La mujer lo intenta pero fracasa y lo único que queda es interpretar el silencio. Pero Marta Canillas sabe que no alcanza, que los demás necesitan siempre de testimonios, y busca afuera, en el cielo de Núñez que promete tormenta, las palabras que no encuentra adentro.

“La fecha –explica al fin– no es sólo especial por los diez años, sino porque también está por nacer en estos días mi primer nieto. Entonces es una mezcla de todo: de felicidad y tristeza. Es, cómo decirlo…”
Marta se vuelve a rendir. No tiene sentido decodificar el embrollo de sensaciones. Calla y vuelve a mirar todo –el tránsito de la hora pico, las tribunas de la cancha de Defensores, los techos de lo que fue la ESMA y, más allá, el río– desde su piso 15 sobre Libertador. Esta vez sus ojos están húmedos.
El 12 de julio de 2002, Juan Manuel Canillas salió del negocio de venta de instrumental médico de su familia, en la zona de Once, y subió a su Honda Civic color rojo, seguro de llegar a tiempo a Núñez para cenar con los padres. Pero en un tramo del viaje, sobre la Avenida Córdoba a la altura del Hospital de Clínicas, fue interceptado por tres hombres que se subieron a su auto y le dieron instrucciones precisas: llamar a su casa y decirles a los suyos que juntaran todo el dinero que tuvieran a mano.
Cuando Marta Canillas atendió el llamado a las 20:55 y escuchó el jadeo frenético de su hijo supo enseguida que estaba secuestrado.
Guillermo Canillas se ocupó de la transacción que incluía la vida de su hijo: enfrentó a los captores, estacionados frente a su casa, y le entregó a uno de ellos los 300 pesos que había juntado en esos pocos minutos –era la época del corralito y el efectivo escaseaba–, pero la cifra irritó al cobrador, que golpeó el rostro del hombre con la culata de su pistola. Guillermo, sin embargo, alcanzó a ver a su hijo encañonado en el asiento trasero y prometió volver con más dinero. Los nuevos 700 pesos tampoco alcanzaron. Ensañados con el rehén, los delincuentes aceleraron y anduvieron cinco cuadras hasta cruzar al otro lado de la General Paz. En Vicente López, Juan Manuel fue empujado afuera del auto y ejecutado de un tiro por la espalda.
“A mí nunca se me cruzó por la cabeza que lo podían matar. Si hasta cuando se lo llevaron de nuevo le dije a mi marido que no se preocupara porque Juan Manuel iba a llamar en un rato avisando dónde estaba para que lo vayamos a buscar. Hasta ese momento sólo habían secuestros exprés: te hacían sacar dinero de los cajeros o te dejaban desnudo en algún lugar de la Panamericana, pero no pasaba de ahí. Lamentablemente lo de mi hijo fue una bisagra. Fue el primer caso de secuestro extorsivo seguido de muerte.
–¿Qué se hace después de algo así?
–Cada uno hace lo que puede, no lo que quiere. Por mi naturaleza yo salí a pelear porque después de la muerte de Juan Manuel el único objetivo que me quedaba era ser su voz, su mirada, su continuidad, en definitiva, ser lo que él debió haber sido. Eso me mantuvo en pie y me dio fuerza. Todavía hoy abro los ojos y mi primer pensamiento del día es Juan Manuel. Y también es el último.
–¿Se preguntó por qué?
–Por supuesto, y aún no lo sé, pero tengo fe de que en algún momento Dios me va a dar la respuesta a esa pregunta. Todo el tiempo me encuentro gente que me dice que hubiera matado al asesino de su hijo pero yo, en cambio, pienso que tengo que ser cada día mejor persona. Es la única manera que tengo para, algún día, juntarme con él en donde quiera que esté.
–¿Eso quiere decir que nunca pensó en la pena de muerte?
–Siempre estuve en contra porque no creo en los que deben aplicarla. No existe alguien tan probo como para decidir sobre la vida de otro, pero hay algo más importante: quiero que los asesinos de mi hijo sigan vivos porque la muerte es liberadora.
Los verdugos de Juan Manuel fueron juzgados y condenados. En 2006, Raúl “Chirola” Monti, líder de una banda dedicada a los secuestros (ver recuadro) mereció la pena de reclusión perpetua más 12 años de accesorias. En otro juicio realizado en 2008, Maximiliano Pico y Franco Gasperotti fueron sentenciados a cumplir prisión perpetua. Los tres gozan todavía de buena salud.
“He tenido momentos de mucha bronca –recuerda Marta–, porque tuvieron que pasar seis años para que juzgaran a dos de los asesinos de mi hijo. De todas formas eso no fue lo peor. Fueron varios los que dijeron que la pena que recibió Monti fue excesiva. Decían “pobrecito, no va a salir nunca de la cárcel” o “le cortaron las manos”. Pero el verdadero “pobrecito” era Juan Manuel que con 23 años estaba bajo tierra. Había estudiado, trabajaba y proyectaba una segunda carrera. Aspiraba a formar su familia, tener hijos, pero lo que le “cortaron” a él fue la vida. Y la mía también.
–¿Alguna vez llegó a reprocharse algo?
–No, porque teníamos todas las medidas de seguridad. Por ejemplo, en nuestra casa había rejas atrás, adelante, en los costados y en cada una de las ventanas. También teníamos una cámara, alarma y hasta pagábamos junto al resto de los vecinos seguridad adicional en la cuadra. Entre nosotros nos decíamos que si veíamos a alguien sospechoso al llegar con el auto, teníamos que avisar y dar un par de vueltas antes de entrar al garaje. Incluso, dos días antes de que lo mataran, Juan Manuel le había dicho a un tío que si alguna vez le querían robar el auto, él lo entregaba sin más, porque no se iba a hacer matar por nada.
–Los asesinos de su hijo recibieron condenas ejemplares, ¿cree que influyó la buena posición económica de la familia?
–Yo no creo en la justicia de ricos y pobres. Pienso que algunos casos recaen en tribunales imbéciles, y otros en tribunales que tienen puesta la camiseta del caso. Pero también existen familias que marcan presencia realizando marchas, misas y convocando a los medios y otras que dicen: el fiscal o el juez no me llamó. Desde lo ideal deberían informarte, pero si vos no los seguís de cerca, el caso se abandona. Quizás el dinero mueva otras cosas, por ejemplo, lograr que se cajonee un expediente. En eso no tengo dudas. Los jueces son diferentes frente al mismo caso y la misma ley. Tenemos varias causas en donde un muerto vale más que otro muerto.
Marta siente miedo por los dos hijos que le quedaron. Y razones no le faltan. A los cuatro años de lo de Juan Manuel, el más chico y su novia fueron secuestrados y obligados a recorrer cajeros. Antes de ser liberados en el Bajo Flores, los delincuentes desvalijaron las casas de ambos, que aún no convivían. Patricio, el mayor, sufrió la persecución de un auto pero su destreza como piloto de carreras le permitió escapar hacía la comisaría más cercana.
“Fue revivir toda la historia que ya teníamos en los hombros. Por suerte estas tuvieron un final feliz”, se consuela la mujer.
–¿No siente rencor?
–Soy la primera en proclamar los derechos de los detenidos. En las cárceles debería emplearse el tiempo ocioso en algo productivo, porque en diez años se pueden estudiar carreras y aprender oficios. Así te voy a respetar. Pero eso no sucede.<

Los secuestradores VIP que vivían en countries

Juan Manuel Canillas fue víctima de la denominada “Banda de los secuestradores VIP”, mote que supo ganarse porque sus integrantes, con el dinero de los rescates que cobraban, vivían en barrios privados y manejaban camionetas 4×4.
Con sólo 24 años, Raúl Ezequiel “Chirola” Monti se convirtió en líder de una organización autora de más de una docena de secuestros violentos entre 2001 y 2002, fundamentalmente en la zona norte del Gran Buenos Aires.
Pero el reinado de Monti terminó cuando fue apresado en su casa de un barrio privado de José C. Paz a mediados de 2002. Antes, había logrado escapar a los tiros de la policía, que lo perseguía por los seis pedidos de captura que pesaban sobre él.
Según los investigadores, Chirola montó un “negocio” familiar junto con su esposa Silvia Verónica Cuenca (madre de sus dos hijos) y tres de sus hermanos: Gabriela Analía, Fernando y un tercero, menor de edad al momento de los hechos, pero al que se detuvo como sospechoso del crimen de un comisario de la Policía Bonaerense.
Las Madres del Dolor
Después del secuestro y asesinato de su hijo, Marta Canillas supo que había que hacer algo con tanto dolor, aunque recién lo descifró cuando encontró a otras madres con el mismo drama. “Al año y medio –recuerda– de lo de Juan, mataron a Lucila Yaconis y salí corriendo a buscar a la familia porque ya sabía lo que significaba el apoyo de la gente, lo importante que era que te tocaran el timbre y te trajeran media docena de medialunas para el mate. Acompañé a su madre a las marchas buscando testigos del crimen de su hija y un día vino Viviam Perrone (mamá de Kevin Sedano, el adolescente de 14 años que murió atropellado cuando escapaba de una patota en 2002) y hubo una conexión. Nos dimos cuenta que compartíamos los mismos objetivos y que no queríamos venganzas. Como nuestros casos fueron tan mediáticos, la gente nos empezó a conocer y a referenciarse en nosotras. En 2005, fundamos Madres del Dolor, que contiene y brinda asesoramiento a los que perdieron un hijo.”
El dato
Missing Children
Dos meses después de que  María Marta García Belsunce fuera asesinada en un country de Pilar, Marta Canillas asumió la presidencia de Missing Children. La primera vez que la llamaron para convocarla, iba en camino al cementerio a visitar a su hijo.