Contra lo señalado por la Presidenta, los críticos de la reforma judicial no objetamos en bloque los proyectos presentados por el Gobierno, y mucho menos los objetamos del mismo modo o por iguales razones. Tal vez al oficialismo le convenga confundirlo todo, pero quienes lo criticamos no tenemos por qué aceptar laconfusión que el Gobierno propone , colocando las seis reformas «en el mismo lodo».

Para muchos críticos sigue resultando claro que entre los seis proyectos presentados existen tres que son, si bien mejorables o timoratos, constitucionalmente irreprochables (ingreso a la Justicia; declaraciones juradas; publicidad de las decisiones judiciales). Los otros tres proyectos, en cambio, concentran la atención y preocupación generales: la creación de nuevas cámaras de casación, la modificación de las cautelares y los cambios en las formas de designación de los miembros del Consejo de la Magistratura . De ellos, al menos los dos últimos se enfrentan a inconstitucionalidades graves.

El primero de los tres proyectos impugnados, referido a la creación de nuevas cámaras, no resulta obviamente inconstitucional, sino, en todo caso, antipopular y antiobrero. La iniciativa resalta ante todo por el modo en que contradice los objetivos declamados de la reforma: las nuevas cámaras de ningún modo democratizan nada, sino que vienen a reforzar la estructura jerárquica, verticalista y burocrática del viejo y vetusto sistema judicial existente. ¿Por qué llamar «democrática», entonces, a una reforma que en un aspecto central viene a hacer lo contrario de lo que proclama?

El problema, de todos modos, no se limita a una cuestión de nombres o adjetivos: estamos acostumbrados a la mentira oficial. El problema central es el modo en que con estas nuevas cámaras se afectarán los intereses de los más vulnerables (cámaras que además -así lo asegura la norma- serán inmediatamente ocupadas por nuevos jueces designados por el Gobierno, sin necesidad de acordar con nadie). Gracias a estas nuevas instancias, los jubilados que hoy litigan por el reajuste de sus haberes encontrarán un nuevo y terminal escollo (procesal y temporal) a sus reclamos; y los trabajadores pobres verán extendidos por unos cuantos años más los litigios que heroicamente se habían propuesto iniciar contra sus patrones: ¿qué trabajador estará capacitado, anímica y económicamente, para afrontar un proceso que, desde el inicio, promete extenderse hasta el infinito?

Los dos proyectos restantes -reforma de las cautelares, reforma del Consejo de la Magistratura- resultan en cambio implausibles, pero además, y sobre todo, claramente inconstitucionales. La inconstitucionalidad de la reforma de las cautelares resulta sencilla de ver, y más sencilla de ver resultará para los tribunales: ya repetidas veces, y con anterioridad a la llegada del kirchnerismo, los tribunales que entienden en lo Contencioso Administrativo han dejado en claro que rechazan las limitaciones impuestas por el poder político sobre las medidas cautelares. Eso es lo que dijo la Justicia, enfáticamente, frente al intento del ex presidente Eduardo Duhalde (y la ley 25.587) de restringir el alcance de las cautelares en los casos relacionados con el «corralito» sobre el sistema bancario: «Toda persona tiene derecho a poder recurrir a la Justicia» y así «ampararse ante los atropellos de los funcionarios».

La nueva regulación, en cambio, dispone limitaciones injustificadas para el establecimiento de una cautelar y le exige al juez, para establecerlas, niveles de certeza impensables aun para una sentencia definitiva. La pregunta es, entonces, por qué se ha procurado insistir en una limitación de los derechos individuales destinada al fracaso. El resguardo del interés de los más desaventajados requería, por parte del Gobierno, la concentración de esfuerzos en el acortamiento de los procesos judiciales, a la vez que el mantenimiento de las medidas de emergencia para la protección de derechos, como las cautelares. Por alguna extraña razón, el Gobierno hizo exactamente lo contrario a lo demandado por los intereses de los sectores populares: a resultas de la reforma, los procesos judiciales no se abrevian, sino que se alargan, mientras que las cautelares, en cambio, son las que se han limitado.

Finalmente, la reforma sobre el Consejo de la Magistratura es la más seriamente inconstitucional de todas las presentadas. Las violaciones de la Constitución son, en este caso, numerosas, y aquí me concentraré sólo en algunas de ellas, relacionadas con el nombramiento de los nuevos consejeros.

Desafortunadamente para el oficialismo, sin importar de qué teoría interpretativa partamos para leer la Constitución, el punto de llegada permanece inmodificado: la reforma es inconstitucional en todos los casos. Para los «textualistas» que se interesan sólo por la letra de la Constitución, el veredicto no deja dudas: nos guste o no (en lo personal no me gusta), la Constitución establece para el Consejo formas de representación profesional o especial. Los «jueces» y «abogados» del artículo 114 deben ser elegidos por sus pares, y sería impensable, legalmente, optar por otro camino (como sería impensable aceptar, por ejemplo, que los representantes argentinos ante la ONU fueran elegidos por todos los países del Mercosur o que los delegados de Italia o España ante la Corte Europea fueran designados por toda Europa).

Para los «originalistas» que pretenden resolver los conflictos de interpretación constitucional a través de la «voluntad original de sus creadores» la solución es clara y serena: el acuerdo al respecto entre los convencionales constituyentes (en el recinto y dentro de la comisión) fue absoluto: la representación de jueces y abogados no depende de las mayorías populares. Tal vez sea una pena, pero en todo caso una pena cuyo cambio requeriría un cambio constitucional.

Para los «deliberativistas» que ponen atención especial en las exigencias de «debate» que establece la Constitución para las decisiones legislativas (arts. 78, 83, 100 inc. 9, 106), la reforma (en general) aparece viciada: el requisito de «debate» no obliga a la mayoría oficialista a someterse a las críticas de la oposición, pero tampoco es compatible con su actitud de ignorarlas.

En lo personal, y desde una interpretación «procedimentalista», insistiría en un argumento diverso, fuertemente respaldado por la doctrina internacional (desde John Ely hasta Jurgen Habermas) y nacional (Carlos Nino), y que por suerte defendemos no desde hoy, sino desde hace décadas. Los jueces deben reservar el control constitucional a poquísimos casos: precisamente éstos. De modo más claro: los jueces (contra lo que es su costumbre) deben dejar márgenes de acción amplísimos para la política democrática, pero la contracara de ello es que deben ser hiperestrictos en el cuidado de los procedimientos (las reglas de juego) que hacen posible esa política democrática. Por eso mismo, los jueces deben examinar con presunción de invalidez o inconstitucionalidad todos los cambios en las reglas de juego que (sin surgir de un acuerdo constitucional amplio y profundo) impliquen de algún modo cambiarlas en una dirección favorable al gobierno de turno, cualquiera que éste sea. En definitiva, no importa la concepción interpretativa que se adopte, la reforma del Consejo de la Magistratura no tiene salvación constitucional.

¿Podríamos decir, en conclusión, que nos encontramos ante el fin de la República? Seguramente, no. Nos encontramos frente a aquello a lo que el kirchnerismo nos ha acostumbrado: una norma antipopular, hecha en nombre del pueblo, viciada en su constitucionalidad en aspectos que le son centrales.

 

 

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