El hombre era hijo de inmigrantes y empezó su carrera en el crimen organizado como ladrón de carros. “De familia numerosa, ambiente de bajos fondos, abandonó la escuela a los trece años”. En cuestión de un lustro se convirtió en el gánster más famoso del país. Una leyenda. “La policía es mi propiedad privada”, solía decir y era cierto: dos tercios de ella recibían sobornos para quedar a su servicio. Financiaba las campañas de los alcaldes, compraba jueces, y aniquiló a la competencia en su negocio ilegal. “La guerra de bandas no es más que la continuación del negocio por otros medios”.

Luego entendió que las relaciones públicas eran más eficaces que la metralla, y modernizó su negocio: pasó del exterminio a los acuerdos con sus competidores para garantizarse el monopolio, y de la ilegalidad pura a los negocios bien vistos. Se convirtió en una potencia en servicios de seguridad: ofrecía guardaespaldas, espías y vigilantes a toda la ciudad. Pronto tuvo más contadores y administradores de empresas a su servicio que sicarios.

A su favor estaba que su ciudad era una mezcla de costumbres premodernas y conservadoras a la vez. Él se hizo leyenda porque además solía ser religioso, dedicado como pocos a su familia, moralista, buen padre y buen hijo, y anticomunista. Se le consideraba un benefactor porque regalaba dinero a manos llenas, especialmente a los más pobres. Tenía tanta gente a su servicio que era visto como un gran empleador. Cuando su imperio empezó a caer, fue el primero en sorprenderse. “Soy un hombre de negocios y nada más”.

Así describe Hans Magnus Enzensberger a Al Capone en su ensayo La balada de Al Capone, donde analiza la mafia y su mito, el gánster, como productos del capitalismo. “Capone debe su éxito no a un ataque contra el orden social del país, sino a una incondicional adhesión a sus premisas”, dice. “Naturalmente que para ellos la institución de la propiedad privada era especialmente sagrada”. Le rindieron pleitesía a aquella regla básica del mercado: el reino será del más apto. Él, Capone, sin duda lo era.

“Adaptación a todo trance, incontenible asimilación, dinamismo hiper moderno, aptitud ultra capitalista, contribuyeron a los fabulosos éxitos de los gánsteres de Chicago”. Pero Capone, que era según Enzensberger una mezcla de vanguardista hombre de negocios y señor feudal, fue superado por las siguientes generaciones.

“No llevan pistola y pagan puntualmente sus impuestos. Hacen sus inversiones con el mismo cuidado en las importaciones que en el tráfico de estupefacientes, lo mismo en la industria textil que en el ramo de los juegos de azar. (…) Los que tienen más éxito entre ellos ganan más que los antiguos gánsteres; las autoridades los conocen y, sin embargo, muy raramente logran probar su culpabilidad”.

Pero, ¿por qué logran los mafiosos convertirse en íconos populares? ¿En leyendas? Quizá porque construyeron el espejismo de la redistribución del dinero de manera más eficaz que las élites tradicionales.

Otro escritor, el colombiano Alonso Salazar, dice que en Colombia la mafia hizo que dejáramos de hablar de cambio social y nos instaláramos en el discurso de la moral.

Yo diría que la mafia y el narcotráfico contribuyen enormemente al conformismo social —junto con la violencia política— en un país que como pocos necesitaba a gritos verdaderas reformas o una revolución democrática que cerrara la brecha de desigualdad que llevamos a cuestas.

La mafia es reaccionaria por naturaleza y se convirtió en un opio, en una venta de ilusiones baratas, que conspiró contra la acción colectiva de los sectores excluidos; en una trampa del capitalismo. Por eso, difícilmente, el propio sistema que la creó prescindirá de ella.

Esa es, para mí, la verdadera parábola de Pablo Escobar.

 

fuente http://www.revistaarcadia.com/opinion/columnas/articulo/capitalistas/29295