Esa tarde gris clara, como los muros, no se iba a hablar de la tumba. Ni de los errores que los arrastraron a ella. Ni de la miseria, ni del dolor, ni de la soledad, ni de los miedos. Abstraerse un momento de la realidad –aquí la realidad es la del módulo III del Penal de Ezeiza– para trabajar en ficción. Salirse por la tangente del lenguaje. Entonces llegan los alumnos y son quince. En la organización de los cuerpos que propone el sistema desde el más joven al más viejo entran en una categoría: son presos de máxima seguridad. La vista a través de las dos ventanas de la biblioteca está partida por el trazo de los alambrados.
Intramuros es ese mundo cerrado en sí mismo. Y es una lengua paralela la que allí reconoce leyes y lealtades propias. Allí la fidelidad y la traición son valores absolutos con más peso que la vida y la muerte.
–Describamos un objeto– dicta la consigna.
Entonces, la jerga. Gorra por policía; vivir a todo ritmo por estar drogado y con facas; pararse de manos por pelear hasta morir aunque sea por defender su vaso. Y el verbo caer, uno de los más usados, que en el adentro puede significar quedar preso, como también morir, pinchar, perder.
La historia de Lucas, de veintipico, zapatillas de marca más blancas que las de las vidrieras, apareció en el diario. «Asalto al shopping». Ametralladoras y joyas eran los sustantivos de aquel policial. «¿Quién me va a dar trabajo afuera?», pregunta en voz alta. Su voz resuena en esa biblioteca en la que, según otro chico, los estantes «tienen la altura de los jugadores de básquet» y «los lomos de los libros son arcoiris verticales».
Al final del salón el hombre pequeño parece no participar, por sus silencios. Al irse extiende un papel y dice «yo no tengo estudio». Pero había descrito una visceral postal de Trujillo, su pueblo. El Tarta ceba mates. Chicho lee un perfil sobre Eze, el boxeador. El rubiecito eligió escribir sobre su reloj. «En 60 segundos se roba un auto», dice dando cuenta de cuánto es un minuto.
A nadie aquí se le escapa que la función pedagógica de la cárcel es también declamativa. La miseria, el dolor y los miedos de todos modos se manifiestan. Aunque la intención hubiera sido que la literatura funcionara como un boquete por el que escapar de ese «valle de oscuridad», como describió a la tumba Jorge, el poeta.

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