El 17 de mayo de 2004 se producía un incendio en la carcel de San Pedro Sula, al norte de Honduras, donde perdieron la vida 104 presos, a manos de la llamas.
 

Ese trágico acontecimiento despertó las sentidas palabras de Gabriel Ignacio «Iñaki» Anitua, que adjunto al presente.

 

Palabras que, lamentablemente, recobran plena vigencia ante la nueva tragedia carcelaria de Honduras, donde esta vez son cerca de 400 los presos que han ofrendado, inútil e innecesariamente, sus vidas en el repetido fuego.
 
A continuación, las palabras de Iñaki.

 

Unos ciento cuatro jóvenes murieron calcinados o asfixiados, y otros 25 resultaron con graves quemaduras, en un incendio desatado la madrugada del lunes 17 de mayo de 2004 en la cárcel de San Pedro Sula, al norte de Honduras. De esa forma se provocó una de las peores catástrofes de la historia penitenciaria de ese país. Pero no la primera ni una excepción, pues en abril de 2003, en la granja penal de La Ceiba, murieron 68 personas, entre ellas 61 “mareros”, que es el nombre que allí reciben los miembros de las “bandas” juveniles. Éstas, y los seres humanos que las componen, casi todos niños, se han convertido en el objeto privilegiado de atención de las políticas punitivas y de los discursos patibularios de la derecha que gobiernan política y sociológicamente el país centroamericano.

 

Estas políticas y discursos tienen bastante relación con lo sucedido el 17 de mayo pasado. La cárcel de San Pedro Sula tiene capacidad para 800 presos, y actualmente están internados 2.200. El fenómeno de superpoblación se agravó desde que se reformó el Código Penal para dar cabida a una nueva ley sobre bandas juveniles, fenómeno muy extendido en un país de extensísimas desigualdades sociales y en el que la “inclusión” no genera las europeas sociedades de los “dos tercios”, sino que la misma relación se invierte, y llega hasta los cuatro quintos, o nueve décimos, de excluidos.

 

Para mantener esos porcentajes de desigualdades se debe recurrir a la violencia estatal. Y tal violencia resultó aumentada con la reforma penal mencionada. La “Ley antimaras” es el nombre periodístico y político que recibió la reforma que prevé la retención, entre cuatro y doce años, de aquellos que “podrían” cometer un delito y no de los que realmente lo han cometido si es que integran una banda. En efecto, esa pertenencia, catalogada de “asociación ilícita” (una figura que existe en otros países, y que igualmente en todos ellos es claramente contraria al derecho penal de la Ilustración, que prevé penas sólo para el caso de comisión de un “acto” delictivo) es la que permite un encierro que además se aumenta en su extensión entre un cien y un doscientos por ciento.

 

Tal reforma, de claro contenido peligrosista y que aumenta la estigmatización de los jóvenes pobres, es la que habilitó que las cárceles hondureñas se hayan llenado de supuestos miembros de bandas que han sido arrestados, pero no sometidos a juicio. En efecto, como en toda Latinoamérica, la “prisión provisional” sigue siendo la herramienta punitiva por excelencia. El castigo es más barato y más eficiente si no debe respetar los principios legales como la presunción de inocencia y demás.

 

Con la “Ley antimaras”, además, el Estado cierra el círculo de odio que lo punitivo genera en sociedades inseguras, pues fortalece dentro de las cárceles al “fenómeno” de las bandas juveniles al aumentar en el niño su identidad como miembro de la banda y creando nexos irrompibles entres estos jóvenes. La cultura del grupo “delincuencial” dentro de las cárceles aumenta vertiginosamente generando un proceso, ya señalado desde el mismo surgimiento de las prisiones, de aprendizaje del “rol” de delincuente. Pero a pesar de ello la prisión se sigue utilizando en Honduras y en otros sitios como un lugar para deshacerse de los seres molestos, incómodos.

 

A aquellos que se pretende claramente eliminar en los discursos punitivos de la derecha mundial que llegan a los países subdesarrollados con sus versiones más lamentables. No sólo por los hechos mencionados, y atribuidos al “hacinamiento” (como si éste no tuviera nada que ver con las leyes sancionadas y el sentimiento punitivo exacerbado en la población en general y en las instituciones burocráticas existentes). Según grupos defensores de los derechos humanos, casi 2.500 jóvenes han sido asesinados en Honduras desde 1998 a manos de escuadrones de la muerte integrados por policías o ex policías, por lo que se denuncia una campaña de exterminio. Campaña que apenas es desmentida desde el gobierno que claramente insiste en la necesidad de enviar a todos los jóvenes problemáticos a la prisión por el mayor tiempo posible, otra forma, muy tradicional por cierto, de aniquilar, incapacitar o “inocuizar”.

 

Todo ello, sumado a la falta de instalaciones dignas y a la falta de inversión no sólo en políticas de asistencia sino también en las propiamente represivas, da lugar a ese “hacinamiento” que ha sido denunciado como una de las causas de las condiciones degradantes de la vida en estos verdaderos campos de concentración. Y también de lo sucedido en aquella noche fatídica del 2004.

 

El pabellón incendiado el 17 de mayo, con una capacidad para 100 personas, albergaba a 182 prisioneros, de los cuales sólo salieron con vida 78. Según fuentes oficiales, el incendio fue causado por una avería eléctrica, pero los encarcelados allí presentes afirman contundentemente que los guardias provocaron el incendio para posteriormente impedir su salida de las celdas, es decir, creen que fue algo premeditado. Las asociaciones de Derechos Humanos de Honduras han condenado este suceso, que califican como una negligencia de las autoridades, surgida en medio de una fuerte campaña contra los jóvenes miembros de las bandas mencionadas.

 

Las sospechas de estos grupos, que exigían el inicio de investigaciones, están avaladas por los dichos de los afectados. Uno de los prisioneros sobrevivientes denunció que «los guardias nos dispararon repetidamente desde el exterior de la celda para impedir que saliéramos, pese a nuestros gritos de auxilio». Otros jóvenes allí alojados dijeron que los carceleros no les abrieron las puertas y que, de haberlo hecho, la catástrofe se podía haber evitado.

 

En efecto podría haberse evitado de no haber estado esos jóvenes encerrados en la prisión, algo difícilmente justificable desde la vigencia del derecho penal liberal y sus garantías formales. Y mucho menos justificable desde el uso de la razón y la razonable oposición a la propia existencia de prisiones en sociedades que obtienen muchos inconvenientes de su existencia, y ninguna ventaja. En todo caso, la evitación comienza por oponerse inteligentemente a estas campañas punitivas, que si logran el apoyo de vastos sectores de la población es por la información manipulada y por la manipulación del miedo.

 

Ciertamente que en el miedo se inspiraron históricamente los discursos racistas, aquellos que permiten el tratamiento como “no persona” de un “otro” (el “negro” allí, el extranjero” aquí: el “pobre” en todos lados), que al ser catalogado de diferente ya no provoca ninguna relación de empatía. En este racismo persistente y cotidiano podemos encontrar alguna explicación, si la hay, de la citada tragedia. Queda la explicación que puede dar el arte. Así se refiere un poeta y músico brasilero a un hecho de similares características ocurrido diez años atrás en su país (y también descripto en la maravillosa película Carandiru): “E quando ouvir o siléncio sorridente de Sao Paulo/ Diante da chacina/ 111 presos indefensos, mas presos sao quase todos pretos/ Ou quase pretos, ou cuase brancos quase pretos de tao pobres/ E pobres sao como pobres e todos sabem como se tratam os pretos”(Caetano Veloso, Haití, 1994).