El 26 de diciembre de 2019, la Corte Suprema de Justicia de la Nación absolvió a Cristina Vázquez y puso fin a un proceso penal que se prolongó durante casi dos décadas y que la tuvo presa durante 11 años siendo inocente.

La decisión de la Corte –la segunda vez que el caso llegaba a sus estrados– fue el punto cúlmine de un destrato procesal de una administración de justicia donde la perspectiva de género estuvo ausente a cada paso y en el que se vulneraron derechos y garantías fundamentales, entre éstos el principio de inocencia. Nunca hubo pruebas serias pero aún así se avanzó contra Cristina.

Mucho menos para obstinarse, desoír un fallo del máximo tribunal de justicia del país –el primero que dictó en el proceso y en que se obligaba a revisar el primer fallo condenatorio– y persistir en una condena sobre una persona inocente. Solo la tozudez, la indiferencia y la arbitrariedad pueden explicar el fallo del STJ de misiones, dictado el 5 de diciembre de 2016, que le negó –una vez más– su derecho a que un tribunal de justicia revisara ampliamente un veredicto injusto y le devolviera de una vez por todas su libertad.

Sería sencillo señalar responsables. Las decisiones judiciales y las acusaciones que las precedieron en todas las instancias tienen nombres y apellidos. Lo mismo puede decirse de las ausencias y omisiones de parte de aquellos/as que no se hicieron cargo de haberle robado tantos años de vida y que no aparecieron cuando recuperó su libertad.

Sin embargo, las condenas erradas y los procesos injustos no son la consecuencia exclusiva de acciones individuales de la policía o el sistema de justicia. En gran medida, obedecen a factores sistémicos que permiten que prosperen causas armadas, acusaciones que no reúnen mínimos estándares probatorios y sentencias arbitrarias que sólo se apoyan en rumores o en juicios morales.

Hace falta una verdadera reforma del sistema de justicia que incluya la capacitación constante de sus integrantes –especialmente en perspectiva de género–, que jueces y juezas rindas cuentas públicas de su trabajo, y que errores y arbitrariedades manifiestas encuentren una solución más ágil, rápida e integral.

El daño a Cristina no acabó cuando fue absuelta. El Estado volvió a mirar hacia otro lado, y no se ocupó de acompañarla y ofrecerle verdaderas herramientas para que pueda sobreponerse al intenso dolor que inflige el sistema penal.

Tristemente el 26 de agosto fue hallada sin vida en su casa, en Misiones.

La historia de Cristina, que es la de tantas personas atrapadas por el sistema penal, debería ser un punto de inflexión para que estos hechos no se repitan.