Matías Escobar lleva el pelo morocho cortísimo, un piercing bajo el labio inferior y dos aros más en la oreja izquierda. Es de estatura mediana, luce buzo negro con capucha y zapatillas deportivas blancas. Saluda nervioso, se lo nota tenso. Quizás porque tiene el pómulo izquierdo enrojecido por el forúnculo que le salió al tomar el agua de la Unidad N° 43 de González Catán, ubicada al lado del basural a cielo abierto que en las últimas décadas también se encargó de contaminar al resto del barrio matancero.

 

Terminó la escuela secundaria en un colegio privado de Villa Madero. Después se anotó en la Escuela de Bellas Artes en Barracas, donde cursó hasta tercer año. En ese tiempo comenzó a pintar los tanques de agua de su barrio y cruzó la frontera de la General Paz para darles color a los vagones de los trenes. Mientras se manchaba los dedos con la pintura de los aerosoles, comenzaba el proceso creativo de sus letras de rap.
En 1997 se unió con algunos amigos y crearon Monasterio, el grupo con el que llegaron a tocar en Cemento y grabar un compilado de los temas producidos entre 2001 y 2004. A Matías lo llamaban Cuatro porque solía estar cuatro rimas adelante del resto de sus compañeros. El muchacho de La Matanza comenzaba a destacarse en el ambiente de la música surgida en las capas más pobres de la comunidad afroamericana estadounidense y llegó a ser retratado en la edición 73ª de la revista Rolling Stone como exponente del rap marginal. Pero mientras la vida artística iba en ascenso, la privada comenzaba a colapsar por los excesos de «la vida loca».
En 2008, luego de atravesar una severa crisis psiquiátrica, Cuatro le dio tres tiros a un policía bonaerense y fue detenido. En la precariedad de uno de los calabozos de la comisaría de La Tablada, a 20 cuadras de su casa, el joven, que por entonces tenía 27 años, rezaba para que el oficial no muriera. «Si se moría –cuenta hoy, con los codos apoyados en el escritorio de madera del aula de la escuela del penal–, me tenía que tatuar una reja en la cara porque me iba a morir en la cárcel.» A cuatro años de aquellos disparos, Matías admite que está arrepentido de haber baleado al oficial.
Para suerte de Cuatro, el policía no murió y él fue condenado a siete años de prisión por tentativa de homicidio. A las semanas fue trasladado a la cárcel del sur de La Matanza, donde entendió que tenía que seguir rapeando para sobrevivir el contexto de encierro. «Encané y me puse a escribir por necesidad. Era el momento más duro de mi vida. El proceso fue áspero, tenía que asimilar que estaba en preso», confiesa mientras los guardias lo observan del otro lado de la ventana del aula donde él trabaja todos los días.
En 2010, los sueños de Cuatro se hicieron disco. El trabajo se llamó Techni-K Salva-G y ya tuvo 1020 descargas de la web, algo inédito en la historia de la música nacional. «Es un disco –explica– producido en una etapa de transición que retrata el dolor. Eso se nota en el estado anímico de la voz.»
Fue su amigo Aes –que rapeaba con él en Monasterio– quien lo ayudó para terminar el proyecto. «Venía, se llevaba los cassettes y los digitalizaba. Para él también fue una experiencia distinta, porque tuvo que laburar con cassettes, algo impensado en 2010. Pero juntos rompimos la barrera de la libertad», recuerda Cuatro, que trabajó a la vieja usanza: las tomas se hicieron con un equipo de música –conocido como «chanchita» en el mundo carcelario– y un micrófono de aire. En sólo dos días el rapero grabó todos los temas en el pabellón, con los otros presos como testigos.
«Vivo con la mente en el rap, acá adentro no le paso cabida a nada, más aún después del primer disco. Ya grabé 37 temas privado de la libertad. Es un tiempo –reflexiona al revolver la mochila para sacar los cuadernos que usa para su diario personal– que supe aprovechar, ese espacio en la calle no tenía o no sabía como generarlo.»
ENCERRADO. Cuatro grabó dos discos más y ya produce el cuarto. La diferencia comenzó a notarse en su tercer trabajo, porque pudo trabajar con la consola, la notebook y los micrófonos de pie que sus amigos entraron al penal. «En dos horas grabé nueve temas, fue increíble. Si no hubiera sido rapero, mi vida en la cárcel hubiera sido totalmente diferente», añade con risa de niño revoltoso que fue descubierto haciendo algo que no debía.
Pero lo que más sorprende de Cuatro es que no sacó provecho de su situación personal para vender más discos. La cárcel no invadió su lenguaje artístico, pero eso también tiene una explicación: no quiere ser conocido como el rapero tumbero y se despega del diccionario carcelario para componer. Uno de sus temas, «Todo cambia», dice: «La palabra escrita es el poder al que me aferro. Me saca de esto, es la interpretación del corazón. Dentro de este contexto mi cerebro evoluciona, el cuerpo sólo
reacciona.»
«Esto es un mundo aparte que afuera no debería conocerse. Muchos pibes –justifica– salen confundidos. Yo pude hacer muchas cosas, pero este no es el modelo apropiado de reinserción social.»
Confiesa, reflexivo, que a la sombra cayó en la cuenta de la importancia que la música tiene en su vida. Ahora, apoyado de espaldas sobre el muro gris donde sus manos pintaron «Libertad» en celeste y blanco, dice que los años tras las rejas fueron el «retiro temporal» que le hicieron entender que el micrófono es el arma de doble filo que puede salvarte sólo si estás preparado para lograrlo. «
El grupo rimas de alto calibre
La vocación surgió intramuros. Allá por el año 2009, en un taller a cargo de Lautaro Merzari y José Lavallén, músicos con talento para motivar aun en un pabellón de la Unidad 48 de San Martín. La fría letra del programa de actividades enumeraba, entre otras muchas pretensiones, explicar distintas técnicas de composición y expresiones musicales regionales. Pero hubo alumnos que fueron por más: Rimas de alto calibre es una banda formada por un puñado de músicos profesionales y unos cuantos presos –y ex presos–, que se animan al rock, la cumbia, el rap, el ballenato, el reggae y hasta el folklore latinoamericano. El asunto es tan serio que ya grabaron un disco homónimo, (el primero grabado en una cárcel en América Latina), se presentaron en escenarios porteños y del Conurbano y se ufanan de haber tenido como invitados a Nicolás Méndez, baterista de Virus, al ex saxofonista de los Redonditos de Ricota, Sergio Dawi y al actual trombonista de Las Pelotas, Alejo Ferrero. Los integrantes del grupo explican que es una forma distinta de enfrentar su situación como presos. Incluso los que ya están libres siguen visitando a sus compañeros y ensayando con ellos del lado de las rejas para adentro.
«Nosotros hicimos las cosas mal, pero hoy estamos acá, haciendo esto. Dejemos de hacer escuelas para delincuentes y hagamos escuelas para educar», dice «el Patón», recluso y músico.
Juan Andrés Chilote, otro de los integrantes, comparte su experiencia: «De las cuatro veces que caí, esta fue la única que valió la pena. Porque entré por una celda y salí por un escenario.»