Recorrer el Instituto Agote es un viaje a una cueva sórdida, inmunda, casi asfixiante. La mayoría de los 57 jóvenes de 16 a 20 años, detenidos allí por causas penales graves, duerme en celdas diminutas, con ventanas reducidas a su mínima expresión y vidrios pintados de verde oscuro o amarillo que impiden que pase el sol y tengan contacto con el exterior. “Todos estamos pálidos”, se queja uno. Parecen fantasmas. La humedad brota por los pisos y las paredes. Los baños apestan. Lo único que parece funcionar son las puertas enrejadas, atadas con cadenas pesadas, selladas con dos enormes candados cada una, que se repiten insistentemente. En el Agote, ubicado en el barrio porteño de Palermo, como en los otros cuatro institutos de seguridad del Consejo Nacional del Menor y la Familia no hay programas de resocialización estructurados. La inactividad de los adolescentes allí encerrados es casi absoluta. La televisión, prendida eternamente, es su principal distracción. Durante el ciclo lectivo tienen apenas 45 minutos de clase diarios. Las nuevas autoridades del organismo prometen terminar con este sistema que, según las estadísticas, empujaría irremediablemente a los chicos hacia la reincidencia. A la hora de reformular su política, los funcionarios dicen tener muy presente un dato: que el 84 por ciento de la población carcelaria de mayores pasó en su infancia o juventud por institutos de menores, de seguridad o asistenciales (ver aparte).
“Así, estos chicos transitan un camino sin salida, hacia la reincidencia y no hacia la reinserción social, que es lo que vamos a buscar ahora”, señaló a Página/12 la secretaria de Acción Social, Cecilia Felgueras, de cuya área dependen el Consejo del Menor. En los institutos de seguridad del organismo actualmente hay 445 adolescentes. La superpoblación es una constante. En el Manuel Rocca, cuyo edificio es aún más inhumano que el del Agote, hay 180 chicos entre 16 y 20, cuando su capacidad es para 120, lo que significa que en algunas celdas, de 1,5 por 2 metros se apiñen 2 a 3 chicos. En octubre, incluso, llegó a tener 255. En el Agote la situación es levemente mejor: hay 57, es decir, 12 más de los que la infraestructura prevé.
Pero lo más grave es que “no hay un plan adecuado de resocialización o revinculación en ninguno de ellos”, destacó a este diario María Orsenigo, titular del Consejo del Menor y la Familia desde enero. “En general -continuó la funcionaria–, los institutos cerrados son en estos momentos de muy mala calidad, con infraestructura muy débil. Los espacios son cerrados y chicos; la escolaridad no está garantizada en forma total. Además, es muy bajo el nivel de capacitadores y maestros, es decir, de quienes definen cómo ocupar el día de los chicos en determinadas tareas resocializadoras y generadoras de hábitos”.
“Estás acá y es una eternidad”, comenta un adolescente de 18, con más de un año en el Agote, cuyo prontuario acumula ya varias pasadas por otros centros de reclusión de menores.
Una a dos clases de computación semanales y cada tanto otra de cerámica son los únicos talleres pautados por estos días de vacaciones en el Instituto Agote, una mole gris de tres pisos, que ocupa la esquina de Darregueyra y Charcas. “Queremos que pongan más talleres, nos gustaría aprender carpintería, electricidad”, reclama Gastón. En época de escuela, la jornada no varía demasiado: tienen apenas 45 minutos de escolaridad diaria. “Si fuera por nosotros, estaríamos todo el día en la escuela”, asegura otro adolescente, de 17 años. En el Agote, el 33 por ciento tiene primaria incompleta; el 35 por ciento la terminó y el 19 por ciento empezó la secundaria, pero la abandonó. La mayoría acumula otras estancias en centros de reclusión de menores. Más de la mitad de los internados del Agote tiene alguna acusación de homicidio y robo a mano armada. Entre ellos está uno de los pibes procesados por el crimen del arquitecto Félix Miranda, quien fue asesinado el 23 de abril último, cuando una banda dechicos de 15 a 17 años entró a robar en su departamento, en Palermo, en un caso que tuvo gran repercusión en la prensa.
“Ni siquiera se les permite la lectura en forma regular dentro del pabellón. Los libros –argumentan los guardias– pueden ser utilizados como arma de guerra”, comenta Orsenigo. Si quieren leer, tienen que hacerlo en la biblioteca.
Horas muertas
Para llegar al primer sector donde se almacenan los menores hay que atravesar tres pesadas rejas. Una puerta pintada de rojo, con una ventanita minúscula de unos 20 centímetros por 10, con su respectiva reja, permite el ingreso al sector de admisión, en la planta baja. Los menores no deberían permanecer allí más que un breve lapso, hasta ser reubicados, pero por la sobrepoblación del instituto, los tres detenidos de 18 años que lo ocupan llevan entre 4 y 9 meses. El calor descompone. Los tres escuchan música en una habitación-pasillo de 1,5 por 6 metros.
–¿Qué hacen todo el día?
–Escribo cartas, escucho música … –responde uno de ellos.
Las nuevas autoridades les prometieron ventiladores de techo, pero todavía no los colocaron porque se debe cambiar toda la instalación eléctrica, que está al borde del colapso. En una ventana se notan los intentos de los menores de ver el sol: la pintura verde que la cubre, como a la mayoría de las ventanas del edificio, está raspada. Un guardia explicará más adelante los motivos de la pintura: “Es para que ellos no vean a la gente de afuera, porque si no les gritan obscenidades, se desnudan y los vecinos se quejan”.
En el primer piso, el resto de los internos se distribuye en cuatro sectores: sólo en uno de ellos duermen en un pabellón colectivo. El resto, en especie de caniles. Algunos tienen ventiladores de techo, pero el encierro es tal que los aparatos no logran que el calor y el agobio ceda. Además de la tele, tienen radio con pasacasetes, juegos de damas, ajedrez y cartas. Algunos, aunque no les interese la informática, le suplican al profesor que los convoque igual y permanecen sentados en el aula, callados y sin hacer nada. “Al menos cambian de ambiente”, cuenta el docente.
Al patio, los internos del Agote salen dos veces por día, 45 minutos en cada oportunidad. Pero ahí tampoco respiran aire puro. La recreación se cumple en un espacio techado.
El estado de los baños es lamentable. En algunos casos no tienen ni botón para tirar agua. Tampoco permiten la privacidad: las duchas y los agujeros que hacen de inodoros comparten el mismo lugar.
Es paradójico, pero estos adolescentes, que según la Convención Internacional por los Derechos del Niño –a la cual Argentina adhirió en 1991– no deberían soportar “tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes” en su detención, ni siquiera tienen acceso a un teléfono público para comunicarse con sus familiares y amigos. Sólo pueden hacer dos llamadas los viernes, de no más de 3 minutos cada una, desde un aparato de la administración. Pero el reclamo central es tener acceso a otras actividades programadas. “Sería bueno que saliéramos de acá con algún oficio ¿no?”, comenta uno de los internos del Agote.
Sólo una pintada en letras negras puede darles una idea a los vecinos de lo que sucede adentro del Agote: “Todos tus muertos”, escribió con aerosol algún fan del grupo de protesta rasta-punk, tal vez sin imaginar el significado de la frase dejada en ese lugar.

 


 

MARIA ORSENIGO, TITULAR DEL CONSEJO
“No se respetaban los derechos de los chicos”

Por M.C.

 “Queremos que los institutos de seguridad sean más pequeños. Tendríamos que estar trabajando con estructuras de 20 a 40 chicos”, asegura María Orsenigo, presidenta del Consejo Nacional del Menor y la Familia. Desde enero, cuando asumió en su nuevo cargo, no deja de sorprenderse por las “irracionalidades” e “irregularidades” detectadas en el organismo. El gasto por chico en instituciones del Consejo “es sumamente alto”, revela. Como ejemplo, señala el caso de los hogares de convivencia donde “cada menor le sale al Estado unos 1200 pesos por mes, cuando un costo razonable rondaría entre 300 y 400 pesos”. El pago a las entidades privadas que se encargan del cuidado de chicos es desigual y arbitrario: por el mismo tratamiento algunas reciben 12 y otras 45 pesos por día por menor.
Las nuevas autoridades recibieron una deuda de la gestión menemista de 15 millones de dólares. “No se pagaban a prestadores y proveedores desde agosto. Encontramos un rojo en luz, gas, y teléfono”, describe Orsenigo, que viene de cumplir una función similar en el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Reordenar el organismo para cumplir con la Convención Internacional de los Derechos del Niño es su meta.
–¿El Consejo trabajaba respetando la Convención?
–No. Entre otros, no respetaba los derechos de los chicos a la familia (se promovía la institucionalización más que su revinculación familiar), a la información (en el caso de los que están en institutos de seguridad tienen una absoluta incertidumbre sobre sus causas judiciales), a la educación (en institutos cerrados, el tiempo de escolarización es muy reducido), y a la identidad (encontramos montones de chicos sin identificación).
–¿Cómo piensan reformular los institutos de seguridad de menores? ¿Van a eliminarlos?
–No. Se van a tratar de eliminar tal cual como están, porque no son instituciones válidas para que un chico que haya cometido un delito pueda realmente repensarse a sí mismo. Si bien consideramos que si han cometido delitos deben cumplir la medida de privación de la libertad, tenemos que lograr ámbitos adecuados para su tratamiento.
–¿Cómo deberían ser?
–Por supuesto más pequeños que el Rocca (donde hoy hay alojados 180 adolescentes de 16 a 18 años). Tendríamos que estar trabajando con 20 y 40 chicos.
–¿Van a seguir funcionando en los mismos edificios? Algunos, como el del Agote, tienen su estructura muy comprometida.
–Estamos estudiando todo el sistema patrimonial del Consejo. El organismo tiene muchos espacios tanto en la ciudad de Buenos Aires como en la provincia. Nos parece absolutamente inadecuado que los institutos de seguridad más grandes estén en el centro de la ciudad, porque no tienen espacio libre suficiente como para que el chico pueda desarrollar actividades ni disfrutar del aire libre. Estos espacios tan chiquitos no dan posibilidades de que se pueda repensar al chico en un proceso de reorganización de vida. Tenemos que regenerar espacios en donde se puedan trabajar distintas instancias de reinserción, donde vayan adquiriendo cada vez mayores libertades.
–¿Cuáles son las prioridades de su gestión?
–Finalizar una investigación de la situación judicial de cada chico, para poder ir a hablar con los jueces que los tienen bajo su tutela y plantearles otro sistema. En segundo lugar, evaluar el patrimoinio y determinar cómo generar nuevos espacios. Para los chicos del Rocca que no están en situación muy complicada y podrían estar en regímenes más abiertos, se podría pensar en espacios alternativos como hogares de convivencia, con 12 a 15 chicos, con operadores y sin guardias.

“Es como si no existiera”“Si consigo trabajo, no, sino sí”, responde Angel. La pregunta es si piensa seguir robando cuando quede en libertad. Por ahora lleva ocho meses recluido en el Agote, pero no sabe cuánto tiempo más estará adentro. Angel no es un novato en los institutos de seguridad del Consejo Nacional del Menor. Antes pasó por el San Martín, el Belgrano y el Rocca, un recorrido que han hecho muchos de los que conviven con él en el Agote. La primera vez que entró en un instituto tenía 12 años. Hoy tiene 18 y sobre él pesa una condena por robo a mano armada.
–Me gustaría tener un trabajo donde cobre bien. Pero no tengo oficio ni nada. Yo me siento como si no existiera. La plata te da cosas, te da muchas cosas …–dice mientras mira tele. Angel tiene mujer y una hija de un año y un mes, que viven en San Martín.
–Si no consigo trabajo, de algo tengo que vivir ….–se justifica. Su padre desapareció de su vida hace años. Su madre es empleada doméstica. El es el mayor de seis hermanos. “Los de 17 y 15 estuvieron en el (instituto) San Martín cuando eran chicos, pero ahora ya no roban”, dice.

 

Patricio, la vidaen un instituto

Por M.C.

Hay chicos que llevan 14 años de institucionalización. Patricio llegó al Consejo Nacional del Menor y la Familia en 1992. Era un niño. Tenía 11 años, cuando un policía de la comisaría 44ª lo detuvo por “vagancia”. A partir de ese momento, su vida estuvo signada por una permanente institucionalización. El chico fue detenido y derivado sucesivamente a más de una docena de instituciones vinculadas con el Consejo, por infracciones menores. Entró y se escapó una veintena de veces. Pasó por hogares para chicos, comunidades terapéuticas, clínicas neuropsiquiátricas y unidades de reclusión. Su vida, bajo la tutela del Estado, no encontró un rumbo. En 1999, se le abrió una causa por robo y hoy, a los 19 años, se encuentra internado en el Instituto de Seguridad Agote, donde alrededor del 50 por ciento de los adolescentes que lo acompañan está acusados de homicidio (ver aparte). “La historia de Patricio es una muestra de la cronicidad del sistema”, denunció María Orsenigo, titular del Consejo Nacional del Menor y la Familia, y prometió terminar con la “irracionalidad” de un organismo del que depende la vida de alrededor de 5000 chicos.
Las primeras auditorías realizadas por la nueva gestión revelaron que el Consejo “viene violado sistemáticamente la Convención Internacional de los Derechos del Niño, con estrategias que apuntan a la institucionalización, en lugar de trabajar en el fortalecimiento del vínculo del chico con su familia. Un ejemplo de la “perversidad” de esta política son los montos de los subsidios que entrega el organismo: entre 400 y 700 pesos por chico a organizaciones no gubernamentales que se encargan de cuidarlos en pequeños hogares, y apenas hasta un máximo de 300 pesos, sea cual fuere el tamaño de la prole, a familias que tienen dificultades económicas para criar a sus hijos.
“El sistema no está planteado para refortalecer las redes vinculares de la familia de origen o ampliada del niño, sino para generar tercerización en su atención”, señaló, con indignación Orsenigo, que viene de ocupar un cargo similar en la ciudad de Buenos Aires. Ni siquiera se preservaba el derecho de los menores a la identidad. “Encontramos que muchos chicos no tienen documento de identidad”, apuntó Mónica Hobert, directora nacional de Protección del Menor y la Familia.
Olvidados
De los 5000 chicos que reciben algún tipo de ayuda del Consejo, 2535 están institucionalizados: 445 en centro de reclusión (ver aparte), 598 en institutos asistenciales, 544 en las llamadas amas externas (familias que se hacen cargo de menores de 2 años a cambio de un subsidio), 948 en pequeños hogares del mismo organismo o privados.
“El egreso más común es la fuga”, observó Orsenigo. A los chicos se les puede ir la infancia y la adolescencia en un instituto asistencial sin que el organismo haya definido una estrategia sobre su futuro. “Detectamos que pueden estar tiempo indefinido. Hemos encontrado chicos que han entrado por amas externas, antes del año y hoy llevan 14 años de institucionalización”, indicó Hobert. Es el caso de José. Llegó al Consejo cuando tenía meses de vida. Ahora está a punto de cumplir 15 años. Es el mayor de seis hermanos, cinco varones y una mujer. Al principio vivían todos juntos en un hogar, pero cuando esa institución cerró, los dividieron: los niños fueron trasladados al Instituto Alvear, ubicado en el partido de Luján, y la nena quedó internada en el Hogar Madre de la Esperanza, en Bajo Flores. “La madre vive en la Capital Federal. Nunca se trabajó la revinculación de ella con sus hijos ni tampoco si la mujer quería darlos en adopción”, opinó Hobert. José acumula 14 años en un instituto asistencial. Del diagnóstico de la nueva gestión surge que las alternativas a la institucionalización eran escasas o inexistentes.
La vida en un legajo
Da escalofríos conocer el circuito de atención de los chicos que llegan al Consejo por causas asistenciales, léase, pobreza, violencia, abusos sexuales, como el caso de José y sus hermanitos. “Los chicos han sido tratados siempre como legajos”, cuestionó Orsenigo. El de Patricio suma más de 500 páginas (ver aparte).
“Los chicos pueden ir a cualquier parte, los derivan a cama caliente. No se elige un lugar que quede cerca de su casa, donde la revinculación familiar sea posible, donde se facilite la visita. La madre puede vivir en Parque Patricios y encontrarle una cama en Luján. Si el chico necesita ir a un hogar de convivencia, su legajo pasa al departamento de becas y de acuerdo a lo que leen lo derivan”, continuó Orsenigo. Al chico no lo vuelve a ver nadie. “Se fijan políticas a través del legajo. Esto lo queremos revertir, queremos que los chicos vuelvan a ser chicos, que el pasaje de un tratamiento a otro sea de escala humana”, agregó.
El otro aspecto perverso del sistema es la falta de control sobre la atención que brindan las ONGs que se ocupan de los chicos. “Encontramos que la supervisión de esas instituciones era ineficiente y tampoco había un seguimiento del tratamiento del menor”, denunció la presidenta del Consejo.

 

http://www.pagina12.com.ar/2000/00-02/00-02-20/pag19.htm