La clausura de La Rosa la semana pasada reavivó una discusión sobre el trabajo sexual, la explotación del cuerpo ajeno, el cierre o no de las whiskerías. Pero poco se dijo de los hombres que pagan por sexo. A nivel nacional dos proyectos piden sancionar a los consumidores de prostitución

Virginia Giacosa

La clausura de La Rosa, el emblemático cabaret de Pichincha, fue la mecha que encendió un viejo debate sobre la prostitución y la explotación sexual de las mujeres. Los regenteadores y proxenetas que se encargan de facilitar la prostitución de las mujeres, las chicas que ejercen y defienden ese oficio y la norma municipal que habilita el funcionamiento de ese rubro fueron algunos de los ejes de la discusión. Sin embargo, como siempre sucede, casi nada se dijo acerca de los hombres que consumen prostitución. Un negocio que empezó siendo una industria artesanal y que al día de hoy adquirió la escala de una multinacional corporativa, donde el eslabón de la trata es el principal proveedor de toda la cadena. «El Estado y los prostituyentes, mal llamados clientes, son los que deben pagar estas cuentas», advierte Susana Chiarotti, abogada y directora del Instituto de Género, Derecho y Desarrollo, quien adhiere al modelo sueco de «penalizar al cliente».

Aunque a nivel nacional hay dos proyectos que van en esa dirección hablar de los hombres que pagan por sexo rara vez son parte de la agenda pública cuando se debate el tema. Una de las iniciativas nacionales es la del senador Aníbal Fernández que apunta a penalizar el consumo de prostitución sólo en casos de trata. La otra, pertenece a la diputada Marcela Rodríguez, del monobloque Democracia Igualitaria y Participativa –que lleva las firmas también de representantes del oficialismo y de bloques de la oposición–, y propone penas de seis meses a tres años de prisión a quien paga “por el uso sexual de una persona”. Es decir, no distingue si es una víctima de trata o no. Pero en ninguno de los casos se plantea una condena a las personas que son objeto de ese comercio.

Suecia fue el primer país en implementar la política criminal de penalizar a los clientes de prostitución para combatir la trata de mujeres para explotación sexual. «El modelo sueco lo que hace es penalizar al cliente. Porque no se permite que el cuerpo del otro sea utilizado como objeto, que se pueda comprar o alquilar. En este sentido, no se pueden satisfacer deseos o fines en base al uso del cuerpo del otro», explica Chiarotti. Sin embargo, aunque la medida aplicada en ese país y repetida en otros puntos europeos logró bajar el índice de prostitución provocó un aumento del turismo sexual hacia países como Holanda donde la prostitución está reglamentada o permitida. Por eso es que además de una legislación hace falta un cambio cultural fuerte, según la especialista.

En este punto, Chiarotti plantea que el negocio de la prostitución creció como nunca porque lo hizo de la mano del neoliberalismo. «Hay un sentido capitalista de la vida. Los hombres creen que pueden tener un buen auto, el mejor teléfono celular y también pagar por el cuerpo de una mujer como si fuese una mercancía más», reflexionó.

En tanto, a partir de un sentido filosófico expresó que se puede pensar que «al romperse el contrato sexual entre hombre y mujer» también se produjo un aumento de este tipo de prácticas. «Hoy las mujeres, a diferencia de décadas anteriores, pueden decirle no al varón. No me caso con vos, no sigo viviendo con vos, no quiero tener sexo con vos, me quedo sola, me puedo mantener, me separo, me hago cargo de los hijos, cosa que antes no sucedía porque la mujer tenía menos posibilidades para hacerlo. A partir de eso, lo que sucede es que el hombre acude a lo que serían las mujeres de todos a partir de esa vieja idea de que cada hombre tiene una mujer y que además, tiene a aquellas que son de todos, las prostitutas», explicó.

Argentina sigue lo que sería el modelo alemán donde se considera a la prostitución como trabajo sexual. Como acá, en ese país no se persigue al cliente. La diferencia es que en Alemania las trabajadoras tienen hasta un seguro de empleo. Sin embargo, en Argentina el proxenetismo sí es considerado un delito. El país es abolicionista desde 1936, cuando se aprobó la ley 12.331 de profilaxis. Lo que sucede es que quienes regentean esos locales donde se facilita la prostitución pagan sumas mensuales a la policía, funcionarios de distintas administraciones y hasta oficiales de la Justicia, para trabajar. «Cómo frenarlo si hasta muchos funcionarios judiciales y estatales son clientes, o mejor dicho, prostituyentes», agrega Chiarotti.

En este sentido, para la especialista en género lo que sucedió con la clausura de La Rosa dejó al desnudo una serie de complicidades e irregularidades pero también de incoherencias del mismo sistema. «No puede haber personal de tránsito que cuide los autos del Indio Blanco, dueño del cabaret, y de los clientes. No puede haber un contrato firmado con el Instituto de la Mujer que avale ese tipo de trabajo. No puede haber una habilitación a un local donde se facilita la prostitución y se explota a las mujeres cuando hay una ley nacional que pena ese delito», dijo Chiarotti y denunció que «todo el entramado de contradicciones sociales pero sobre todo de los funcionarios quedaron en evidencia en una sola noticia».

 

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