su novio, aunque antes de ser detenida ella salía con otro chico– y con Jorge Salvatierra. Agrega que a veces se sumaban otros compañeros, según la complejidad de “los trabajos”.
Pero la realidad es que Diego cronometraba los robos, que no duraban más de un minuto, y ella era la encargada de custodiar a los clientes del banco con el arma larga que le valió el apodo que la hizo célebre: “La Flaca Escopeta”.
Con el vaso de gaseosa en la mano recuerda que a los trabajos los elegían según la seguridad de los bancos. Y confiesa que el día del último hecho, robaron dos autos para llegar a la sucursal Villa Maipú del Banco Provincia: un Fiat Palio y una camioneta Ford Ecosport. Al auto lo dejaron estacionado a tres cuadras del banco. Y antes de cometer el robo, ella entró para chequear la posición del guardia.
El asalto no duró más de 60 segundos. Fueron a la línea de cajas, guardaron el dinero en la mochila que cargaba Dalma, salieron tranquilos, subieron a la camioneta y escaparon. Sin disparar un solo tiro ni lastimar a nadie. Limpio, como siempre. La ventaja de hacer inteligencia sobre el objetivo a robar es que los hechos salen según lo planeado, sin víctimas fatales ni heridos que lamentar. Eso marca la diferencia en la división del trabajo del hampa: los robos al voleo sin conocimiento sobre las víctimas casi siempre acaban de la misma manera, con sangre en las manos.

Cruzaron tres cuadras a toda velocidad, bajaron de la camioneta, subieron Fiat Palio. Pero no pudieron arrancar: el dueño del coche había activado la alarma satelital y bloqueado la transmisión eléctrica. Enseguida llegaron los policías y tuvieron que echarse a correr. El tiroteo ganó la tarde. Los agentes disparaban protegidos por los patrulleros, mientras Dalma, Cabrera y Salvatierra, junto a los otros dos muchachos que los habían acompañado, trataban de escapar. Uno de ellos recibió un disparo en la pierna. Diego tuvo peor suerte: el balazo lo alcanzó en la cabeza. Algo había salido mal.
Dalma lleva tatuadas las iniciales de sus tres hermanos en el antebrazo  izquierdo, el nombre de su madre en la espalda y tres estrellas en el cuello. No les atribuye a sus padres el destino que hoy enfrenta; sabe que es propia la responsabilidad de vivir tras las rejas. Y recuerda los consejos de la abuela materna, que antes de cada cena le decía: “Dalmita, esas cosas no son para vos.”
Pero ella no tenía miedo de robar. “El que tiene miedo –reflexiona hoy, dos años más tarde, encogiendo los hombros– no roba bancos. En el momento no pensás en lastimar a nadie, sólo en llevarte la plata.”
La tarde del robo pudo escapar. Tuvo tiempo de alcanzar la avenida y perderse entre la gente. Pero algo la detuvo.
“Mientras escapábamos –detalla brevemente, como quien no quiere recordar–, escuché los tiros y lo vi a Diego tirado en un charco de sangre. Eso me paralizó, no podía abandonarlo. Si fuimos juntos, teníamos que volver juntos.”
El respeto por los códigos pudo más que la propia libertad. Por instinto, Dalma supo que “los chorros” no dejan a los compañeros baleados en una vereda cuando las cosas no salen bien. Ese gesto le valió el respeto dentro de los penales.
Tampoco es que Dalmira se entregó sin luchar con los oficiales que la perseguían. Cuando uno de los agentes se acercó para esposarla, ella no permitió que la tocara. Fue una mujer policía quien la convenció de entregarse. Pero antes de hacerlo, revoleó con bronca la mochila donde atesoraba los miles de pesos que se habían llevado del banco. Los billetes volaron y los policías manoteaban al aire sin éxito. Al mismo tiempo, otros oficiales juntaban la plata de rodillas y a Dalma la subían al patrullero. La sentaron cerca de Diego, que agonizaba a pocos metros de ella.
Hoy, lo que más extraña son los domingos en familia. Y cuando el malhumor la invade, sube el volumen del equipo de música, les pide a sus compañeras que le dejen sola y limpia la celda. Esa es la forma que encontró para aceptar su destino. Por eso retomó la escuela secundaria, hace cursos para aprender oficios, trata sus adicciones con una psicóloga y trabaja llevando la basura del penal. No es tumbera en sus formas. Por eso no quiere fotos dentro de la cárcel. Prefiere verse linda, combinar la ropa y sentirse “ella”, como cuando se preparaba para ir a bailar al Tropitango de General Pacheco con sus amigos. Ese recuerdo la ayuda a mantenerse de pie.

“Ya está –agrega mirando hacia la ventana de la celda, cubierta por una colcha gastada–, quiero andar tranquila. Basta para mí, este lugar no lo quiero más.”

Antes de que la visita termine,  se apura para mostrar la carpeta marrón donde guarda los recortes de las notas sobre su captura y dice que muchos periodistas le escribieron cartas pero enseguida aclara que se negó a recibirlos por el tratamiento que le dieron al caso. “Es jodido –cuenta más tranquila, con algunos kilos de más que en la foto donde aparecía  sosteniendo una Itaka Maverick 12/70– verse por la televisión y que todo el mundo opine sin saber. Me dio mucha bronca que mostraran mis fotos antes de la rueda de reconocimiento. Metieron a mi familia en algo que no tenía nada que ver y dijeron que Diego me había enseñado a robar, cuando esas cosas no se enseñan. Hasta me enteré de que me habían bajado la preventiva por televisión.”
El sol cae, las sombras desnudan el patio. Las guardias gritan, las presas se despiden de sus familiares y marchan en fila. Al final de la columna, camina Dalma, cargando el bolso de cuero negro, tocándose por enésima vez el flequillo, ilusionada con que el tiempo pase lo más rápido posible.<
Los datos
1 El 13 de julio de 2010, Dalma Anabela Luna fue detenida a pocas cuadras de la sucursal Villa Maipú del Banco Provincia. La joven tenía 19 años y llevaba la mochila con el dinero robado a la entidad minutos antes.
2 Junto a la chica fueron detenidos tres hombres, mientras que el restante ladrón murió a los tres días, producto del balazo que recibió en la cabeza por parte de los policías que los persiguieron a la salida del banco.
3 El 26 de marzo pasado, la joven, que hoy tiene 21 años, fue condenada en un juicio abreviado a nueve años y seis meses de prisión por el robo de dos autos, un banco, resistencia a la autoridad y portación de arma de guerra.
Paredes con humedad, techos rotos y canchas de fútbol
La Unidad Nº 8 de Los Hornos no tiene buena fama dentro de la comunidad carcelaria bonaerense. Sin embargo, a diferencia de los penales con población masculina, el clima que reina en el horario de visita es distendido. Además, la requisa del personal penitenciario para entrar a la cárcel es menos invasiva para los familiares de los presos que en otras unidades.
Pese a ello, las instalaciones del edificio ubicado en el cruce de las calles 149 y 70 presentan un evidente deterioro, con techos destruidos y humedad en las paredes, lo que provoca enfermedades respiratorias en las detenidas. En este sentido, muchas de las ventanas de los pabellones están rotas, por lo que las internas deben colocar colchas en las rejas de los pabellones para no sufrir el frío.
En la planta baja se encuentra el patio del penal, que cuenta con una cancha de fútbol con el césped prolijamente cortado, donde hijos e hijas de las detenidas juegan durante las cuatro horas que duran las visitas organizadas los jueves, sábados y domingos.
Fuente: http://tiempo.infonews.com/2012/04/14/policiales-73127-no-pensas-en-lastimar-a-nadie-solo-en-llevarte-toda-la-plata.php