Lo más difícil para alguien que estuvo privado de su libertad es la reinserción. A quien le sucede se le complica lograr trabajo y no ser mirado de soslayo, y son causas por las que muchos reinciden.
Esto de sentir el aire fresco y el sol en nuestros rostros, oír la vocinglería de la gente, los bocinazos de los autos, cumplir con el cotidiano rol de trabajar, de andar, de hacer cosas, nos resultan algo tan natural que ni siquiera llegamos a apreciarlo en su verdadero valor. Porque es verdad que no evaluamos suficientemente la condición habitual de libertad, la posibilidad de disponer de nuestras vidas y nuestro tiempo como queremos, casi como se nos antoja.
Sí, tener que estar en prisión algún tiempo -así sean unos pocos días-, por cualquier circunstancia de esas que a veces la vida puede cruzarle en su camino a cualquier persona, tiene que ser terrible.
Por eso sólo imaginar una condena a 25 años de prisión, se me ocurre, únicamente podría emparentarse a una suerte de muerte en vida. Sí, un oximorón rotundo, contundente, sin términos medios. Aunque también cabe razonar que nadie que no experimente esa situación podría decir más o menos acertadamente de qué se trata, cómo se subsiste en un sub mundo que debe ser un infierno en el que exclusivamente los más fuertes tienen chances de sobrevivir.

La mitad de la vida preso.
Esta, la que sigue, es la historia de un joven de 38 años que hace nada menos que 18 que permanece encarcelado y que, precisamente, sobrelleva una condena a 25 años de prisión. «Homicidio en ocasión de robo» se rotula la causa que lo llevó hasta allí.
Lo vamos a mencionar a lo largo de esta nota con su nombre y la inicial de su apellido. Felipe R., no tiene aún 40 años, y espera este mismo año la posibilidad de empezar a gozar de la libertad condicional. Está cursando la carrera de Analista de Sistemas en Liceo Informático, en el marco de un convenio que vincula al establecimiento con la Unidad 4.
Acordamos la cita en el Liceo, y al llegar Felipe saludó a los profesores y administrativos, y cualquiera se podía dar cuenta que tiene una muy buena relación con todos. Buscamos un lugar un poco más apartado y enseguida se abre a la charla.
Me impresiona como más joven de lo que es, como si la vida en la cárcel no hubiese actuado sobre él como con tantos otros, que sí se vieron afectados por el encierro, la desesperanza y las vicisitudes de un sitio tan sórdido. Tiene una conversación fluida, alejada del lenguaje tumbero que utilizan muchos de los que purgan una pena; y además no muestra los típicos tatuajes visibles en sus brazos, que suelen caracterizar a un presidiario.

Criado en la calle.
Y cuenta: «Estoy preso desde que tengo 20 años, primero en Devoto, más tarde en Chaco hasta que llegué a la Colonia Penal de Santa Rosa hace 5 años. Hoy estoy en La Amalia, la casa de pre egreso, y espero que en noviembre me llegue la libertad condicional».
Nacido en Bahía Blanca el hombre vivió desde muy pibe en Buenos Aires. Hijo de un matrimonio clase media, compuesto por un padre farmacéutico -ya fallecido-, y de una madre que fue enfermera, Felipe sufrió mucho su separación. «Era chico, 10 años, cuando murió mi papá, y cuando mi madre tuvo nueva pareja no tuve buena relación con ese hombre y me fui a vivir solo. Me terminé de criar en la calle… diría que tuve una infancia caótica. Hice la primara, segundo año de secundaria y empecé a andar; trabajé como cadete un tiempo y me organicé bastante bien, porque pude alquilar una pieza en un petit hotel. Pero llegaron nuevas juntas y todo se complicó… empezás con las picardías propias del que está mucho tiempo sin nada que hacer, los robos de stereos…».
Después, ya vinculado con gente más pesada, se inició en el robo de autos: «Me enseñaron a manejar, y a ‘levantar’ autos, así que los conducía a un lugar determinado y otros se los llevaban para hacer el resto… Bueno, esa era la ‘contención’ de mayores que tenía en esos momentos, por decirlo de alguna manera. Fue entre los 15 y los 18 años, porque aprovechaban que era menor… y la verdad es que no tomaba conciencia de lo que hacía», relata.

A mano armada.
Pero después la cuestión se iba a poner todavía más heavy, porque empezó a incursionar en robos y asaltos. «Con dos o tres muchachos más empezamos a robar… había un contador que nos dateaba y ‘trabajábamos’ en hoteles y financieras. Sí, a mano armada, pero en general yo no mostraba el arma. Cuando éramos dos el otro hacía el papel de malo y yo trataba de tranquilizar, de decirles que no les iba a pasar nada… había códigos, porque si cuando hacíamos inteligencia veíamos que había chicos no entrábamos… La verdad es que nunca tuvimos que disparar un tiro», relata.
Felipe habla sin levantar la voz, sereno, recordando cada detalle como si lo tuviera muy grabado en su mente. «La primera vez entramos en un hotel y había una mujer que empezó a gritar mucho, pero pude calmarla… Hicimos muchos de esos ‘trabajos’, y empecé a disfrutar de lo que pensaba era dinero dulce… lo gastaba en las noches, me iba con mi novia a Bariloche (sería luego de la madre de sus dos hijos, de 18 y 16 años, de la que está separado hace años), o a cualquier lugar. Andaba mucho de noche… esa fue mi perdición. Cuando caí preso mi novia estaba embarazada de mi primer hijo…», cuenta siempre en el mismo tono.

Cuando todo falló.
Pero una noche todo terminó mal. «Teníamos el dato de una financiera al lado del CFI, y entramos. Éramos tres, un compañero quedó en un garaje y con el otro ingresamos… teníamos llaves de todas las oficinas, pero mala información. No encontrábamos el piso justo y estábamos medio perdidos, hasta que nos dimos cuenta que algo pasaba abajo: nuestro compañero se había mostrado sospechoso y los custodios del CFI le dispararon… no tuvieron en cuenta que al lado había un boliche bailable… Mataron a una persona, otra quedó herida y después murió. Conseguimos llevarnos a nuestro compañero y escapamos, pero lo que no sabíamos era que nos iban a encajar el fardo de los muertos a nosotros, y que el contador, al que venían siguiendo, nos iba a vender», reprocha. «Él sí no tuvo códigos, claro que no…», recuerda.
Un día, varios meses después, cayó preso y comenzaría la odisea. «Lo que me mató fue que el abogado particular que tenía dejó la causa una semana antes del juicio, me pusieron defensor oficial y la verdad es que no tenía ni idea, y me parece que ni siquiera le importaba, y así me fue: caratularon ‘homicidio en ocasión de robo’ y me dieron 25 años. Primero me tocó en Devoto, cinco años en un pabellón que era para 100 y había 500… después Chaco (cárcel de máxima seguridad), y desde hace 5 años la Colonia Penal de Santa Rosa. Y ahora sí, ansioso esperando la condicional».

Lo que viene.
«Viajo una vez por mes a Buenos Aires a ver mis hijos. La mamá tiene otra pareja, está bien, tiene casa, auto, una imprenta… en un momento de la vida me ayudó mucho, y por eso era justo que yo le dejara todo. Mis hijos saben todo, lo hablé una vez con ellos, pero ahora no me preguntan más… es como que se enteraron, lo asimilaron y me cuentan sus cosas, sus proyectos. Hablamos más de ellos que de mí», casi se emociona.
Felipe piensa en lo que viene. «Cuando estás en un pabellón común, como Devoto no es fácil; pero en una celda tenés mucho tiempo para pensar en lo que hiciste, y lo recordás todo el tiempo cuando la televisión te muestra tantas cosas que pasan… Pero estar solo me permitía proyectar, y ahora sí me permito soñar… estoy de novio con una persona que es mi gran apoyo, voy a tener una profesión (analista de sistemas) y tengo decidido que me voy a quedar en Santa Rosa. ¿Trabajar en el Liceo?¿Por qué no? Es una posibilidad. Sueño con cosas simples: con caminar sin apuro de la mano con mi novia, sin pensar que tengo que volver a tal hora; o poder sentarme en una plaza 20 metros más allá sin tener que rendirle cuentas a nadie, porque hoy tengo un perímetro en el que puedo moverme… Sí, tengo ilusiones, y estoy seguro que voy a poder».
Y uno lo ve tan convencido que no puede menos que creerle. Lo soportó todo, y lo que viene parece bastante mejor. Felipe casi pagó su deuda, y ahora quiere lo que todos: ser feliz. Ser libre, nada más, y nada menos… sentir que puede correrse 20 metros más acá, o más allá sin condicionamientos. Caminar de la mano con su novia, sintiendo que el aire fresco le golpea la cara… Sí, ser libre.
Lo cierto es que, sin trabajo, sin recursos, reinsertarse le resultaría una tarea imposible.

«La cárcel no recupera a nadie».
La Constitución Nacional establece que las cárceles serán para recuperación e inserción de quienes caigan presos. Y eso no es cierto, porque allí pocos pueden redimirse y volver a vivir en sociedad.
«Es una escuela para quienes delinquen», admite Felipe, aunque estima que «sólo un 30% reincide».
«Cuando me agarraron me habían seguido meses: vi un tipo leyendo el diario pero lo tenía dado vuelta, y me dí cuenta que había perdido… Me condenaron y me ingresaron a un pabellón en Devoto a las 3 de la mañana… era un lugar para 100 personas y había 500. Fue bravo, pero por suerte un conocido me integró a su ‘rancho’ y la fui llevando… un día un tipo me probó y tuve que pelear, y me quedó esta marca (muestra un puntazo en un brazo). Me dí cuenta que para sobrevivir ahí tenía que estar lúcido», menciona. Había probado drogas -marihuana y cocaína- pero no se hizo adicto: «En la cárcel no consumí, porque tenía que estar lúcido para estar vivo, estar atento a todo. Y llegué hasta aquí».
«¿Si me arrepiento? Pero cómo no me voy a arrepentir si me perdí la mitad de mi vida… Cuando fui a Chaco vi que era terrible: te muelen a palos y es un sistema de sumisión… cuando entré ahí estuve 25 días sin ver el sol, y me dije que a 25 años en ese lugar no iba a llegar. Tenía que ocupar mi mente, terminé el secundario, y después me dijeron que en Santa Rosa podía estudiar analista de sistemas y me trasladaron. Por suerte…».
No todos lo consiguen. Quizás a Felipe lo salvó su inteligencia, su fortaleza espiritual para sobrevivir en un medio altamente hostil, que ofrece pocas posibilidades…

¿Nadie puede hacer nada?
Hace tiempo un adolescente (hoy 20 años), autor de robos menores, tras pasar por un calabozo, pidió públicamente una oportunidad al entonces titular de Familia y Niñez: quería trabajo.
No hubo gestión del funcionario y el joven está en la Alcaidía. Saldrá en días y aún espera ayuda de la única forma posible: que le den trabajo. Dicen que si hay solidaridad el chico puede «zafar», que muestra arrepentimiento. ¿La sociedad, y el estado, no harán nada para impedir que vuelva a la cárcel? En estas horas un empresario de la construcción prometió darle trabajo en una obra en Macachín. Ojalá así sea.

 

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