De un tiempo a esta época, se ha instalado en la sociedad la discusión sobre los distintos problemas que azoran al mundo de la infancia, surgiendo de ese discutir, calificativos tales como: los niños pobres, adictos, abandonados, delincuentes, inmorales, peligrosos, etcétera.
Por supuesto que nadie niega (pues no se podría) la existencia de múltiples factores que determinan que los chicos lleguen a ser mirados y descriptos (no por todos) de tal manera. Pero ¿es esa la forma de mirar, pensar y tratar a una franja de la sociedad por demás vulnerable? A este interrogante (que seguramente muchos se harán) debo responder que hace no poco leía algo como esto: “La juventud está perdida”. A tal afirmación, vino la siguiente respuesta: “A la juventud la forman los grandes”. Esto que los lectores podrán observar, fue la conversación que entablaron en un colectivo un hombre mayor y un pibe de no más de 17 años.
No tengo dudas de que a la juventud la formamos los adultos, pero, como decían muchos de esos mayores, la educación se mama primero en la casa.
La verdad es que creo que la educación, esa del respeto, los valores, la solidaridad, la humildad, la honestidad, el esfuerzo y la sencillez, se enseña en el hogar; luego viene la educación escolar, o sea, la de formación intelectual del niño, esto es, la que brinda las herramientas de aprendizaje para el desempeño en la vida diaria del joven. No obstante, vale aclarar, que los maestros y profesores de las distintas instituciones y niveles educativos tienen que convertirse a diario en superhéroes, en educadores multifunción, ergo aquella alegada educación de la casa, muchas veces no se ha dedicado lo suficiente y otras ni siquiera se ha brindado; siendo ellos quienes intentan trasmitirla, cuando en rigor de verdad no les corresponde o les corresponde en menor medida que los papás.
Entonces, es inaceptable que quienes no eduquen lo suficiente a los niños en el hogar con valores básicos, luego ante un llamado de atención del educador exploten en furia lanzando improperios de todo tipo, llegando, incluso, hasta la agresión física.
Después la sociedad se preguntará ¿por qué ese joven es violento? Pues imaginemos.
Un niño que no es contenido, comprendido, ni escuchado en su casa, no es un niño respetado; entonces, no esperemos que luego ese joven sea contenedor, comprensivo y mucho menos que escuche a sus congéneres y respete a los adultos, ergo no fue respetado.
Si el niño sufre violencia en su casa, luego ve que su padre o madre es violento con el maestro que le llamó la atención, que insultan y hablan mal del profesor, el policía, el político, el juez, el vecino, etcétera, no esperemos que los niños no cometan exabruptos de todo tipo hacia otros adultos, perdiéndoles el respeto, creyendo que todo lo pueden hasta que ocurren las desgracias o terminan, lamentablemente, judicializados y expuestos a la estigmatización que ello significa.
Cuando ello ocurre y en los medios cotidianos se informa sobre la conducta dañosa de un joven, poco nos preguntamos acerca del origen y el porqué de ese comportamiento, por el contrario, nos escandalizamos y prejuzgamos sin darnos cuenta de que quizás tengamos mucho que ver en ello. La cuestión sería diferente, si comenzáramos a ver a los niños como el mejor futuro de una comunidad y, en ese objetivo, comenzar a paliar las dificultades que el mundo adulto no ha podido aún resolver. En otras palabras, para que los niños sean nuestro mejor futuro, nosotros (los adultos) debemos darles el mejor presente.
Pero ¿lo estamos haciendo?
Confieso que como Juez de Niños, más allá de las múltiples dificultades existentes y la vorágine diaria con que se desenvuelve cotidianamente el mundo adulto, hoy se habla de niños y no tanto de menores, hoy discutimos sobre sus derechos, obligaciones y problemas que los afectan, hoy decimos que los jóvenes tienen derecho a una Justicia especializada y que el castigo no es la única solución sino más bien las medidas educativas, hoy hablamos de que las leyes se encuentran en conflicto con los jóvenes y no los jóvenes en conflicto con la leyes; hoy los profesores, maestros, policías, jueces, psicólogos, asistentes sociales, periodistas, etcétera, hablan de la niñez, sus problemas y cómo resolverlos; en definitiva, se habla del niño, y eso no es poca cosa.
Seguro que falta muchísimo por hacer, pero en ese transitar, no es posible cargar las culpas solo a los distintos actores que en el día tras día se ocupan de los disímiles problemas que turban a nuestra infancia.
Es un discurso facilista señalar a diario que si el niño ha cometido algún perjuicio o daño (delito), la culpa la tienen los maestros o profesores por no enseñarles, la policía por no arrestarlos, el juez por devolverlo al hogar, el periodista por protegerlo o castigarlo con su noticia, el político por no crear leyes para resguardarlos o sancionarlos aún con más dureza, las ONGs que se ocupan de la niñez, los Derechos Humanos, etcétera, etcétera, etcétera.
Quizás, por cierto, deberíamos comenzar a revisar nuestro actuar como adultos en la cotidianeidad de nuestro hogar y, reflexionar, que cuando algún niño falla, todos en alguna medida fallamos. Falla el Estado sí, pero el Estado somos todos y no podemos abstraernos de esa realidad.
Cada niño en la calle, en la cárcel, explotado sexual como laboralmente, vulnerado en sus derechos básicos y, por ende, mancillado en su dignidad, es una falla de toda una sociedad y no solo de algunos. Tal vez esas falencias podrían superarse (o al menos aminorarse), si compartimos nuestros esfuerzos con miras a un solo objetivo: Un mejor futuro para los niños.

 

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