Algunas de las proposiciones incorporadas al nuevo Código Procesal Penal de la Nación remiten a los conocidos problemas de la demagogia penal.

MARTÍN LOZADA (*)
Se trata de una tendencia caracterizada por la proposición de hipotéticas soluciones sencillas a problemas complejos, que propugna la sobreactuación de las diversas agencias del sistema penal para dar así respuesta a los problemas que plantean el crimen y la inseguridad.

¿No resulta acaso una proposición de tal magnitud la disposición por medio de la cual se plantea la expulsión de extranjeros «irregulares» y «sorprendidos in fraganti en la comisión de un delito»? ¿O aquella que pretende fundar la prisión preventiva en la existencia de supuestos de «conmoción social»?
Las soluciones que propone la demagogia penal suelen tener su origen en reclamos ciudadanos medidos en términos de encuestas sobre la seguridad ciudadana. Con frecuencia se traducen en leyes y políticas penales que pueden ser electoralmente rentables, aunque apenas puedan esconder su carácter ineficaz, selectivo y antidemocrático.

La demagogia penal constituye, además, la estrategia que despliegan los actores políticos y penales para intentar calmar el clamor popular en contra de la inseguridad mediante llamados al aumento de las penas, endurecimiento de los castigos y la disminución de la imputabilidad penal juvenil.
Ya sabemos que propugna la disminución de las garantías jurídico-procesales, se orienta al combate de la criminalidad como cruzada contra el mal y considera al derecho penal como remedio de todos los males sociales, generando la ilusión de que es posible solucionar ciertos problemas mediante la intervención del sistema penal.

Propone, además, que el Estado se vuelva más severo contra el crimen, apuntando a medidas politizadas que privilegian la opinión pública sobre las visiones de la Justicia penal ensayadas por expertos y operadores profesionales. Es decir: sus propuestas son formuladas por grupos de acción política en vez de ser producto de las consideraciones efectuadas por investigadores, académicos o funcionarios del área.
Importa destacarlo frente a la tendencia a una huida fácil hacia al derecho penal y ante la exaltación de su función simbólica que, antes que la instrumental meta de proteger los bienes jurídicos, fomenta en la opinión pública la impresión tranquilizadora de un legislador atento y decidido, presto a la construcción de nuevas y ampulosas normas prohibitivas.
Marcada por la retórica, esta función simbólica del derecho penal tiende a producir un «efecto placebo» orientado a transmitir a la sociedad ciertos mensajes o contenidos valorativos. De ese modo, su capacidad de influencia queda confinada a las emociones o, cuando más, a las representaciones mentales que suelen despertar en los ciudadanos desprevenidos.

El discurso penal se convierte así en un campo susceptible de grandes manipulaciones. Sobre todo en manos de quienes suelen valerse de él para fomentar objetivos de dudosa adecuación democrática.

Entre aquellos cuentan la criminalización de ciertos y muy marcados segmentos sociales, la imposición de criterios de orden reñidos con el sentido de justicia y la falacia de que el statu quo reinante es parámetro arquetípico de lo justo y la equidad.

 

(*) Juez penal. Catedrático Unesco en Derechos Humanos, Paz y Democracia