Hay un juez federal que casi no habla, o que, en la mejor tradición de la justicia argentina, habla por sus fallos. Que no se compra anillos de 250.000 dólares ni está seriamente sospechado de actuar en sintonía con la Casa Rosada. Que tiene fama de honesto y de trabajador. Y que rompe con el estereotipo de algunos de sus colegas que parecen vivir en la confortable burbuja de los tribunales: desde hace diez años trabaja como consultor académico, sin cobrar un peso, en la Fundación Memoria del Holocausto de Buenos Aires.

Daniel Rafecas se llama este juez federal, uno de los más nuevos del fuero, que resulta extraño en un Poder Judicial al que la sociedad aún mira con desconfianza, por más que la Corte Suprema y no pocos magistrados hagan lo imposible para disipar esa nube de desprestigio que los ensombrece a fuerza de escándalos, fallos cuestionables y dependencia del poder político de turno.

Aun así, durante una entrevista con Enfoques, Rafecas se mostró cauto al opinar sobre la extrema lentitud de la justicia federal cuando aborda causas vinculadas con hechos de corrupción y negó que sea más fácil juzgar y condenar a represores que a funcionarios corruptos. «Tenemos dificultades, pero hay que hacer una mirada un poco más amplia de cómo funciona el sistema penal en estos delitos. Seguimos contando en la Argentina con un modelo procesal un tanto antiguo», advirtió.

Aun así, destacó que impulsar una reforma procesal para agilizar los juicios por corrupción no le interesa «a toda la clase política» ni «a los distintos poderes ejecutivos que se han sucedido en los últimos treinta años».

El nombre de Rafecas se hizo conocido en los últimos años porque fue el juez que intervino en las causas por los sobornos en el Senado, en la que procesó, entre otros, al ex presidente Fernando de la Rúa, y por violaciones de los derechos humanos en la jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército, en la que imputó a 125 altos jefes militares, como Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone.

También fue el juez que procesó al almirante Jorge Godoy, ex jefe de la Armada, por espionaje ilegal, y el responsable de una original y contundente condena para tres skinheads menores de edad que habían atacado a un chico judío: los sentenció a recorrer la Fundación Memoria del Holocausto y a escuchar una clase sobre racismo.

Este juez de 44 años, casado, con dos hijos, recibido de abogado en 1990 y designado juez federal en 2004, es el mismo que casi no habla, pero que ahora está interesado en hacerlo porque el mes próximo lanzará, editado por Siglo XXI, un libro cuya investigación y redacción le demandó cinco años: Historia de la Solución Final. Una obra de 288 páginas que, en sus propias palabras, surgió como fruto de la preocupación por estudiar «ese paradigma de violencia estatal y de totalitarismo que fue el régimen nazi» y, al mismo tiempo, de su compromiso con «la dimensión humana de lo que fue la Shoá».

-Le iba a preguntar por el origen de este libro, pero también me interesa el origen de su pasión por el estudio del tema del Holocausto. ¿Usted es de ascendencia judía?

-No, soy de origen católico y no tengo una implicancia personal con el tema, pero me fui acercando por el lado de las ciencias penales, de ése paradigma de violencia estatal y de totalitarismo que fue el régimen nacional socialista. Pero ese fue sólo el comienzo, el primer acercamiento al nazismo y a su producto más perverso, que fue el genocidio del pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. Los primeros textos que leí fueron de Francisco Muñoz Conde, un penalista español muy importante, que hizo una investigación acerca del jurista alemán Edmund Mezger, el padre de todos los penalistas de casi toda América latina en los años 50 y 60. Mezger fue un muy importante jurista del régimen nazi y esto me sorprendió, me movilizó muchísimo, me indignó y, de alguna manera, eso también me motorizó a profundizar los estudios de estos temas. En una segunda etapa me atrapó por completo la dimensión humana de lo que fue la Shoá y todas las enormes implicancias de Auschwitz, todo ese proceso que desembocó en la matanza de unas dos millones y medio de personas en cámaras de gas en un lapso breve. Desarrollé una extrema sensibilización respecto de los casos en concreto, las víctimas, los mártires, los sobrevivientes, con los cuales estoy en contacto por mi trabajo en el Museo del Holocausto. Y en este contexto de compromiso con este tema, advertí que en el ámbito hispanoparlante carecíamos de un texto que permitiera al lector acercarse a la comprensión de lo que fue la solución final y de cómo se llegó a Auschwitz, cuáles fueron las etapas que llevaron a ese desenlace que constituye el agujero negro de los discursos de la modernidad.

-Quizá no sea casual que usted, un hombre del derecho, se haya dedicado a estudiar uno de los momentos históricos en los que las leyes se pusieron al servicio de una maquinaria asesina como la del régimen nazi.

-Esa es mi gran preocupación desde la óptica del jurista, del académico: el régimen nacional socialista es la peor demostración de cómo el derecho se puede poner al servicio del Estado democrático y también al servicio del peor régimen totalitario, proveyéndole discursos jurídicos que son fundamentales para racionalizar y calmar las conciencias de los burócratas, que son los que impulsan las medidas que llevan, por ejemplo, a la destrucción física de un pueblo. Tenemos que encontrar mecanismos y reaseguros para que el derecho nunca más se ponga al servicio del Estado autoritario. Ese es el gran desafío de las nuevas generaciones de juristas. Pero para eso es fundamental aprender qué fue el régimen nazi, qué fue la Shoá. Es cierta esa frase que se hizo tan famosa en la posguerra: nada es igual después de Auschwitz y todos tenemos la obligación moral de preocuparnos para que no se repita.

-Usted procesó a represores en la causa del Primer Cuerpo de Ejécito y han pasado por sus manos algunos expedientes vinculados con supuestos episodios de corrupción: ¿para la Justicia es más fácil condenar a los represores que a los funcionarios corruptos?

-No, para nada. De hecho, la tarea de los jueces federales, en la medida en que estén las pruebas y que se cumpla con el debido proceso legal y el derecho de defensa, también es la de enjuiciar y, si corresponde, condenar por hechos de corrupción. No hay ninguna diferencia.

-Pero los tiempos en un caso y en el otro son distintos. Hay relevamientos periodísticos que afirman que los juicios de corrupción duran, por lo menos, catorce años, y menos del uno por ciento termina en condena.

-Tenemos dificultades, pero hay que hacer una mirada un poco más amplia de cómo funciona el sistema penal en estos delitos. Hay también un déficit en los organismos requirentes: seguimos contando en la Argentina con un modelo procesal un tanto antiguo en donde el juez tiene la suma del poder y, en verdad, es mucho más moderno que sean los fiscales los encargados de la instrucción y que el juez haga una tarea de revisión de cumplimiento de garantías. Es decir, buena parte de esos años de los que usted habla se consumen en recursos que tiene la defensa, por ejemplo, en todos los momentos del proceso y que paralizan el expediente una y otra vez porque va a revisión a la Cámara Federal y después a la Cámara de Casación y a veces hasta a la Corte. Esas son dificultades o vicios que están alojados en la ley procesal. Es muy poco lo que puede hacer el juez si el sistema procesal les permite a las partes estas situaciones. También está la cuestión de las distintas instancias. Si queremos reducir ese plazo hay que empezar por una reforma del sistema procesal. Hay que hacerlo más ágil, cancelar una serie de posibilidades que tienen los defensores de apelar una y otra vez por las mismas circunstancias.

-Pero no parece haber mucho interés de algunos políticos en hacer una reforma para agilizar las causas por corrupción…

-Sí, diría que de toda la clase política. Básicamente, de los distintos poderes ejecutivos que se han sucedido en los últimos treinta años, porque a nivel nacional, en el orden federal, no ha habido interés en pasar de un modelo inquisitivo a un modelo acusatorio. En cambio, en algunas provincias sí se han dado esos pasos y eso les da más agilidad porque los fiscales pueden investigar a mucha más velocidad, sin tantas formalidades y, una vez que tienen reunida la prueba, ahí va al juez para después llevarlo a juicio. Nosotros tenemos que lidiar con un sistema, sobre todo el de instrucción, que es muy vetusto, muy lento, con muchas trabas. Es un diagnóstico que está compartido por ACIJ (Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia), Poder Ciudadano y todas las entidades preocupadas por este tema. El año pasado asistí a una serie de reuniones en donde diputados nacionales de todos los bloques habían manifestado su consenso en impulsar un proyecto de Código Procesal Penal con estas características. Esperemos que este año se sancione. Sería un paso muy importante para hacer del sistema penal nacional una herramienta más eficiente, más acorde con las expectativas ciudadanas.

-Más allá de las trabas procesales, se sabe que el fuero federal es el más permeable a las presiones políticas, que se deben hacer sentir y también deben influir en los jueces.

-No sé bien cómo definir lo que son las presiones políticas. En mi caso, ya llevo siete años como juez federal en la Capital y no alcanzo a identificar algún acto como una presión política. Si estamos hablando de que algún sector del poder político, sea del oficialismo o de la oposición, a uno lo intenta condicionar fuertemente para que tome una decisión en uno u otro sentido, en mi caso, y también el de otros colegas, no tenemos ese tipo de impresión. Muchas veces también desde los medios de comunicación se brindan opiniones sobre ciertos hechos que se podrían interpretar como una presión o un condicionamiento. Pero no lo sentimos así y soy sumamente respetuoso de las opiniones periodísticas: no las veo como una presión. Depende también de cómo el juez interprete las señales que vienen desde el poder político o desde los medios o de otros factores. En mi caso, y le diría también de algunos de mis colegas jóvenes con los que estoy en contacto, no nos sentimos presionados por la corporación política ni por la periodística o económica.

-Habla de sus colegas más jóvenes, pero también existe un juez como Norberto Oyarbide, el gran símbolo del magistrado cercano al poder. Me imagino que la revelación del anillo que se compró por 250.000 dólares complicó la imagen del fuero, ¿no?

-Es un colega con el que no tengo mucho trato y no me atrevo a dar una opinión. Pero sería una exageración que una personalización represente la imagen de todos los jueces federales.

-Usted dice que no reciben presiones. ¿Tampoco reciben visitas de emisarios que les transmiten lo que quiere el Gobierno?

-Eso me lo preguntan mucho… Estoy esperando que aparezca alguno porque no ha venido nunca nadie. Además, en algún momento no sería tan descabellado que algún representante del Ministerio de Justicia de la Nación se presentara y dijera si necesita algo desde el punto de vista funcional. Nunca pasó. En mi caso, por lo menos, no. Jamás he tenido una visita así o una presión.

-¿No siente que es parte de un fuero que está siempre sospechado por la sociedad?

-No sé. Yo estoy muy ensimismado, embarcado en lo que es mi juzgado, con mi equipo, no me atrevo a dar una definición global o hablar sobre mis colegas. No sé si la imagen es tan así…

-¿Insiste en que el hecho de que no avancen las causas sobre corrupción obedece a cuestiones procesales más que a jueces que ceden ante las presiones políticas?

-Sí, es clarísimo. Ese es el principal obstáculo por remover. Hace falta una reforma para poder agilizar el sistema procesal. Sin duda.

-¿Qué opina sobre el hecho de que el estudio de la esposa e hijo del procurador ante la Corte, Esteban Righi, jefe de todos los fiscales y, por ende, principal responsable de defender al Estado, fuera hasta no hace mucho el principal defensor de funcionarios del Gobierno sospechados de haber afectado el patrimonio del Estado con actos de corrupción?

-Estuve un año y medio trabajando con Righi, antes de mi designación como juez, y tengo una relación de respeto profesional, una visión condicionada por el afecto. Prefiero no opinar.

-¿Tuvo problemas en la investigación de la causa por los sobornos en el Senado?

-Sí, tuvimos dificultades de todo tipo por la enorme magnitud de la investigación. Pero afortunadamente, gracias al trabajo mancomunado del juzgado, de la fiscalía, de la Cámara Federal y el aporte del arrepentido Mario Pontaquarto, las pudimos sortear. Pero también es un ejemplo: una investigación incluso con un procesado confeso, que allana muchísimo las circunstancias, de todos modos se demoró tres años en elevar a juicio y hasta hoy no se pudo comenzar con el juicio oral. La causa de los sobornos es un ejemplo paradigmático de estas dificultades con las que el sistema penal se enfrenta cuando tiene casos de corrupción. Como que todo se vaya paralizando porque son muchos los imputados y cada defensa tiene su propia estrategia. Al mismo tiempo, es un ejemplo de que la investigación avanza cuando hay un trabajo coherente, sistemático, y con una buena relación entre la fiscalía, el juzgado, la Cámara, el tribunal oral, etc..

-Quizá también es un claro ejemplo de cómo puede avanzar un juicio de este tipo porque los acusados ya perdieron poder: De la Rúa, por ejemplo, no estaba en el gobierno cuando fue procesado.

-Y bueno, eso también ocurre mucho. La experiencia indica que, en general, existe lentitud en el descubrimiento de los documentos, en el análisis de las pericias contables a partir de delitos económicos. Todo lleva tanto tiempo que desemboca en imputaciones cuando ese gobierno ya no está en el poder. Pero la investigación muchas veces avanza en forma paralela con el gobierno de que se trate. Sólo que el desenlace, las conclusiones de esas tareas investigativas vienen después.

-En definitiva, ¿no existen hoy «jueces de la servilleta», como aquellos que Carlos Corach creía confiables durante el menemismo?

-Y… no. En aquel momento se apuntaba a jueces manejados desde el Poder Ejecutivo, cosa que a mí, que llegué al juzgado en 2004, no me consta.

MANO A MANO

Daniel Rafecas no parece un clásico integrante del «partido judicial», por utilizar una expresión que fue acuñada por Néstor Kirchner en un arranque de furia contra algún fallo adverso. En realidad, su perfil, su trabajo y su discurso están muy en sintonía con lo que cualquier ciudadano común podría exigir de un magistrado en el siglo XXI. La charla me resultó apasionante, en particular cuando hablamos de su libro de investigación histórica sobre el Holocausto. Es notable cómo lleva adelante esa consigna de recordar para que la tragedia no se repita. Algo que, desde su juzgado, también hace con la investigación sobre violaciones de los derechos humanos durante la dictadura militar. No es que el resto de nuestro diálogo no haya sido interesante, pero me pareció que en todas las idas y venidas que dimos sobre la justicia federal, al hablar sobre las dificultades para que avancen las causas por corrupción, en él pesó más el respeto corporativo que la admisión de las dificultades en su tarea por culpa de las presiones políticas. ¿Sólo las trabas que impone el sistema procesal hacen que las causas por corrupción duren, por lo menos, catorce años, y menos del uno por ciento termine en condena? No debería dudar de la palabra de un juez, pero hay demasiadas evidencias a lo largo de la historia como para suscribir ciegamente el argumento de Rafecas. Quizá esto de las presiones políticas en la Justicia sea como las brujas: sabemos que no existen, pero que las hay, las hay.

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