“¿Qué opciones tenemos?”, dice una de las preguntas que figuran en un apartado del informe de la Organización de los Estados Americanos (OEA) sobre el problema de las drogas. Este apartado plantea cuatro escenarios posibles para las próximas décadas si se acentúan ciertas propuestas en debate, como la regulación de sustancias controladas como la marihuana, si se pone el foco en la asistencia social o si simplemente se fortalece la llamada “guerra contra las drogas”, implementada desde hace más de cuarenta años. Un último escenario avizora una ruptura en la fiscalización de las drogas ilegales, en el que algunos países prefieren avalar el crimen organizado en pos de reducir la violencia que supone combatirlo. Las opciones, se aclara, están fundamentadas en el informe analítico de la OEA, donde queda evidenciado que la cantidad de muertes provocadas por el uso de sustancias es ínfima, al lado de las ocurridas en el supuesto combate por acabar con su disponibilidad para fines recreativos.

Los escenarios fueron pedidos tras una reunión de los jefes de Estado y la delegación en la última Cumbre de las Américas, en Cartagena, Colombia, en abril de 2012. El presidente Juan Manuel Santos informó que hubo coincidencia en “explorar nuevos enfoques”, tarea que se encargó a la OEA. Según recordó a este diario uno de los asistentes en la construcción de escenarios, uno de los coordinadores explicó que era preferible trabajar cuatro escenarios: “Uno sólo es pésimo, sólo se logra una foto de la cuestión. Dos es malo porque es maniqueo. Tres puede disfrazar el maniqueísmo anterior. Cuatro resulta un buen punto de partida”.

El informe analítico retoma el fin último del control: prevenir las consecuencias sociosanitarias del uso masivo de estupefacientes. En este contexto, en el último punto de este informe llamado “Contribución a un diálogo que se inicia”, se afirma que la despenalización del consumo de drogas “debe ser considerada en la base de cualquier estrategia de salud”. Y se enumeran las consecuencias negativas de la prohibición absoluta, como la marginalidad y la estigmatización, que dificultan el acceso a la atención médica y el tratamiento de usuarios problemáticos.

En la sección sobre drogas y violencia se informa que en México murieron 60 mil personas entre 2006 y 2012, “como resultado de ejecuciones, enfrentamientos entre bandas rivales y agresiones a la autoridad por parte de las organizaciones criminales vinculadas con el narcotráfico”. En el mismo período, la Organización Mundial de la Salud registra 563 muertes en México por sobredosis de drogas controladas. La mayor ganancia queda en los mercados de venta final. Queda claro con la cocaína: “El valor del producto se incrementó alrededor de 500 veces a lo largo de su cadena de valor”.

Este esquema favorece a los países consumidores, con Estados Unidos a la cabeza. Allí no se desató una “guerra” sino una prisionización alarmante, mientras algunos bancos locales e ingleses terminan guardando buena parte del efectivo de origen ilegal. La guerra impulsada por el ímpetu prohibicionista protege esta mecánica: drogas más caras y de peor calidad, más venta de armas, más incidencia del sector militar y de seguridad en asuntos internos y en el entrenamiento para la supuesta lucha.

Juntos (hasta la muerte)

El primer escenario prioriza las “responsabilidades compartidas”, noción utilizada por los entes fiscalizadores de las convenciones internacionales de la ONU, como la JIFE (Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes), para mitigar políticas nacionales o regionales distintas. El acento se pone en mejorar la aplicación de “la Justicia penal y la seguridad ciudadana”, los mecanismos de cooperación y construir confianza en el actual sistema prohibicionista. Este enfoque implica “compartir mayor información de inteligencia con los aliados internacionales” y desechar los regulaciones alternativas para el control de las drogas.

Los líderes regionales, en este escenario llamado Juntos, consideran que “la culpa de la crisis actual no es principalmente de la legislación, ni del régimen internacional vigente sobre drogas, sino de la implementación inadecuada o incompleta de esas leyes y políticas por parte de instituciones que son muy débiles, o muy corruptas, o que no han establecido las relaciones de confianza recíproca”. La apuesta pasa por aprovechar un eventual crecimiento de las economías al lograrse “una mejor recaudación tributaria, y una mayor cobertura y eficiencia en el gasto social”.

En este escenario hay “un reconocimiento mayoritario” de que nunca se evitará que existan mercados ilegales “que enriquezcan a organizaciones criminales, o que nunca se podrá erradicar del todo la corrupción institucional en algunos sitios”. La meta es reducir la violencia. En 2015 se lanzan programas de entrenamiento a las fuerzas de policía y de seguridad, se refuerzan los departamentos de asuntos internos para evitar la corrupción. El éxito del enfoque se basa en “una mayor financiación en materia de seguridad y defensa”.

Para 2020 se anularían los paraísos fiscales y los bancos que lavan dinero asumirían “plena responsabilidad penal”. Como se ve, la guerra empieza por los eslabones menos importantes, respecto de la ganancia, para avanzar con el tiempo sobre los grandes financistas. La demanda, motor del mercado, no tiene mucha importancia en Juntos, más allá de las mejoras en prevención, tratamiento y reducción de daños. Sin embargo, los logros en 2025 no dan certezas de que disminuya el comercio ilícito, pero sí la violencia, en caso de que Estados Unidos y Canadá firmen la Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego.

“La fortaleza institucional varía según el contexto nacional, lo que implica que las actividades ilícitas que se realizaban en países que han logrado avances en la implementación de las anteriores iniciativas se trasladan a otros países o regiones con mayor debilidad y menores resultados. Es un ‘efecto globo’ de la ilegalidad”, se reconoce en este escenario.

Caminos, nuevas experiencias

La estrategia de este escenario se basa en aplicar distintos procesos de experimentación que discrepan con “las políticas vigentes para luego construir gradualmente un nuevo consenso”. El punto de partida es enfocar la reducción del daño derivado del uso de drogas, y la despenalización de la tenencia para uso personal, “así como políticas menos severas sobre cannabis que han sido implementadas en Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos y en algunos países europeos, entre otros”. Respecto de la cocaína, se plantea la reducción de su demanda.

Aunque al principio se prevé un aumento en el número de personas que ingresen a tratamiento por consumo problemático de cannabis, el aumento, sin embargo, no se relaciona tanto con la normalización de esta sustancia. “Por el contrario, los consumidores problemáticos se sienten cada vez más libres de buscar ayuda en un nuevo contexto en el que se reduce la estigmatización y la criminalización.” Después de todo, una óptica más pragmática deriva en una premisa común: “El consumo problemático de drogas es una condición crónica, como la diabetes, que el mundo tiene que aprender a manejar en forma más efectiva”.

En Caminos se advierte que los dos estados norteamericanos que aprobaron la legalización de cannabis para fines recreativos (Colorado y Washington) surten a estados vecinos y mellan la ganancia de los carteles mexicanos. “La mesura del gobierno federal (de Estados Unidos) a la hora de prevenir que estas iniciativas progresen y los cambios graduales en la opinión pública a favor de los mercados legales son terreno fértil para una mayor expansión de la regulación de cannabis en otros estados”, dicen en el escenario.

En paralelo, un país –que, aunque no se nombre, todo indica que sería Uruguay– decide legalizar a nivel nacional. La protesta de las agencias internacionales de control es inmediata. La respuesta de los reguladores es que sólo se limitan a conciliar las leyes prohibicionistas “con aquellos requerimientos que emanan de las convenciones de derechos humanos, que salvaguardan el derecho a la salud y al libre desarrollo de la personalidad, y que protegen los derechos culturales e indígenas”.

Mientras, continúan los experimentos: en Brasil, la marihuana se usa para paliar la abstinencia de pasta base; la OMS recomienda remover la hoja de coca y el cannabis de las listas de control internacional; un grupo de países de Latinoamérica y Europa proponen en las Naciones Unidas ir “hacia la modernización del control de drogas” en 2017. Cinco años después, con evidencia respaldatoria sobre los efectos positivos de la regulación de la marihuana, se llega a un nuevo consenso, más flexible, pese a la oposición de muchos países de Asia, Africa y Medio Oriente.

“Al haber creado el espacio que permite a diferentes países recorrer distintos caminos; al diseñar e implementar nuevas prácticas basadas en la evidencia disponible; al reducir significativamente la carga de la policía, de las prisiones y de los tribunales; y al disminuir los niveles de violencia relacionada con el control de las drogas, ahora sí se entienden y se reconocen los beneficios de la regulación de algunas drogas que antes eran ilegales”, concluyen en el escenario, respecto del año 2025.

Calla y obedece

El tercer escenario se basa en la perspectiva social, como trasfondo del uso problemático de sustancias. No se menciona el consumo recreativo. Las soluciones pasan por la integración comunitaria, más asistencia del Estado y de privados en la implementación de “programas de educación enfocados en la juventud, y actividades recreativas y deportivas que permitan a los ciudadanos socialmente excluidos pertenecer a un equipo y no a una pandilla”. El escenario de resiliencia se asemeja a las posturas católicas: negar la autodeterminación en nombre de la minoría –ínfima, tal como se desprende del informe analítico– de personas con uso problemático.

El enfoque plantea los tribunales de drogas, modelo defendido por Estados Unidos, para mantener la judicialización, más laxa, sobre usuarios –con o sin padecimientos por su consumo– y microtraficantes. El problema comienza cuando se quiere destinar, como meta en 2020, el 25 por ciento del dinero gastado en el tema sólo a prevención de la violencia y el consumo. La disminución del sueldo de las policías, por ejemplo, “provoca varios despidos y un incremento temporal del crimen y la violencia”. No se menciona quiénes incentivan la violencia.

El éxito de resiliencia depende de la financiación y, como no se menciona el consumo recreativo, este fenómeno no parecería tener incidencia, aunque sea el que mueve al mercado. No se entiende cómo, entonces, “en 2020, los grupos criminales son más débiles, las comunidades son más fuertes y las tasas de delincuencia y de pertenencia a las pandillas son menores”. Al parecer, el bienestar desmotiva a los eslabones vulnerables de la cadena del crimen organizado (que bien puede aumentar los sueldos o tentar a personas más preparadas).

“En suma, en 2025 los problemas de 2013 siguen existiendo, pero muchas comunidades han logrado adaptarse para mitigar sus consecuencias más graves”, se afirma sobre el final. Los logros irían por la reducción de la violencia y de las adicciones, nada se dice sobre las muertes causadas por las drogas rebajadas ni la estigmatización de los usuarios ante el sistema de salud porque las sustancias controladas siguen generando penalidades, más proporcionales o restaurativas, exponiendo las conductas privadas ante la sociedad y recibiendo “reeducación en valores”. Es decir, se establecen nuevas y “mejores” condenas, pero condenas al fin.

 

http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-222927-2013-06-24.html