Lejos de responder a una violencia desatada sin lógica ni control, el delito y el miedo a sufrirlo están hechos de una trama intrincada: las condiciones económicas y sociales, la tecnología disponible para policías y delincuentes, las representaciones del delito en los medios y las relaciones siempre complejas y a veces en límites borrosos entre quien delinque y quien debe prevenirlo. Así describe las condiciones que rondan el espinoso tema de la «inseguridad» la historiadora Lila Caimari, que se ha especializado en investigar el delito y el orden social -más precisamente, algunos de sus protagonistas: policías, delincuentes, cronistas policiales- desde fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX.

Esa mirada histórica, que se resiste a pensar el tema del delito en un eterno presente, como suele pasar en los análisis más habituales, le permite advertir, por ejemplo, cómo los reclamos por más presencia policial, que hoy se repiten, existieron siempre, pero tienen en el presente un tinte distintivo. «En los años 20 y 30, el reclamo no era tan pesimista como ahora; había una expectativa de que la institución policial pudiera hacer algo. Hoy el reclamo por seguridad es mucho más vociferante, es un grito visible, audible y más pesimista», describe.

Investigadora del Conicet, profesora en la Universidad de San Andrés, autora de Mientras la ciudad duerme (Siglo XXI), recientemente publicado, sobre la trama del control de la delincuencia entre 1920 y 1945, Caimari afirma que «ciertos delitos son sintomáticos de ciertas crisis sociales», que contemporáneamente se reflejan en robos cotidianos y violentos, «vinculados a fenómenos de exclusión social, consumo de drogas y proliferación de armas». Algunas cosas, sin embargo, no cambian tanto. Desde las primeras décadas del siglo XX a hoy, señala, la policía -su actual policía -su actual objeto de estudio- ha tenido «desconfianza en la ley», algo en lo que no es exótica. «Ese es un tema más general de la sociedad argentina», advierte.

En ese sentido, alerta, cuando un grupo de vecinos reclama seguridad, como en estos días sucedió en Cañuelas, en Moreno, o en Monte Grande, está diciendo mucho más: habla de otras inseguridades -la incertidumbre económica, la ineficiencia judicial- y expresa la certeza más o menos velada de que, por más fuerte que se reclame, las cosas no van a cambiar. Para Caimari, no hay medida política inmediata que pueda satisfacer esos reclamos. «Siempre se corre el peligro de que estas demandas colectivas deriven en medidas de demagogia punitiva», advierte. «Las políticas de seguridad más serias y exitosas están vinculadas a cambios que han sido más estructurales», completa.

-¿Cómo se pueden leer las reacciones populares ante determinados hechos delictivos como las que se han visto en estos días?

-Algunos crímenes, sobre todo los de gran alevosía o en los que uno se puede identificar con las víctimas, tienen una capacidad empática enorme para desencadenar emociones fuertes y, a la vez, articulan una cantidad de otras demandas fragmentarias y canalizan una emoción colectiva. Sin embargo, no hay medida que pueda satisfacer ese deseo inmediato de justicia. Porque, como todos sabemos, el problema de la seguridad es complejísimo. Las cuestiones vinculadas a la represión del delito son en general paquetes de medidas que sólo entienden los especialistas. Siempre se corre el peligro de que estas demandas colectivas deriven en medidas de demagogia punitiva. Hoy sabemos que ése no es el camino. Los caminos son múltiples, burocráticos, invisibles, muy difíciles de representar para la opinión pública: una reforma en el seno de la policía, la incorporación de ciertas tecnologías, planes en algunos barrios, cuestiones de prevención social, son cosas que llevan mucho tiempo, son poco espectaculares, los resultados se ven a muchos años. Las políticas concretas no pueden estar guiadas por esas demandas. Las políticas de seguridad más serias y exitosas están vinculadas a cambios que han sido más estructurales.

-Todas esas características conspiran contra que los políticos se ocupen seriamente de la cuestión?

-Sí, sería muy importante que las lecturas coyunturales y electoralistas en esto fueran dejadas a un lado y que hubiera ciertos consensos en relación a políticas de Estado de larguísimo plazo.

-En las décadas del 20 y 30 que usted estudia aparecen reclamos por mayor presencia policial, la alarma por la recurrencia del delito, todos elementos que para un lector contemporáneo resuenan mucho. ¿Qué hay de nuevo en los reclamos como se hacen hoy?

-La primera sensación que uno tiene cuando mira los diarios de los años 20 y 30 es que la cuestión del temor al delito, la denuncia de la corrupción policial y la insolvencia y lentitud de la justicia están presentes desde que existen esas instituciones. No hay momento en el cual no haya habido demanda de mayor presencia policial y, a la vez, denuncia de su ineficacia y corrupción. Sin embargo, la palabra delito en los años 30 tenía que ver con la preocupación por el pistolerismo, las bandas que usaban automóviles y las nuevas armas de repetición. Había entonces, igual que ahora, demandas de mayor presencia policial, pero en aquel momento el reclamo de más policía para los habitantes de la ciudad se refería a la presencia policial en los barrios que crecían vertiginosamente, formaba parte de una demanda más general de presencia estatal y de infraestructura. La demanda no era tan pesimista como es ahora; había una denuncia pero a la vez una expectativa de que la institución policial pudiera hacer algo. Hoy el reclamo por seguridad es mucho más vociferante, es un grito visible, audible y más pesimista. Que siempre estuvo de alguna manera, porque la policía es una institución que siempre tuvo dificultades para legitimarse. Creo que ahora la demanda se acompaña de una creencia menor en las capacidades de esa policía para gestionarse a sí misma, para moderar la fuerza coercitiva y los abusos. Pero es parte de un problema de relación de la sociedad con la policía, que es estructural.

-¿A qué cree que se debe la doble mirada sobre la policía, como necesaria para controlar el delito y mantener el orden pero, a la vez, corrupta e ineficiente?

-Entre otras cosas, a que tendemos a pensar a la policía en términos bastante monolíticos, como una institución que cumple una o dos funciones que son las más visibles: la represión del delito y el mantenimiento del orden. Lo que demuestran todas las investigaciones es que en realidad la policía cumple infinidad de otras funciones -barriales, de recepción y gestión de denuncias que tienen que ver con desavenencias vecinales, la gestión del tránsito automotor, cuestiones de política municipal- y que esa percepción que tenemos se relaciona con la manera en que la policía se presenta ante la sociedad. La policía misma fue construyendo una historia de sí misma en la cual la modernización y profesionalización creciente giran en torno de cuestiones como la represión del delito. La policía es una institución que ha tendido siempre a generar expectativas completamente desmesuradas en relación con sus posibilidades concretas y prácticas. Por definición, esas expectativas se van a ver siempre frustradas, porque la policía nace en torno de un mito de ubicuidad, una especie de ilusión de que todo lo ve, de que está en todas partes. La instalación de cámaras hoy tiene que ver con eso. Las demandas hacia la policía están vinculadas con el incumplimiento de esta promesa omnipresente y también con el abuso de la fuerza coercitiva, que tiene mucho que ver con la utilización que de la policía represiva de la disidencia han hecho distintos gobiernos, de facto y democráticos.

-Se describe en su libro un borde entre la legalidad e ilegalidad en el que la policía se movía entonces. ¿Qué efecto social tiene la la idea, que hoy se cree en buena medida, de que la policía actúa en parte en la ilegalidad, que es como decir que el Estado es quien lo hace?

-Esa idea del vínculo entre las tramas delictivas y la policía es uno de los principales argumentos de descreimiento en relación a la policía hasta hoy. La misma inserción capilar de la policía en la sociedad hace que haya una convivencia muy directa con los fenómenos a vigilar. Todo el sistema de pactos y de convivencias que se tejen de las comisarías hacia abajo forma parte del entretejido cotidiano en el que existe la policía. Esos pactos han sido históricamente bastante independientes de los cambios políticos, porque los jefes de policía han cambiado pero los comisarios no, y hay comisarios que se han transformado en verdaderos señores feudales de su territorio, con negocios que van desde la pequeña corruptela barrial a cuestiones muchísimo más graves y formales, como la organización en torno de las apuestas, la prostitución y hoy con el mundo del narcotráfico. Pero efectivamente en la institución hay una desconfianza policial en la ley, una percepción histórica de que la ley y la Constitución son un obstáculo a la acción policial. Y también está presente la idea de que la experiencia personal del policía de la calle está por encima de las formalidades de la ley, y que en última instancia es esa experiencia la que dicta cuándo debe aplicar la norma. Las imágenes que encuentro del policía ideal que circulan dentro de la institución no tienen nada que ver con la ley, sino con administrar discrecionalmente la relación con ese corpus normativo y saber cuándo cruzar esa línea y cuándo no.

-Es revelador pensar que la policía es el brazo del Estado y a la vez una institución en la que la ley tiene un lugar…

-… tan débil. De todos modos, no creo que la policía sea completamente exótica en esto. La desconfianza de la ley es un tema más general.

-En ese sentido, usted escribe que el delito puede ser una llave para entrar a una sociedad. ¿Qué revela el delito?

-Me parece que si no entendemos las dinámicas propias del mundo delictivo, estamos dejando afuera un elemento importante. Hay tipos de «golpes» delictivos propios de cada momento, que sólo son comprensibles en determinados contextos sociales. Son fruto de datos que provienen de la sociedad, que tienen que ver con cambios demográficos, urbanos, económicos, tecnológicos y con la estructura social. En algunos momentos históricos, ciertos delitos son muy sintomáticos de ciertas expectativas y crisis sociales.

-¿Hay hoy alguna práctica delictiva más reveladora?

-No hay ninguna duda de que hoy hay fenómenos delictivos cotidianos, de pequeño robo a mano armada del cual leemos decenas de casos, que están vinculados a fenómenos de exclusión social, al consumo de drogas y a la proliferación de armas. Ese es un tipo de delito que ha inyectado una dosis de violencia muy grande en las calles y que está generando toda clase de fenómenos sociales defensivos, pero que seguro tiene un anclaje en los datos de la exclusión social, del mundo de las armas y de las drogas, que a su vez tienen sus lógicas propias. Las lógicas delictivas de la Argentina no se pueden deslindar de lógicas transnacionales. Y eso no siempre fue tan cierto ni evidente como hoy.

-¿Qué relación tiene el miedo al delito con otras inseguridades, como la falta de confianza en la justicia o las incertidumbres económicas?

-Alimentan ese miedo al delito, claro. El miedo al delito como fenómeno social masivo aparece históricamente en la segunda mitad del siglo XIX, casi paralelamente con la creciente seguridad de las condiciones de vida de las grandes mayorías, cuando desaparecen otros miedos, a las pestes, a las grandes guerras, a las hambrunas. Este miedo al delito está vinculado al crecimiento urbano y a la emergencia de la sociedad moderna, que traen consigo una mayor falta de certeza en relación al futuro, la inseguridad laboral, las oscilaciones económicas propias del capitalismo en crecimiento, la pérdida de los vínculos familiares y también la emergencia de la prensa comercial, donde se describen delitos que antes no se conocían.

-Y la convivencia con los diferentes?

-También. En Buenos Aires encontramos un estrecho vínculo entre la ola migratoria y la cuestión del delito vinculada con los «indeseables» bajados de los barcos. En momentos en que las sociedades cambian aceleradamente, trastabillan las certezas sobre las reglas de convivencia y en la Argentina esto es muy evidente. Es una sociedad en la que nadie sabía entonces quién era quién.

-¿Ve algo de eso en nuestro miedo al delito contemporáneo?

-No lo veo vinculado con un cambio demográfico de esas características, pero lo que sí veo es que la capacidad que tiene el delito para inhibir las relaciones sociales en el espacio público, para incorporar en el sentido corpóreo un serie de prevenciones en relación a con quién hablar y con quién no, cómo caminar, quién es peligroso y no, pequeñas estrategias cotidianas. Sabemos que el estereotipo del pibe chorro hoy está en el centro del imaginario social y es algo muy preocupante porque es terriblemente discriminatorio, de la misma manera que lo era el estereotipo del inmigrante de principios de siglo. Es un tema que acentúa las distancias sociales y hace una sociedad más dividida.

-En su libro demuestra cómo en los años 30 el conurbano se veía como el lugar amenazante, de donde venían los delincuentes y a la vez el espacio donde escapar del caos de la ciudad. ¿Cómo se construyó esa imagen?

-Lo primero es entender que la noción de conurbano es un invento porteño. Desde que el crecimiento demográfico hizo que la población metropolitana se derramara por fuera de los límites jurisdiccionales de Buenos Aires, junto a una idea amable y edénica de los alrededores, apareció la oposición entre legalidad e ilegalidad, según la cual el Gran Buenos Aires tendría una especie de latencia de ilegalidad y de desorden que amenaza a un centro de orden, por supuesto relativo, que estaría en la Capital. Esa noción se vincula a cambios muy concretos, pero también a la manera en cómo la policía de la Capital, que luego sería la Policía Federal, consolida una noción de toda la ciudad, cuyo orden hay que defender, por oposición a un afuera que tiene un régimen estatal mucho más heterogéneo, con una policía que apenas puede llamarse así. La idea de un conurbano donde hay bolsones de baja legalidad, de una policía cómplice de los delincuentes y de los caudillos políticos responde a una realidad, pero también a una oposición que servía a la agenda de consolidación de la Policía Federal.

MANO A MANO

A diferencia de la historia que por años fue canónica, la que mira las instituciones, los grandes procesos y los nombres destacados, la historia social y cultural tiene el encanto de encontrar en la vida cotidiana las tramas que explican más profundamente los sucesos. En ese campo, Lila Caimari se ha especializado en temas de delito y orden social en diálogo frecuente con sus colegas sociólogos y antropólogos, los habituales interesados en esos temas. Ellos suelen destacar que, al retratar el miedo al delito y las prácticas delictivas en perspectiva de largo plazo, sus trabajos pueden diferenciar lo que la «inseguridad» tiene de nuevo y lo que es más un trasfondo social que una preocupación coyuntural. Apenas un delincuente, La ley de los profanos (que ella compiló) y La ciudad y el crimen prueban ese punto. Antes de empezar el diálogo, Caimari aclara que su especialidad no son las políticas de seguridad, que sólo hablará desde su disciplina histórica y que, por eso, analizar el presente a veces puede resultarle inapropiado. Con el correr de la charla, mientras algunas de esas reticencias se vencen, pienso que sabe que muchas de sus respuestas pueden incomodar: no cree que la inseguridad sea «una sensación», pero alerta sobre los estereotipos que rodean a los pibes chorros, las barreras sociales que instala el delito y la preferencia de los medios por difundir los delitos que se prestan mejor a sus lógicas narrativas.

 

fuente http://www.lanacion.com.ar/1490241-el-reclamo-por-seguridad-hoy-es-un-grito-visible-y-pesimista