El proyecto de reforma del Código Procesal Penal que Cristina Kirchner tiene entre manos permite imaginar que tarde o temprano deje de existir la historia de los juicios que demoran diez, quince o veinte años. Los jueces tendrán que trabajar en vivo y en directo en audiencias orales a la vista de todos, que serán filmadas, y ya no manejarán las investigaciones, algo que harán los fiscales bajo el formato de un sistema acusatorio. Es decir, el que investiga no podrá ser el mismo que juzga. Habrá un límite de un año de duración para toda pesquisa inicial y ninguna causa debería durar más de tres. Plazos cortos para los planteos y recursos, que suelen ser el mayor motivo de demora. Las víctimas también podrán tener intervención en el proceso y acusar si la fiscalía desiste. La agilidad y la inmediatez son dos conceptos centrales de la propuesta. Si se consiguen sentencias más prontas, se espera que eso reduzca el índice de prisión preventiva, ya que quienes estén presos estarán condenados. Los criterios para detener a alguien son iguales que ahora. Está previsto el juicio por jurados.

La agenda judicial de los últimos días ofrece, con el caso del Megacanje, un ejemplo contundente de cómo falla el sistema procesal actual y de su capacidad de generar impunidad, en especial para los poderosos. Al pedir la pena para Domingo Cavallo en el juicio oral por negociaciones incompatibles, la fiscal dijo que la morigeraba porque había pasado mucho tiempo desde los hechos, en 2001, y que el ex ministro había vivido la condena social. El tribunal directamente lo absolvió. Para peor, la acusación había sido elevada a juicio en el 2007: o sea, hubo siete años de instrucción y otros siete el expediente estuvo estancado en un tribunal oral. En el camino fueron desvinculados todos los directivos de bancos beneficiados por el canje y sobreseídos por prescripción los funcionarios. No es que el Código actual no fije plazos ni exigencias, sino que habilita que nadie los respete, artilugios legales mediante. El paso del tiempo conspira contra la preservación de pruebas y los relatos inmediatos, somete tanto a imputados (a veces por decisión de sus defensores) como a víctimas a procesos interminables, que incluso pueden prescribir sin más precisamente por su extensión.

Buena parte de las provincias argentinas ya tienen un código procesal acusatorio, pero a nivel nacional nunca se pudo avanzar políticamente en la discusión. En el Poder Judicial hay consenso en la necesidad de una reforma procesal. El código actual es de 1991 y si bien incorporó los juicios orales, mantuvo una etapa de instrucción de formato inquisitivo, donde el juez hace todo: investiga y se controla a sí mismo. Esto ha impedido o disuadido la existencia de una política criminal para todo el sistema de Justicia, donde cada cual atiende su juego.

El proyecto de nuevo Código Procesal fue elaborado en el Ministerio de Justicia y combinó diseños variados de distintos proyectos de larga data (entre ellos del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, del ex diputado Oscar Albrieu, un modelo elaborado por el jurista Julio Maier y de comisiones de años atrás del Ministerio de Justicia). Tiene 347 artículos (el actual 535) y otra lógica completamente distinta. Un proceso habitual funcionaría así: el/la fiscal inicia una investigación ante un posible delito (puede hacerlo de oficio, por denuncias o presentaciones policiales); luego lo formaliza ante el juez/a, que le dirá si avala que “hay caso” para analizar. La fiscalía puede presentar las primeras pruebas y, según el caso, dictar prisión preventiva o no. Ahí empieza la investigación preliminar, que no puede durar más de un año, lapso que se duplica si lo que están en juego son delitos complejos. Luego formula la acusación con todas las evidencias recolectadas y comienza la etapa de juicio oral. Una ley aparte definirá si es el mismo fiscal el que continúa con la causa. De este modo, dejarán de existir dos momentos que hoy se consideran cruciales: la indagatoria y el procesamiento. El imputado puede declarar cuando quiera o el fiscal citarlo cuando lo decida. Todo termina en condena o absolución, a lo sumo en tres años.

Todo el procedimiento estará reglado por plazos. Apenas se utilizarán papeles, ya que todo se hará en audiencias de las que quedará registro audiovisual. Los criterios de la prisión preventiva seguirán siendo los mismos que ahora: se dicta cuando hay peligro de fuga o de entorpecimiento de la investigación, y se tiene en cuenta la naturaleza del hecho (una cosa es un hurto, otra un homicidio) y la pena en expectativa (posible). Algunos de los proyectos más garantistas apuntaban a quitar estos dos últimos, pero el Gobierno decidió mantenerlos. Si los juicios son realmente rápidos, no tendrían por qué discutirse excarcelaciones.

El texto prevé múltiples mecanismos de abreviación. En casos de flagrancia (en que una persona es sorprendida mientras comete o intenta cometer un delito), se habilitan acuerdos para ir directamente a juicio en pocos días si se dispone de las pruebas.

Los fiscales, en sus investigaciones, podrán guiarse por el “principio de oportunidad procesal”. Esto implica que podrán renunciar a acusar en casos en que consideren que no tiene sentido, como los casos insignificantes. Los jueces serán garantes, jueces de garantía. El Ministerio Público de la Defensa tendrá facultades para generar investigaciones propias y mecanismos útiles para su defensa. Las asociaciones y fundaciones podrán ser querellantes en la investigación de delitos de lesa humanidad. Las víctimas podrán tener un papel activo en las investigaciones. Estarán facultadas para acusar cuando el fiscal no lo haga. Podrán intervenir incluso en la audiencia previa al egreso de un condenado.

Está prevista la participación de la ciudadanía en los procesos judiciales a través del juicio por jurados, que en rigor está establecido en la Constitución, pero nunca fue implementado a nivel nacional sino sólo en algunas provincias. Los jurados populares están enunciados en el proyecto, pero deberán implementarse en una ley especial.

 

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