Pasó diez de sus 29 años privado de la libertad. Entre rejas comprendió el peso de haber nacido pobre y morocho en un rincón del Gran Buenos Aires. La educación primaria la completó en el penal de Olmos, uno de los más peligrosos de la provincia. El secundario lo cursó en las cárceles de Alvear y Magdalena, hasta recibirse en la Unidad Nº42, de Florencio Varela. Durante su tercera condena comenzó a estudiar Sociología en la sede que la Universidad de San Martín fundó en la Unidad 48 del Complejo Norte de José León Suárez. Hoy, sólo siete materias separan a Jesús Abelardo Cabral del título de licenciado. Además, trabaja en la Secretaría de Extensión Universitaria de la UNSAM y escribe para la sección Policiales de este diario. Macizo y de corte americano, este hombre logró quitarse el estigma de ser noticia para transformarse en periodista. Y no olvida el salvajismo del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), que lo torturó física y mentalmente, al punto de cambiarlo clandestinamente de penal y simular su ejecución dentro de un camión de traslado. Sin embargo, no abraza el resentimiento: lo que lo lleva a recorrer las barriadas del Conurbano es la convicción de que las cosas pueden cambiar. Lo sabe en carne propia. Y está dispuesto a no guardarse nada.
Sentado en uno de los sillones de un reciclado bar de Colegiales, Jesús jura que escribir fue sobrevivir. Que, torturado en democracia, se asombró al leer los reportajes a los militantes detenidos por la dictadura y descubrir que cada testimonio era idéntico a los tormentos que atravesaba a diario. «Los métodos siguen siendo –cuenta con un dejo de tristeza– los mismos. El Servicio Penitenciario es una deuda de la democracia, ahí se esconde la resaca de la noche dictatorial.»
Cierta madrugada sin sueño se topó con Rodolfo Walsh. El encuentro no fue casual: sólo los separaban medio siglo y algunos metros. Las cuestiones de fondo no habían cambiado. Así lo entendió cuando leyó la «Carta Abierta a la Junta Militar», con las fosas nasales perfumadas por el basural de José León Suarez que Walsh desentrañó en el libro Operación Masacre. Apuñalado, con la carne magullada por la prepotencia uniformada, Jesús comprendió que la palabra podría transformarlo. Que pronto dejaría de ser objeto del castigo del SPB para convertirse en sujeto crítico. «No es casual –opina– que hayan construido una cárcel sobre un basural. Sabían de antemano que el agua estaba contaminada. Pero no importó: ahora los bidones con agua mineral son para los penitenciarios y los presos toman de la canilla. Es un exterminio silencioso de la clase más desfavorecida. Puedo asegurar que las cárceles están llenas de pobres. Y que todos tenemos algo en común: ser morochitos.»
Producir y reproducir la violencia. Esa parece ser la política penitenciaria provincial. Esto quizás explique que cada vez sean más los liberados que tienen problemas para desenvolverse en sociedad.
«Estar detenido en la provincia de Buenos Aires –explica– es estar aislado, sobrevivir en condiciones precarias  e inhumanas. Allí el abuso de poder es constante, el sistema hostil te deshumaniza, hasta transformarte en una bestia. Esa es la raíz de que los delitos sean cada vez más violentos. El SPB te rompe los huesos por cualquier cosa. Y te los rompe de verdad.»
Una tarde de verano de 2011, después de tantas denuncias por apremios ilegales, de sufrir tormentos y amenazas por su lucha, Jesús recibió la visita intempestiva de un grupo de penitenciarios. Primero lo golpearon. Después le cubrieron la cabeza con un trapo y lo subieron a un camión. El viaje fue largo. En el camino le gritaron que se suicidara, que iba a ser mejor. Él aguantó en silencio. Oscuro y húmedo es el recuerdo del simulacro de fusilamiento. Tan real como el sonido metálico del gatillo rebotando en seco. La entrada al penal de Magdalena estuvo a tono con las circunstancias. Lo encerraron en una celda aislada y le tiraron una corbata. «Atátela», le gritaron con sorna. Ocurre que dentro de los muros, atarse la corbata equivale al suicidio. Y no son pocos los presos que son inducidos a la muerte por la maquinaria penitenciaria. A Jesús lo salvaron, entre otras cosas, las dos comunicaciones telefónicas que mantuvo con Víctor Hugo Morales y que hoy recuerda como «vitales».
«Me llevaron –repasa– desoyendo el fallo de una jueza que impedía mi traslado. Gracias a Dios que hablé con Víctor Hugo en su programa de radio y mi situación se conoció, porque en otra etapa del país, no estaría hablando con vos, estaría muerto.»
Pero Jesús está vivo. Y dicta dos talleres en el merendero Los Amigos, del Barrio Sarmiento, en San Martín. Uno de percusión, para niños; otro de periodismo popular, abierto y gratuito, para jóvenes y adultos.
«Es compartir con aquellos que sufren lo que la universidad pública me dio. Vivimos en una sociedad de consumo donde no todos pueden acceder a los bienes que ofrece el mercado, entonces resulta lógico que las cárceles estén llenas. El delito no es una enfermedad, es un problema cultural. Si no se trabaja con los jóvenes, el destino será la cárcel y eso, estoy convencido, se puede evitar», concluye antes de subir al tren que lo regrese a San Martín, donde cursa las últimas materias del resto de su vida.  «

 

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