La Cámara Provincial de Apelaciones de 2ª Nominación en lo Civil y Comercial revocó recientemente el fallo del juez de primera instancia Aldo Novak, quien en febrero último reconocía el derecho a sindicalizarse del personal penitenciario provincial.

El fallo de primera instancia fue dictado mientras en otro fuero transcurría el juicio por el motín del penal de San Martín, en un contexto donde se asistió a la exposición pública de la tragedia por la que atravesaron varios miembros del Servicio Penitenciario tomados de rehenes. En ese juicio salió a la luz también la desastrosa situación de presos y trabajadores penitenciarios, ambos como partes de un módulo unitario de “víctimas” de las condiciones carcelarias. Este último fallo de la Cámara tiene otro contexto. Se dictó un día después de los desmanes frente a la Legislatura.

No intento confrontar con estos ejemplos a los policías y penitenciarios –que no pueden manifestar públicamente su descontento ni reclamar colectivamente por sus heridos ni por las condiciones en que son expuestos a la violencia– con los manifestantes o trabajadores que pueden adoptar diferentes vías de reclamo colectivo. Hacer tal cosa es dejar que el árbol tape la imagen del bosque, cuando para mí resulta claro, como resultó en febrero, después del motín de San Martín, que ambas cuestiones son una sola. Un ejemplo ayuda a verla.

Al recibir el fallo de la Cámara, uno de los policías retirados que esperaban la noticia en los pasillos de Tribunales contó que en los desmanes del 30 de julio, habían mandado a las mujeres policías al frente sin chalecos ni cascos, con la expectativa de que fueran lastimadas por los elementos arrojados por los manifestantes, y así incitar y justificar una avalancha de represión indiscriminada.

No me constan esos hechos, pero lo que sí consta a todos, especialmente después del fallo de la Cámara, es que de haber existido tales órdenes –a las mujeres y de represión indiscriminada– ninguna de ellas hubiera podido ser cuestionada por sus destinatarios, ni podría ser denunciada a posteriori sin sanciones a los policías, y nunca podría ser parte de un reclamo colectivo o llegar a conocimiento público sin represalias o mártires.

Miradas distintas. Es desde esta perspectiva interesante percibir las diferencias ideológicas que existen entre la sentencia del juez de primera instancia, que admite el derecho a sindicalizarse de una de las fuerzas de seguridad del Estado, y la otra, dictada por tres camaristas del mismo servicio judicial que lo niega. Ambas sentencias traslucen las visiones de dos generaciones de jueces en pugna, que no son sino dos concepciones antagónicas sobre la historia institucional argentina y el significado de los derechos humanos entre y frente a la violencia. Basta observar las razones en las que se asienta el fallo de la Cámara, y ver en ellas los síntomas del desacuerdo al que se alude.

En primer lugar, se sostiene que son los tratados internacionales de derechos humanos, de la OIT, los que excluyen al personal penitenciario de este derecho. Es decir, los camaristas entienden que la comunidad internacional, para avanzar en el reconocimiento de los derechos laborales es la que, precisamente, se ocupó de excluir al personal penitenciario del derecho reconocido en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional. Algunos representantes de la OIT tímidamente desmintieron al gobernador Juan Schiaretti cuando embanderó este argumento.

La OIT, los sindicatos y los abogados de derechos humanos deberán involucrarse en este debate judicial, si es que realmente no quieren que se consolide una interpretación constitucional como ésta: que los tratados de derechos humanos segregan a ciertos grupos del goce de derechos que la Constitución confiere a todos.

El segundo argumento es aún más sintomático. Los camaristas entienden que a los penitenciarios provinciales les es aplicable –por dudosa analogía– la ley 20.416 del general Alejandro Lanusse. Fue dictada para la organización del Servicio Penitenciario Federal en 1973, en pos de garantizar el entonces “todopoderoso” y “autoexplicativo” objetivo –que ahora los vocales de Cámara hacen suyo– de mantener el orden y la paz social.

Está claro, sin embargo, que al dictar esa ley no estaba en los planes de Lanusse adecuarse o responder a las premisas de la OIT, y que los gobiernos de facto tuvieron una concepción muy particular de cómo asegurar el orden y la paz social. Para el Estado de aquel entonces, y a sus fines, la Policía y los penitenciarios no tenían ninguna diferencia sustancial con las Fuerzas Armadas. Mientras Novak, en febrero, se empeñaba en remarcar las singularidades de las fuerzas de seguridad civil en su función esencial de servicio público hacia una ciudadanía democrática, y en particular de servicio de rehabilitación social de internos y reclusos, los camaristas sólo advierten la existencia de una “única” fuerza, ésa que diseñó y dictaminó Lanusse en 1973.

Es difícil olvidar que aquella fuerza unitaria fue entrenada para ver sospechosos en cada ciudadano, subversivos en cada manifestante, y terroristas en cada detenido, y para obedecer irreflexiva e insensiblemente a los mandos superiores.

No hay duda de que parte de los argumentos de la Cámara apela a intuiciones y valores que compartimos, fruto de una historia institucional común. Pero también algo de esos argumentos nos hace ruido en nuestra joven conciencia democrática, aun en su adolescencia. Por lo menos, lo hizo en la conciencia del juez Novak.

El debate recién empieza, pero se advierte que algo no está del todo bien si necesitamos segregar a una clase de ciudadanos de sus derechos básicos para asegurar una guardia pretoriana al gobierno de turno, y en especial, si fundamentamos tal discriminación en el espíritu de una ley de facto como la regla que sirve para asegurar el orden y la paz social. Ni hablar de lo paradójico que resulta ver a los tratados de derechos humanos usados como tinta de rubrica de la segregación ciudadana.

 

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