Volvemos a lo mismo: ¿que hacemos con los menores en conflicto con la ley penal?, pregunta que nos venimos formulando desde hace décadas y siempre después de algún episodio en que se ve involucrado un menor de edad. Reciente información periodística da cuenta de una pretensión del gobierno nacional de reformar el régimen penal juvenil, en buen romance, rebajar la edad de la imputabilidad penal, de 16 años (que es la edad mínima  establecida por la ley 22278 actualmente en vigencia) a 14 años, que es la edad que, al parecer, habría de proponer la iniciativa gubernamental. Con otros términos, se quiere un menor preso para resolver el problema de la inseguridad.

El tema no es nuevo. Cada vez que sucede un hecho criminal de gran repercusión periodística y de fuerte impacto social (como son, ciertamente, los crímenes en los que participan menores de edad), recurrentemente se disparan los cañones de la política apuntando a la víctima más codiciada y no menos fascinante: el código penal.

Esta modalidad operativa de la política -del signo y color que sea, pues se ha reiterado en todos los gobiernos, de facto y de derecho, desde la sanción del código penal en 1921- es suficientemente conocida por los argentinos. Así ha ocurrido, por ejemplo, con el recordado «paquete Blumberg», cuyos efectos han sido desbastadores en el campo de la política criminal, la perniciosa reforma de los delitos culposos, la incorporación del delito de «grooming», de muy pésima redacción penal, la reforma de la ley de trata de personas en dos oportunidades (en ambas motorizada por el caso «Marita Veron», sin ningún resultado positivo), la incorporación del delito de «femicidio» mediante una norma deficientemente redactada, la reciente ley sobre delitos viales (aun no publicada) pero que traerá, de seguro, numerosos problemas teóricos y prácticos, y tantas otras reformas que por razones de espacio no es posible mencionarlas a todas. Pero, en todos los casos, el motivo generador de la intentona legislativa siempre ha sido el mismo: un hecho criminal de gran repercusión social, como si el código penal fuera un instrumento mágico que resuelve todos los conflictos sociales. Nuevamente se recurre a la respuesta penal como la solución del problema, olvidándose de otras alternativas posibles y primarias y que deben ser encaradas y garantizadas prioritariamente por el Estado (vuelvo a insistir, para que nadie se confunda, «el Estado» en cualquier época política), como son ciertamente las políticas públicas orientadas a mejorar la salud, la educación, la alimentación, las fuentes de trabajo, la vivienda, el salario digno, etc. Sin la solución de estos problemas primarios, la reforma de la ley penal no es más que una ilusión y un engaño a la sociedad. Todos sabemos que el derecho penal debe intervenir lo menos posible en la vida de los individuos, debe ser el último recurso del Estado, no el primero, y siempre que las otras opciones posibles hayan fracasado en la búsqueda de soluciones para resolver el problema.

Los conflictos que aquejan a la sociedad siempre son los mismos y la respuesta que los legisladores ofrecen también siempre es la misma: la reforma de la ley penal, ya sea creando a máxima velocidad nuevos delitos o endureciendo las penas, como si la culpa de todos los males la tuviera el pobre y vapuleado código penal y no un Estado ausente en la resolución de los conflictos sociales. Y esta situación -y sus soluciones- siempre es la misma porque el legislador ve al ciudadano no como tal sino como elector, entonces hay que darle a este futuro elector lo que reclama para dejarlo tranquilo, en buen castellano para que se deje de joder. Entonces, ¿que hace?, rápidamente le sanciona una ley a su medida, aunque la ley no sirva para nada, y de esa manera, con esa simple maniobra, desaparece el problema. El ciudadano se queda tranquilo y el legislador  conserva su rol de buen funcionario cumplidor de su deber.

La delincuencia juvenil es un problema, es cierto, que debe ser solucionado, pero la ley penal no es, ni debe ser, la primera solución, porque ni es la única ni la mejor. Entonces, frente a un hecho criminal perpetrado por un menor debemos preguntarnos ¿hemos, como Estado, cumplido con nuestros compromisos de brindar a ese menor la debida y obligatoria educación, una adecuada alimentación, una vivienda digna, etc.?, ¿hemos brindado a su familia posibilidades de trabajo para que ese menor pueda ser en el futuro una persona útil y con posibilidades de insertarse en la sociedad?, ¿es el derecho penal la herramienta adecuada para brindar esas posibilidades?. Creo que cuando tengamos la respuesta correcta a estas simples preguntas, tal vez podamos empezar a abrigar una esperanza de resolver los problemas de inseguridad que padece este país. Lo que si me parece muy claro es que el derecho penal no es la solución de los problemas sociales. Se podrá optar por los 14, los 16 años o cualquier edad, cada país regula un régimen diferente de responsabilidad juvenil, pero lo que si debemos tener bien presente es que el derecho penal no cambia la realidad, solo intenta regularla. El problema de la inseguridad o de la responsabilidad de los menores en los hechos criminales no es un problema del derecho penal, es un problema del Estado. El menor no se transforma en delincuente porque el código penal lo establezca, sino porque nadie, ni siquiera el Estado, se ha ocupado de él. Este problema nunca será resuelto si la solución solo se limita a una reforma del código penal y se olvida las consecuencias colaterales que genera este tipo de respuestas punitivas simbólicas y sin ninguna eficacia y utilidad para la sociedad.