Por Hugo Arnaldo Barone (ex Defensor General de la provincia de Chubut)

“Si en vez de ser pajarito’ fueramo’ tigre’ e’ bengala

a vé quien sería guapito de meterno’ en una jaula”

Copla Andaluza

 

En un escrito anterior[1], en el que abordaba nuestras pavorosas condiciones carcelarias y el papel que en su “construcción” han tenido -y tienen- los poderes del estado, me referí, casi tangencialmente, al “problema de la inseguridad”.

Escribí allí que la cuestión por mucho exorbitaba el propósito y la extensión de aquéllas líneas y que merecía un tratamiento más pormenorizado.

Tampoco aquí podrá ser analizada acabadamente, debido a su extraordinaria complejidad y a las evidentes limitaciones del que escribe, pero al menos será posible anotar algunas cuestiones que tal vez sirvan como disparador al lector interesado.

La Ley y el Orden y el Miedo

 

“El miedo es el arma más poderosa de todas”, advertía Sherlock Holmes al doctor Watson, en una olvidable traducción de “El Mastín de los Baskerville”. Como siempre, el detective tenía razón.

El discurso de ley y orden, proveniente de países centrales -especialmente de Estados Unidos e Inglaterra- se ha esparcido por todo el mundo.

 

Representantes de esta opinión en el plano internacional fueron Ronald Regan, el cowboy inverosímil -del que luego supimos que ya durante su presidencia sufría de Alzheimer- y Margaret Thatcher, la pinochetista dama de hierro inglesa. Por aquí Rukauf -un tiro para cada delincuente-, Menem -con su fallido proyecto de pena de muerte-, Duhalde -cuando mostró las uñas como gobernador de Buenos Aires, definiendo a la bonaerense como la mejor policía del mundo poco antes del asesinato del fotógrafo Cabezas; luego, como presidente de la emergencia, mostraría sus garras en el Puente Avellaneda. Más acá, De la Sota , cuando gobernaba Córdoba con la vieja peluca; el anterior gobernador de nuestra Provincia, el anterior vicepresidente Cobo, cuando gobernó Mendoza por la UCR con mano de hierro y fue capaz de brutalizar un cuerpo policial de suyo execrable. En fin, se trata de una lista difícil de agotar.

De los ’90 a la fecha el mundo ha cambiado unas cuantas veces, pero este discurso de ley y orden sigue siendo sostenido como un credo, incluso por aquellos que serán víctimas de la política de mano dura. Lo curioso es que sus consignas son tan poco racionales y tan difícilmente acordes al estado de derecho y sus resultados -ya a casi treinta años vista- son social y económicamente tan negativos, que resulta inconcebible que aún tenga adeptos en dirigentes de todas las parcialidades y en cantidad de personas pertenecientes a todos los sectores sociales, aún a los más humildes, que fatalmente serán sus damnificados.

 

Antes de intentar explicar este fenómeno habría que dejar en claro que los sostenedores de semejante “solución final” para el problema de la inseguridad ciudadana, no proponen únicamente penas extravagantes para ciertos delitos -no sólo para los más graves- y reformas procesales siempre inconstitucionales, sino que además identifican a cierto sector social con “la delincuencia” para convertirlo inmediatamente en el “enemigo a vencer” para “terminar con el delito”, como si esto fuera posible[2].

 

Y entre nosotros ¿quién es el enemigo? Varones jóvenes, analfabetos, analfabetos funcionales o con educación primaria incompleta, algunos con primaria completa, muy pocos con inicio de la educación secundaria y casi nadie con ciclo universitario. Además son, como lógica consecuencia, desocupados o subocupados. En otras palabras, pobres sin destino. Estos son los que llenan nuestras cárceles[3].

¿Cómo se explica este fenómeno? Por el miedo que se genera en la gente con algo que cuidar -casa, auto, mansión, country, con auto o de a pié, o sólo una vida decorosa- y con ciertos y antiguos principios de técnica propagandística, relativamente sencillos de reconocer en notas periodísticas y en discursos políticos y también en los discursos de los que afirman descreer de la política:

1.   Principio de simplificación y del enemigo único. Adoptar una única idea, un único símbolo. Individualizar al adversario en un único enemigo.

2.   Principio del método de contagio. Reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo. Los adversarios han de constituirse en suma individualizada.

3.   Principio de la transposición. Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. Si no se pueden negar las malas noticias, hay que inventar otras que distraigan.

4.   Principio de la exageración y desfiguración. Convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave.

5.   Principio de orquestación. La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas: si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad.

6.   Principio de renovación. Hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos a un ritmo tal que, cuando el adversario responda, el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de información.

7.   Principio de la verosimilitud. Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sondas o de informaciones fragmentarias.

8.   Principio de la silenciación. Acallar las cuestiones sobre las que no se tienen argumentos y disimular las noticias que favorecen el adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.

9.   Principio de la transfusión. Por regla general, la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales. Se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas.

10.           Principio de la unanimidad. Se trata de convencer a mucha gente que ella piensa “como todo el mundo”, creando así una falsa impresión de unanimidad.

 

 

Acuerdos Breves y Necesarios

Es preciso, como punto de partida, convenir brevemente que, en el Estado de Derecho, la construcción de una sociedad libre con aceptables niveles de seguridad, es labor primordial de la política.

 

También habremos de acordar que la Política de Seguridad es, con otras pocas, una “Política de Estado” propiamente dicha, no porque así lo decida el presidente, un gobernador o un intendente -como suele afirmarse en discursos poco felices[4]- si no porque debe ser concebida y dirigida desde el Estado, aunque la participación en ella de elementos ajenos al mismo sea deseable[5].

 

Es necesario también acordar que no es posible dejar esta política de estado exclusivamente en manos de la policía y/o del Poder Judicial, porque ello importa responsabilizar apriorísticamente a uno, a otro o a los dos, según convenga, por un fracaso que tienen asegurado.

 

Es, además, imperioso evitar por todos los medios la vocinglería, de “declararle la guerra al delito”, a la que suele recurrir la peor política, usualmente ante algún crimen de gran violencia, dramatismo y repercusión mediática.

 

Es que, por definición, en las guerras suceden muertes y es misión de los poderes del estado evitarlas, no provocarlas[6].

 

Por último es imprescindible manejar la cuestión con mayores estándares de sinceridad, de modo de poder expresar lo que sabemos: que el delito es un componente presente históricamente en todo tipo de sociedades, que a mayores concentraciones urbanas suelen corresponder mayores índices delictivos, que también las desigualdades sociales estructurales usualmente los incrementan, tanto como hacen que aumente su violencia. Lo cierto es que el delito está presente en todas las sociedades desde las más primitivas hasta las de pleno desarrollo capitalista, pasando por las socialistas[7].

 

Con estos pocos acuerdos, sencillos de alcanzar y difíciles de impugnar, es posible avanzar en la cuestión con una base más o menos cierta.

 

Sensaciones

 

Es cierto que el nivel de las discusiones que de común plantean sobre el punto oficialistas y opositores hace que una “sensación de desaliento” invada cualquier intento de abordar el tema con seriedad.

 

Con distintos tonos y acentos, suelen reducir la discusión a dos afirmaciones   que presentan como irreconciliablemente opuestas, cuando, veremos, son complementarias. Así, mientras aquéllos afirman que lo que existe es una “sensación de inseguridad”, éstos los refutan aseverando que “no se trata de una sensación sino de verdadera inseguridad”.

 

Digo que son afirmaciones complementarias y no contradictorias, porque en términos lógicos sólo puede haber sensación de inseguridad cuando los hechos terminan demostrando que determinados delitos existen en la realidad. Más allá de la forma inconveniente en que, en ocasiones, los medios y, aún, los mismos oficialistas tratan el problema.

 

Si grito en falso “fuego” durante un picnic diurno en campo abierto, será difícil conmover aún a los de corazón más crédulo y frágil, efectos muy diferentes acarrearía el mismo grito en un escenario más propicio, como la oscuridad de un cine.

 

No es distinto lo que sucede cuando se propalan noticias sobre asaltos y homicidios. Sólo tendrán efectos importantes si los asaltos y los homicidios existen y si, además, como sucede, se utilizan como “tapa” de otras cuestiones, sin duda más gravosas en términos sociales y económicos. Pero lo cierto es que existen.

 

 

Los hijos de la pavota

 

Hay que dejar en claro que no se trata de negar hechos verificados ni de atribuírselos “a los hijos de la pavota” -que entre los poderes del estado es claramente el Poder Judicial- o a la que por dependencia jerárquica y reglamento está impedida de defenderse públicamente, la policía[8].

 

Esta estrategia -que suele emprender la política cuando se sabe huera de propuestas y soluciones-, tiene interesantes resultados en el corto plazo, dada cierta incapacidad de comunicación, sencillamente verificable en el Poder Judicial, la imposibilidad legal de defenderse públicamente de la Policía y a la extraordinaria antipatía que las dos instituciones han sabido ganarse en nuestro país en los últimos, digamos, doscientos años.

 

Pero también es claro que es una estrategia suicida para la política en el largo plazo, cuando siga vacía de respuestas y soluciones, pero haya derribado ya los diques de contención entre el reclamo ciudadano y sus propios puestos de avanzada -direcciones, subsecretarías, secretarías de estado y ministerios-, que comenzarán a sufrir en carne propia la pedrea que durante un tiempo se pudo desviar hacia aquellos otros actores.

 

Tampoco es lógico, ni saludable -y además no parece aconsejable a la hora de sumar voluntades- cargar culpas sobre las víctimas o discutir con ellas[9].

 

 

La Pirámide

 

Abraham Maslow, fundador de la psicología humanista, formuló una interesante teoría sobre la jerarquía de las necesidades humanas, graficándola en forma de pirámide[10].

Dijo que a medida que se satisfacen las necesidades más básicas, que sitúa en la base de la pirámide, los seres humanos desarrollan necesidades y deseos más elevados, a los que va ubicando en los escalones superiores. De este modo, las necesidades más altas sólo ocupan nuestra atención cuando se han satisfecho las inferiores.

 

En la base sitúa las “Necesidades Básicas”, que son las fisiológicas, elementales para el mantenimiento de la vida: necesidad de respirar, beber agua y alimentarse; de mantener el equilibrio del ph y la temperatura corporal; de dormir, descansar y eliminar los desechos; de evitar el dolor y tener relaciones sexuales.

 

No sorprende que ya en el primer escalón, esto es, afianzada la vida, aparezcan las “Necesidades de Seguridad y Protección”. Dentro de ellas se localizan: la “Seguridad Física y de Salud”; la “Seguridad de Empleo, de Ingresos y Recursos” y la “Seguridad Moral, Familiar y de Propiedad Privada”.

 

Hacia arriba la pirámide continúa con necesidades más sofisticadas hasta alcanzar aquéllas que Maslow llamó “Necesidades de Autorrealización”. Esta fue, justamente, la categoría en la que posteriores desarrollos encontraron fisuras, al tiempo que, con pocos cambios, convalidaban el orden de las más elementales. Hasta aquí lo que al objeto de estas líneas interesa de la Pirámide de Maslow, que conocerán mucho más ampliamente, entre otros, los Mediadores.

 

Me detengo, entonces, en el primer escalón de la pirámide. Allí se ubica la seguridad, inmediatamente después de la vida.

 

Pero esta seguridad, propia del género humano o al menos del género humano en el mundo capitalista -esta es otra de las críticas que se le hicieron a Maslow-, es, como hemos visto, mucho más amplia que aquélla que sólo refiere a los delitos que “molestan”, a los delitos de calle, a los delitos de arrebato (“Seguridad Física” y “Seguridad de Propiedad Privada”).

 

La seguridad nuclear que describió el psiquiatra norteamericano es mucho más amplia, comprende, además, la seguridad de empleo, ingresos, recursos, moral y familiar.

 

Es claro, entonces, que sólo cuando sea satisfecho este núcleo comenzará a desaparecer de nuestras sociedades esa “sensación de inseguridad” que parece acompañarnos en forma constante.

 

En esta inteligencia es sencillo advertir que sin seguridad social (empleo, ingresos, recursos, moral y familiar) no es posible alcanzar niveles aceptables de seguridad individual. Y, además, no parece justo que los más afortunados reclamemos sólo por esta última seguridad cuando todas las otras, ubicadas en el mismo nivel, están ausentes, sin exigirlas como complemento imprescindible de aquélla[11].

 

 

El Delito de Cuello Blanco

 

A este panorama es posible aún adicionar la evidente debilidad institucional que ha demostrado históricamente la administración de justicia penal en la Argentina -y en el resto de nuestros países- para investigar no sólo los delitos de corrupción estatal sino también los que Sutherland denominó -hace más de sesenta años- “delitos de cuello blanco”[12]. Justifico aquí la copla del encabezado: “Si en vez de ser pajarito’ fueramo’ tigre’ e’ bengala/a vé quien sería guapito de meterno’ en una jaula”.

En otras palabras, sin reclamar por mayor justicia social, vía mejor redistribución de la riqueza, sin clamar por igualdad de oportunidades -basada en acceso igualitario a la salud, a la educación y al trabajo- y sin perseguir a los culpables de los grandes crímenes en términos sociales -que restan enormes fondos que deberían contribuir a aquellas igualdades- la “sensación de inseguridad” no desaparecerá de nuestras sociedades y crímenes espantosos seguirán sucediendo en nuestras calles sorprendiendo a sus infortunadas víctimas de camino al trabajo[13].



[1] “ La Muerte Vestida de Fuego” en “El Reporte”, Año 6, número 23, mayo 2011, págs. 8/11.

[2] Veremos infra que la historia y la experiencia enseñan irrefutablemente que ello no es posible.

[3] http://www.defensachubut.gov.ar/ Programa del Ministerio de la Defensa Pública , columna Prevención de la Violencia Institucional y Defensa Penal, Informes sobre personas privadas de la Libertad

[4] Quién no ha escuchado o leído a algún personaje afirmar que “… nuestro gobierno ha decidido hacer de la seguridad una política de Estado…”, como si se pudiese decidir lo contrario.

[5] Lo mismo sucede con las políticas de estado de salud, educación y la justicia, en las que se advierte, aún con más evidencia, una fuerte participación de factores no estatales.

[6] Qué otra cosa que la guerra declarada, puede explicar, por ejemplo, que tres jóvenes delincuentes, que intentan robar un almacén a mano armada en algún lugar del conurbano bonaerense, en una acción que necesita, entre otras cosas, de la mayor celeridad, al reconocer a un policía -que vestía de civil y que no significaba una amenaza para ellos ni para la concreción del delito en curso- abandonen el propósito inicial, lo maten de dos tiros y se escapen del lugar sin siquiera intentar llevarse algo.

[7] El delito ha existido, existe y no parece arriesgado aventurar que existirá siempre, en todo tipo de sociedades, desde las más primitivas hasta las de pleno desarrollo capitalista y en las socialistas. Es interesante la experiencia del socialismo real, es decir la de aquellos países donde se constituyó el estado socialista. El socialismo teórico poco se ocupó del fenómeno delictivo, limitándose, casi, a considerarlo una rémora del sistema capitalista. Empero cuando se avanzó en la construcción del socialismo real, los delitos se siguieron verificando. De este modo, para no contradecir al dogma, debieron recurrir a declarar dementes a los delincuentes -y a los disidentes- para que teoría y ficción de realidad convergieran en el punto (Elbert, Carlos A., “Manual Básico de Criminología”, 3º Edición, Editorial EUDEBA, 2004).

[8] Es que la administración de justicia, que poco y nada ha progresado en la senda democrática en su forma de gobierno, suele estar dirigida, en los mejores casos, por personas probas, que en numerosas ocasiones provienen de la misma administración y que, por lo general, exhiben una notable incapacidad para trasmitir su ideas al gran público o un enorme temor a contradecir las afirmaciones públicas de la política, aún cuando ellas los pinten de negro. Por su parte la policía depende jerárquica y operativamente del Poder Ejecutivo y de común sus estatutos contienen normas que vedan a sus miembros las declaraciones públicas sin venia (véanse como ejemplos el artículo 24 de la Ley Orgánica Policial y el artículo 26 inciso 3° del Régimen Disciplinario Policial de la Provincia del Chubut)

[9] En este sentido son ejemplo académico algunas declaraciones de prensa de principios del año pasado, aparecidas en los diarios de la zona -“El Chubut”  y “Jornada”- donde funcionarios responsables de la seguridad cargaban algunas culpas sobre unos comerciantes asaltados y las reacciones de esos comerciantes en ediciones posteriores.

[10] “Una teoría sobre la motivación humana” (A Theory of Human Motivation, 1943).

[11] Esto debiera ponernos rápida y seriamente a reflexionar sobre las condiciones de inequidad básica en las que se administra la justicia penal.

[12] “El Delito de Cuello Blanco”, obra fundamental del sociólogo norteamericano Edwin H. Sutherland, clave en la formación de una nueva sociología del delito, fue publicada en 1949 por la Editorial Dryden Press de Nueva York con el título del encomillado. El autor fue obligado tanto por la editorial que se hizo cargo de la publicación como por la Universidad de Indiana a realizar recortes a la obra y a silenciar los nombres de las setenta grandes empresas norteamericanas, todas reincidentes en el delito, que sirvieron de base a su investigación. La obra completa, tal como la concibió Sutherland, sólo se difundió muchos años después de su muerte, cuando sus discípulos publicaron en la Universidad de Yale, en 1983, una cuidada versión del libro original sin recortes. Allí describe los distintos tratos que la administración norteamericana de justicia daba por entonces -y sigue dando hasta ahora- a los delitos callejeros y a los, mucho más graves en términos de daño social, que cometían las grandes corporaciones. Éstas siquiera eran llevadas ante Tribunales de Justicia Penal y lavaban su culpas, redimibles por multa, frente a árbitros y amigables componedores o, en el peor de los casos, ante Jueces Administrativos.

[13] De común esta visión del delito y la sociedad ha recibido críticas de aquellos que, en ocasiones de buena fe y sin ella en otras, sostienen que se equipara el delito a la pobreza y siempre nos recuerdan casos de personas honestísimas y paupérrimas a un tiempo. Este fenómeno social no se comprende si no a través del proceso de selección secundaria, que importa, simplificándolo, que sólo se persigue cierto tipo de delitos y que éstos en general son cometidos por personas de escasos recursos económicos, con escasa educación y desempleados o subempleados (Zafaroni, Eugenio, Alejandro Plagia, Alejandro Slokar, “Manual de Derecho Penal Parte General; Editorial Ediar, Año 2005). Además para probar esta teoría invito al lector interesado a visitar cualquier cárcel argentina, comprobará que está repleta de pobres.

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