Confieso que el título de esta columna es apresuradamente ambicioso, pero a lo largo de este escrito veremos que no es tan así.
En efecto, pensemos por un instante que vivimos en un mundo perfecto. Entonces, yo les diría que “en un mundo perfecto, por ejemplo, los derechos enumerados en la Declaración Universal de Derechos Humanos serían suficientes para proteger a todos. Pero, en la realidad cotidiana, a ciertos grupos de personas como los niños, les ha ido mucho peor que a otros y, las convenciones internacionales tienen por objeto proteger y promover los derechos humanos de esos grupos vulnerables y vulnerados”. Por algo, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño es la más ratificada en el mundo del resto de convenciones existentes, pues quiere decir que el interés está puesto en proteger (no en castigar) al niño como grupo vulnerable y vulnerado y, como derivado, lograr un mejor bienestar no solo para ellos sino además para la comunidad.
Esto quiere decir que determinados grupos (en este caso los niños) necesitan un trato diferenciado por parte de todos los organismos del Estado, ya que no se encuentran en igualdad de condiciones para con el resto de los ciudadanos; sin embargo, está demostrado que el Estado trató a los niños durante años de igual forma que a los adultos, incluso, castigó a los niños de la misma manera que éstos últimos.
Este proceder que aún perdura, llevado a la práctica en un mundo que no es perfecto y en el que no todos somos iguales, puede ser devastador para un niño.
El niño siempre ha necesitado y necesitará un trato diferente porque precisamente es diferente; nada más y nada menos que eso. Por algo existe el médico pediatra, los docentes de jardín de infantes, de nivel primario y secundario, la psicología y psiquiatría infantil, la psicopedagogía, la legislación y la justicia de niños, aunque esta última, tanto en la letra de la ley como en la práctica misma, actualmente necesita ajustarse a los nuevos estándares específicos exigidos legalmente. En otras palabras, si la justicia es de niños, debe ser “especializada” y dar una respuesta acorde a las necesidades y características de los niños y con una mirada reintegradora de derechos y no de cercenamiento de ellos.
¿Y cómo se logra ello? Como lo dije anteriormente, con especialización. Esto es, no solo con una legislación específica sino con actores especializados. En el diccionario de la Real Academia Española, la palabra “especialidad” tiene como significado (entre otros) el de ser una “rama de una ciencia, arte o actividad, cuyo objeto es una parte limitada de ellas, sobre la cual poseen saberes o habilidades muy precisos quienes la cultivan”. Todos quienes integramos una determinada sociedad tenemos derecho a gozar del máximo nivel de especialidad de aquellas personas que van a ocuparse y tratar de dar una solución a nuestro problema.
Ilustremos esto con un simple ejemplo. Supongamos que cualquier persona siente un malestar en su salud; esa persona consultará con un médico generalista y, en su caso, el profesional le ordenará un chequeo a través de un determinado análisis médico; hasta allí no sería necesario alguna especialidad médica determinada. Sin embargo, si del chequeo solicitado se le consigna a la persona que padece por ejemplo diabetes, el médico generalista la derivará a un especialista, esto es un diabetólogo; si padece tiroides deberá consultar con un endocrinólogo; si su problema es cardíaco irá a un cardiólogo y así sucesivamente. Es muy posible que el médico generalista posea conocimientos respecto de la enfermedad detectada; no obstante, el especialista posee un saber y habilidad de conocimiento a cerca de esa patología mucho más precisa que aquel profesional generalista y, debido a su saber específico en razón a su capacitación y estudios previos, es muy posible que el tratamiento e indicaciones prescriptas den en la tecla de la patología padecida.
Ahora bien, imaginemos que la persona con alguna de las enfermedades antes señaladas hubiese sido medicada y tratada por un profesional no especialista, tal vez (quizás muy probablemente) pudiera ser abordada y medicada equivocadamente y, en consecuencia, sufrir secuelas graves irreversibles con perjuicios no solo para su salud sino además para su entorno familiar (pensemos en un padre o madre joven que luego de un mal tratamiento no puede volver a trabajar o en un niño que debido a las secuelas no puede retornar al colegio, jugar con sus amigos, etcétera).
Este ejemplo que he utilizado, deseo trasladarlo a la justicia de niños, la cual, desde mi punto de vista personal, mayor especialización exige. En efecto, los jóvenes que por sus transgresiones a la ley penal deben responder ante la Justicia, tienen derecho (pues así lo establece la Convención de los Derechos del Niño entre otras leyes fundamentales) a que esa justicia que abordará su problemática e intentará responsabilizarlo, ya sea a través de una sanción penal o medida socioeducativa, sea especializada, es decir, que el fiscal, defensor, asesor y, especialmente el juez, posea habilidades y saberes o conocimientos muy precisos a cerca de su condición de sujeto en desarrollo además de la normativa general; de lo contrario podría suceder que sin especialización (al igual que en el ejemplo dado) el castigo y las consecuencias del mismo produzcan daños irreversibles, no solo para el joven, sino también para su familia.
Tal fue lo ocurrido y señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su sentencia de fecha 14 de mayo de 2013 en el caso Mendoza y Otros vs. Argentina, donde declaró la responsabilidad internacional de nuestro país por haber impuesto en su momento (único en América Latina que lo hizo), penas perpetuas a jóvenes que aún no habían cumplido la mayoría de edad, incluso, cuando la Convención de los Derechos del Niño lo prohíbe expresamente; exigiendo a nuestro país que “ajuste su marco legal a los estándares internacionales en materia de justicia penal juvenil, y diseñar e implementar políticas públicas con metas claras y calendarizadas, así como la adecuación de adecuados recursos presupuestales, para la prevención de la delincuencia juvenil a través de programas y servicios eficaces que favorezcan el desarrollo integral de los niños, niñas y adolescentes. En ese sentido, Argentina deberá, entre otros, difundir los estándares internacionales sobre los derechos del niño y brindar apoyo a los niños, niñas y adolescentes más vulnerables, así como a sus familias”.
La Corte Interamericana ha sido contundente con nuestro país y, es de esperar que la deuda que tenemos para con los más vulnerables y vulnerados (los niños) sea saldada rápidamente a través de una legislación penal específica, con mirada, reitero, reintegradora de derechos y con actores especializados, pero, fundamentalmente, comprometidos con la niñez toda y, en especial, con aquellos jóvenes que a diario cruzamos en las calles y ni siquiera notamos, los que están desamparados, excluidos, marginados, estereotipados, discriminados, aquellos niños que día tras día en sus expresiones diarias -como bien lo dice René Pérez (Calle 13) en el agregado a la versión original de “Canción para un niño en la calle”, cantada a dúo con Mercedes Sosa- a gritos pero a la desconsideración o menosprecio de la sociedad expresan: “Soy oxígeno para este continente, soy lo que descuidó el presidente. No te asustes si tengo mal aliento, si me ves sin camisa con las tetillas al viento. Yo soy un elemento más del paisaje, los residuos de la calle son mi camuflaje, como algo que existe, que parece de mentira, algo sin vida pero que respira”.

 

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