La pregunta sobre el derecho y la pregunta sobre el hombre se alimentan recíprocamente; ninguna de
las dos se formula sin la otra. El derecho implica al hombre y el hombre implica al derecho. La
pregunta sobre el derecho y la pregunta sobre el hombre son una parte fundamental de la pregunta
filosófica.
El preguntar filosófico que se dirige al derecho se distingue de la sistematización científica. La filosofía
del derecho no es nunca sistematización del conocimiento del derecho orientada a convertirse en un
sistema científico. La filosofía del derecho surge de la aclaración de la pregunta sobre el sentido del
derecho, pregunta que va más allá de la perspectiva que lo analiza sólo como técnica. Concepto
clave para la filosofía del derecho así definida es el de posibilidad (1).
La posibilidad señala la frontera entre la modalidad específica del ser del hombre, en cuanto
existente, y el mundo del ser no humano, los otros seres vivos y las cosas. El derecho tiene sus
raíces en la posibilidad, en el sustraerse de su sujeto a la determinación externa de las leyes
naturales, quedando expuesto al futuro. Este ser expuesto al futuro, inherente al ser mismo del ser
humano, es fuente de la incertidumbre que lo acompaña hasta la muerte. El no poder sustraerse a la
posibilidad, significa «no poder no elegir», como necesidad que no es necesidad matemática ni causal,
pero que constituye el ineludible modo del ser del hombre. Frente a esta necesidad ineludible de
elección, frente a la incertidumbre que se deriva para las relaciones de coexistencia, surge el
derecho. (2)
El derecho expresa la necesidad de certeza ante la incertidumbre que supone la libertad humana.
Vale la pena recordar la exclamación de Nietzsche en «La genealogía de la moral»: «Para disponer
anticipadamente del futuro, cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el
acontecimiento necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y anticipar lo lejano como presente,
a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el fin, a saber en general
contar, calcular, cuánto debe el hombre mismo, para lograr esto, haberse vuelto antes calculable,
regular, necesario, para poder responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente
poder responderse a sí mismo como futuro a la manera como lo hace quien promete.» (3)
Esta forma de pensar el mundo y de pensarse a sí mismo, inspirada en el deseo de seguridad y de
certeza, es característica de los tiempos modernos. En éstos, es decisiva la representación del
mundo como imagen concebida y la constitución del hombre como sujeto. La representación le
permite desplegar ante sí todo el ente, y fijarlo en esa situación. Ésta es la forma en que procede el
pensamiento científico, y así procede el hombre calculante, que desea estar seguro, es decir, tener
certeza. Sólo el cálculo garantiza una certidumbre anticipada y constante de la representación, de
aquello que se representa. La representación es objetivación investigante y dominante. Porque
objetiviza aquello que se representa a fin de investigarlo, analizarlo, estudiarlo y dominarlo. Y en esa
representación se da la existencia simultánea del hombre que representa y del ente representado.
Fue precisamente ese hombre que «representaba» el que se convirtió en sujeto. Y como sujeto pudo
plantearse «si deseaba ser un Yo reducido a su gratuidad y abandonado a su arbitrariedad, o bien un
Nosotros de la sociedad, si deseaba y debía estar solo o formar parte de la comunidad, si deseaba
existir como Estado, Nación y Pueblo o como Humanidad general del hombre moderno».(4) Es decir,
el hombre al erigirse en sujeto de la representación también pudo concebir una imagen de sí mismo,
pudo representarse a sí mismo como deseaba, y entrar él mismo en la esfera de lo calculable, de lo
asegurable, de lo disponible.
Sin embargo, para entrar en esa esfera, el sujeto debía vencer la incertidumbre propia del mundo de
la experiencia. El mundo de la experiencia es un mundo en el que «reina la duda». La incertidumbre.
Lo imprevisto. La finalidad del derecho es asegurar la relación frente a la posibilidad de que lo
imprevisto la destruya. Liberarla de la angustia de su posible e imprevista destrucción. Conferirle, en
una palabra, duración. El derecho es, en este sentido, un instrumento para dominar la angustia. La
angustia como profundo malestar ante el futuro. Un instrumento para que la relación con el otro no 2
naufrague en la nada por la imprevista mutación de la decisión de una u otra de las partes que la
integran.
Para lograr la finalidad que hemos señalado, el pensamiento jurídico traslada al hombre de carne y
hueso de la «región de la duda» hacia una región en la que reina una temporalidad distinta. (5) Y en
ese traslado concibe a su propio sujeto. Es decir, concibe al «sujeto de derecho». La temporalidad en
la que existe el sujeto de derecho es una temporalidad que emerge como «duración». En ésta se
presentan con una continuidad propia los tres momentos, pasado, presente y futuro. El derecho da
unidad de sentido a los hechos que se suceden en esos momentos, y que sin ese sentido que les
confiere no constituirían una unidad. (6)
La persona humana, en cambio, aun antes de ser concebida como sujeto de derecho, y a pesar de
que su existencia se desarrolla en los tres momentos temporales, constituye una unidad. Ella misma
es una unidad de sentido, sin necesidad de que se la confiera el derecho. En ella adquieren una
continuidad única el pasado, el presente y el futuro. Como dice Pareyson la persona, en cada instante
de su historia, por un lado es aquello que es ya, y por otro lo que debe ser aún: «Sempre conclusa e
aperta a un tempo». Por ello en la persona se unen totalidad e insuficiencia. La persona, en cuanto
siempre «conclusa» en el instante actual, es una totalidad, es decir, la concentración puntual de una
sucesión de actos, decisiones, obras. Por otra parte, en cuanto ninguno de sus instantes es definitivo,
es insuficiente e incompleta, perenne apertura al futuro, perpetua variación de instantes. «La persona
es totalidad, en cuanto es la unidad de sus actos, y es insuficiencia en cuanto es la posibilidad de
actos siempre nuevos.» La persona es ella misma, y sin embargo debe ser otra aún, y esta otra que
debe ser será todavía ella misma. Estos son, conforme a Pareyson, los dos momentos extremos de la
persona: el «deber ser», que es comienzo y principio, y el «ser ya», que es término y fin. (7) En relación
con esos dos momentos se presentan las doctrinas de justificación de la pena. La primera gran
clasificación de esas doctrinas se apoya en una diferencia temporal: «quia peccatum», es decir,
doctrinas que miran al pasado, y «ne peccetur», es decir, doctrinas que miran al futuro.
Nunca se podrá encontrar un punto de confluencia entre ellas, porque el hecho de que unas miren al
pasado y otras al futuro no sólo les da una perspectiva temporal distinta sino que las coloca en dos
planos cuyo punto de unión nunca se podrá encontrar: el plano simbólico y el plano práctico. Nuestros
actos pueden proyectarse al futuro, tenemos la posibilidad de ejercer alguna influencia sobre la
realidad futura. En cambio, nada pueden nuestros actos frente al pasado. Sólo pueden proyectarse al
pasado en un plano simbólico o imaginario. «La libre circulación del tiempo le ha sido prohibida al
hombre.» (8) Frente a lo que ya fue la voluntad nada puede. Lo que ya fue es la piedra contra la que
tropieza la voluntad. Es la piedra que la voluntad nunca podrá mover. «Eternamente quieto está el
pasado.» Lo que ya fue es aquello adverso a cualquier voluntad. Por ello en la voluntad misma se
yergue la aversión frente a lo que le es adverso, la aversión («Widerwille») contra lo que ya fue. Esta
aversión es -siguiendo a Nietzsche- la esencia de la venganza. «Esto, sí, esto solo es la venganza
misma, la aversión de la voluntad contra el tiempo y su fue». (9) Sin embargo, como explica
Heidegger, «la aversión no se dirige contra el simple pasar del tiempo, sino contra el pasar en la
medida en que hace transcurrir el pasado sólo como pasado, congelándolo en la rigidez de lo
definitivo». (10)
La venganza, dice Nietzsche, nunca se hace llamar por su propio nombre, se hace llamar «castigo»,
dándole así a su esencia hostil la apariencia del derecho. (11) Más allá de la tan debatida calificación
de la pena como venganza, las palabras de Nietzsche tocan un aspecto muy profundo del
pensamiento penal. Nos presentan a la pena en su aspecto más primitivo, no sólo como reacción ante
un acto indeseado, reprobado, sino como reacción ante un acto que sucedió a pesar de que no
debería haber sucedido, y que sin embargo, ya no puede ya ser cancelado, porque ha quedado
inscrito en el pasado, «congelado en la rigidez de lo definitivo».
El núcleo de toda actividad jurídica -dice Husserl- consiste en restablecer la situación que existiría si
no hubiese tenido lugar la violación de la norma . El motivo que guía la actuación del juez es la idea
del «statu quo». (12) La finalidad del derecho es, en cierto modo, cancelar el pasado no conforme a la
norma. La mirada del derecho hacia el pasado es una mirada pretensiosa, omnipotente.
La pena es la expresión de esa voluntad de dominio del pasado, que sólo puede realizarse en el reino
que la razón y la imaginación construyen. Porque no hay ninguna vía directa que lleve del pasado al 3
futuro, y viceversa. Si se desea recorrer ese camino que en la realidad está fuera del alcance
humano, es necesario hacerlo en la imaginación. El delito como hecho del pasado debe ser
«presentificado». (13) Es preciso que la razón y la imaginación realicen una operación de abstracción,
que permita que aquello que ya ha ocurrido se haga presente. Pero como no es posible hacer del
pasado presente (salvo en el recuerdo), se procede a una «conversión» del hecho del pasado en
determinado acto que el derecho califica de determinado modo.
«Si se considera el delito y su eliminación, a la que por lo demás se determina como castigo,
simplemente como un perjuicio, aparecerá en efecto como algo irracional querer un perjuicio sólo
porque ya existía un perjuicio anterior.» El perjuicio no se ve simplemente como un mal, como un
mero perjuicio a un sujeto individual: «Lo único que importa es que el delito debe ser eliminado no
como el surgimiento de un mal, sino como lesión del derecho como derecho … .» (14)
Una vez hecha la representación, el pensamiento calculante busca también precisión y claridad en
cuanto a la relación que establece entre el daño causado por el delito y el daño causado por la pena.
«Sólo según este último aspecto [su forma exterior], el robo, el hurto, la multa y la pena de prisión,
etc., son del todo diferentes … su propiedad general de ser lesiones es lo comparable … es tarea del
entendimiento buscar la aproximación a la igualdad de su valor. Si no se aprehende la conexión
existente en sí entre el delito y su aniquilación … se puede llegar a ver en una auténtica pena sólo
una unión arbitraria de un mal con una acción prohibida.» (15)
Como señala Ricoeur, no hay nada que sea más racional o que tienda más a la racionalidad que la
noción de pena. «El crimen merece un castigo, dice la conciencia vulgar … .» La paradoja reside en
que esa presunta racionalidad es una racionalidad inhallable pues establece un vínculo entre dos
momentos manifiestamente heterogéneos. El sentido de la pena, en tanto unión del padecimiento y
del hacer padecer, dice Ricoeur, consiste en la supuesta equivalencia entre el mal sufrido, por un
lado, y el mal cometido, por el otro. Esta equivalencia, agrega, constituye lo racional de la pena. Pero
«aquello que es lo más racional en la pena, a saber, que compensa el crimen, es, a la vez, lo más
irracional, a saber, que lo borra». Lo que demostró Hegel es que la ley de la pena es válida sólo en
una esfera limitada, el denominado derecho abstracto. La condición para resolver «el enigma de la
pena es que la lógica de la pena permanezca en la problemática dentro de la cual se desarrolla, a
saber, dentro de los límites de la filosofía del derecho». (16) Es decir, dentro de los límites de la
representación creada por la razón y la imaginación.
La lógica de la pena se desarrolla entre dos procesos: uno de destemporalización, por el que se
abstrae el acto «bruto» de su tiempo, del pasado, y otro de retemporalización, por el que ese acto del
pasado se «presentifica», pero convertido en un acto tipificado jurídicamente, con miras a «cancelar» el
acto «bruto» que ha sucedido.
Estos dos procesos se aplican también al autor del acto. Se introducen el acto y su autor en una
región temporal distinta. Porque el ser humano, como su acto, también es «temporalizado» y
«retemporalizado». En esta operación, la finalidad principal es «borrar el crimen», «aniquilar el delito».
Para ello se mide la pena en función de la gravedad del delito. Y en esa medición se pretende hallar
la equivalencia entre delito y pena. (17) Pero esta equivalencia sólo se puede encontrar en la región
temporal que el derecho ha creado. En ella la «duración» de la pena no tropieza con la «duración» de
la vida del ser de carne y hueso. El sujeto de derecho no refleja a la persona humana en su
característica más propia: la finitud.
El olvido de la finitud (el «no ser siempre») del ser humano permite fijar penas superiores al tiempo de
vida de cualquier persona. Cuando ello sucede, lo simbólico de la pena adquiere la dimensión de lo
imaginario. En el olvido del «no ser siempre» se esconde una percepción de la muerte inspirada
también en el pensamiento jurídico calculante. Éste la considera un dato más con respecto al
abstracto sujeto de derecho. Y desde esa perspectiva tiene el carácter de un evento impersonal. «Se»
muere como «se» contrata, «se» cumple una obligación, etc. El «se» da la impresión de que quien
muere es un ser anónimo. Pero en realidad ese «se» corresponde a «ninguno». (18) Y el «ninguno» no
sólo no tiene nombre, tampoco existe. La muerte se desvincula del tiempo y del sujeto concretos. Así
desvinculada del individuo, la muerte se considera un acontecimiento más. No obstante, lo más
individual y propio del individuo es su propia muerte. Y ésta pertenece a su «no ser siempre», que se
sustrae al cálculo y a la previsión y es inconciliable con la certeza. 4
Sin embargo, la mirada imaginativa del derecho no sólo se dirige hacia el pasado. Incluso hay
quienes consideran que toda la mirada del derecho es una mirada dirigida hacia el futuro. Es decir
que incluso cuando mira al pasado lo hace con miras al cumplimiento de su función de planificación
del futuro. Esta función es indispensable para asegurar la continuidad de las relaciones jurídicas, que
constituye un elemento esencial de las mismas. Sin ella no habría relación. Para asegurar la
continuidad de la relación, el derecho intenta planificar el futuro. En lugar de dejarlo venir, en una
actitud pasiva, procede decididamente con respecto al futuro. «El camino del derecho es el camino de
una conquista positiva del futuro mediante instrumentos racionales.» (19)
La finalidad «razonable» de la pena está dirigida al futuro. Esta finalidad consiste en poner un término
al desencadenarse de la violencia. Hegel: «La venganza, pues, como acción positiva de una voluntad
particular es una nueva violación; [en cuanto tal] cae en el progreso al infinito y se transmite sin
límites de generación en generación.» (20) Para evitar ese progreso al infinito y esa transmisión sin
límites de la violencia se pone una distancia entre víctima y victimario. «La justa distancia entre las
partes enfrentadas -dice Ricoeur- demasiado cercanas en el conflicto y demasiado alejadas una de la
otra en la ignorancia, el odio, el desprecio …» (21)
La finalidad del juicio es precisamente poner esa «justa distancia». En este contexto cabe recordar la
interpretación de Kojève con respecto al tercero: dos seres humanos son tan insuficientes para formar
una sociedad como un solo ser aislado. Para que haya sociedad no basta la interacción entre dos
seres. Se requiere la intervención de un tercero. Al ser el derecho un fenómeno esencialmente social
no establece una relación directa entre sus sujetos, sino una relación «mediada» por un tercero. «No
basta que haya una interacción entre dos seres humanos. Es necesaria también la intervención de un
tercero imparcial y desinteresado.» (22) El «tercero» está presente desde el momento inicial de la
formación de la norma jurídica, es decir, en la actividad legislativa, hasta el momento último en el que
el derecho se concreta, la actividad jurisdiccional. Conforme a esta interpretación amplia, el término
tercero denota también la ley en cuanto expresión de una intención de que las cosas sean de
determinada manera.
Sin embargo, la figura del tercero se perfila con más claridad en el juez. Y es precisamente el juez
quien pondrá en marcha todos los procesos temporales que se desarrollan en el pensamiento penal.
«El hecho, el acto, la voluntad (y por lo tanto la persona) que se le presentan y que él debe …
conocer, examinar, discernir y finalmente juzgar, están situados en el pasado, así como la ley
conforme a la cual juzga. Ahora bien, él debe… traerlos del pasado al presente y ver su prolongación
en el futuro … .» Es el juez quien debe hacer surgir la unidad temporal ante sus propios ojos, ante los
ojos de las partes y ante los ojos de la sociedad en general. Y es justamente porque esta verdad
sintética es extraña a su conciencia personal, que está en condiciones de actuar en conformidad con
su razón de ser y con su posición de tercero. (23)
Ahora bien, el juez es representante del Estado. Es interesante el análisis que hace Kojève del papel
del Estado en el contexto penal. Por una parte, se considera lesionado por el delito; por otra, actúa
como tercero. Sin embargo existe entre ambos papeles una incompatibilidad: si es víctima no puede
actuar como tercero, y desde el momento en que actúa como tercero no puede hacer valer su
condición de víctima. Ante esa incompatibilidad, se establece la distinción entre los papeles que
desempeñan en este contexto el Estado y la sociedad. El Estado actúa como tercero, la sociedad
asume la condición de víctima, y esta distinción se refleja en los distintos órganos que intervienen en
el juicio: uno facultado para perseguir en justicia al autor del delito, el otro facultado para aplicarle la
pena. (24)
En este marco de representaciones, cabe observar que no sólo se asigna a la sociedad el papel de
víctima de un determinado delito, sino que se la considera el conjunto de personas entre las que se
encuentran los posibles autores de los delitos futuros. En ese sentido, se convierte en destinataria del
mensaje disuasorio que se intenta transmitir a través de la pena.
Ante este cuadro, pareciera que la sociedad hubiese absorbido al individuo tanto como víctima actual
cuanto como delincuente futuro. Y si bien será el individuo el receptor de la pena, éste cumple una
función meramente instrumental, para hacer llegar el mensaje a quienes se pretende que lo reciban.
El individuo, el hombre de carne y hueso, en realidad no existe para el pensamiento penal. 5
ALGUNAS REFLEXIONES
Al comenzar habíamos señalado que la pregunta sobre el derecho y la pregunta sobre el hombre se
alimentaban recíprocamente. Ello es así solamente cuando el preguntar filosófico que se dirige al
derecho se pregunta realmente, con una actitud crítica, por la forma en que el derecho se dirige al ser
humano
Por ejemplo, Romano señala que en el marco de la teoría pura, toda la pregunta sobre el derecho se
reduce a preguntar cuál es la ley vigente. Y esa pregunta, así circunscrita, expresa, no por lo que
pregunta sino por lo que deja de preguntar, una filosofía del derecho que pretende seguir el modelo
del pensamiento científico, encandilada por su presunta rigurosidad y exactitud.
Refiriéndose a las teorías que se detienen en la estructura formal de las normas, Romano afirma que
dan una lectura «vulgar» del derecho. «La intención inicial de construir una doctrina pura del derecho –
es decir, depurada de las dimensiones éticas, sociológicas, políticas o psicológicas- se muestra
viciada por impedirse a sí misma el camino íntegro hacia el fenómeno derecho, presente en su plena
dimensión fenomenológica.» (25)
Dice Pareyson que cuando la humanidad estaba saliendo del abismo del mal y del sufrimiento en que
se había precipitado durante la segunda guerra mundial, en la que se había tocado lo que califica de
punto culminante de la maldad, con formas absolutamente diabólicas de perversión, con masacres y
espantosos genocidios, con inauditos y horribles padecimientos infligidos por el hombre al hombre,
precisamente en ese momento, tuvieron gran éxito y amplia difusión filosofías empeñadas en
problemas técnicos de extrema abstracción y sutileza, como el positivismo lógico y la filosofía
analítica, formas de pensamiento insensibles a la problemática del mal y del sufrimiento, y en general
poco interesadas en los problemas del hombre y de su destino. (26) Esa reacción ante la respuesta
del pensamiento frente a circunstancias históricas concretas debería surgir también ante la respuesta
de la doctrina jurídica frente a las situaciones a las que se dirige el derecho penal. Si bien cabe
reconocer la legitimidad del deseo de purificación intelectual, de liberación de cualquier tipo de
condicionamiento emotivo, no por ello puede legitimarse el desconocimiento de la situación trágica del
hombre en su relación con el mal, como autor y como destinatario, como verdugo y como víctima. Sin
embargo, frente al mal, la razón filosófica no ha encontrado nada mejor, señala Pareyson, que
suprimir aquello que le molestaba y solucionar lo incomprensible en una racionalidad transparente.
Una filosofía racionalista nunca estará dispuesta a aceptar que la razón no llegue a disipar cualquier
sombra y se detenga ante lo opaco. Al no poder cancelar el mal como realidad negativa lo incorpora a
un cuadro más amplio en el que resulta extremadamente atenuado y minimizado, e incluso
desaparece.
Algo similar sucede en la filosofía del derecho frente al derecho penal. En lugar de reflexionar sobre el
drama en que está sumergido por las situaciones mismas a las que está destinado a responder, por la
forma en que ha respondido, y por las respuestas que aún debe dar, intenta formalizar cada vez más
el pensamiento en torno a las normas penales. Éstas mantienen una relación muy peculiar con su
destinatario. Como hemos visto, cuando miran hacia el pasado, lo destemporalizan junto a su acto y
le atribuyen una eternidad que no tiene, a efectos de establecer la duración de la pena en
correspondencia con la gravedad del delito. Y cuando miran hacia el futuro en su afán planificador, lo
convierten en mero vehículo del mensaje que desean transmitir. ¿Qué cabe esperar de un sistema
normativo que refleja tal capacidad de imaginación?
En realidad esa pregunta invita a formular otra: ¿Qué cabe esperar de una filosofía del derecho que
no reflexiona sobre un sistema normativo así configurado? ¿Que no reflexiona sobre todas estas
representaciones que el pensamiento jurídico ha construido distanciándose de los seres a los que
está dirigido? ¿Que se limita a aceptar todas esas construcciones como si fueran datos de una
realidad inamovible y que a partir de ellos desarrolla su reflexión?
Sin embargo, no sólo se trata de reflexionar sobre el pensamiento representador que distancia al
derecho de su destinatario. Es ineludible una reflexión sobre las consecuencias que ese pensamiento
representador produce en la realidad. El derecho penal concibe sujetos-actores y establece
conexiones tales que permiten desvincular el drama de las circunstancias sociales y las raíces
emotivas que lo originaron. El drama se desarrolla en el escenario que el sistema penal ha montado, 6
desvinculando también a los actores de las personas reales que personifican. Sin embargo, la
representación en ese escenario tiene una peculiaridad que lo diferencia de todos los otros
escenarios. Es una representación que tiene consecuencias muy concretas en el hombre de carne y
hueso, en su tiempo de vida, en su vida y en su muerte. Hulsman: «El modo de intervención
estereotipada del sistema penal actúa tanto a nivel de la «víctima» como del «delincuente». Todo el
mundo es tratado de la misma manera. Se supone que todas las víctimas tienen las mismas
reacciones, las mismas necesidades. El sistema no tiene en cuenta a las personas en su
singularidad. Al manifestarse en un plano abstracto, hace daño a aquellos a quienes está destinado a
proteger.» (27)
La condena pronunciada en el escenario penal contra el abstracto sujeto de derecho se encarnará en
la persona física y mortal que ese sujeto representa. El tiempo «destemporalizado» se
«retemporalizará» en el transcurso de la pena. La muerte, que ha sido desvinculada del individuo,
sobrevendrá durante la pena, o después de la pena, pero el individuo morirá su propia muerte. Y el
individuo sufrirá su propia pena, porque la pena asbtracta se materializará en un dolor concreto.
La teoría jurídica también evita la reflexión sobre el sufrimiento pues teme que perturbe el análisis
racional puro y riguroso, dado que se preocupa sólo por lograr un sistema coherente y cerrado. El
sufrimiento nos obliga a pensar en el que lo padece. Y éste no es el sujeto que la representación ha
inventado, sino el ser humano de carne y hueso, que vive en la región de la duda, en su tiempo finito
e incierto. No hay ninguna experiencia tan intensa como el sufrimiento, ninguna experiencia que
ponga al hombre frente a sí mismo, que lo obligue a reconocerse en toda su fuerza y su debilidad. El
derecho penal lo sabe muy bien. Y en ese sentido debería tener muy mala conciencia. La aparente
suavización de las penas refleja una sensibilidad general frente al dolor que antes no existía. Pero
cabe preguntarse si esa sensibilidad o repulsión hacia los castigos corporales refleja realmente un
cambio radical de la actitud frente al dolor y al sufrimiento. Tal vez se trate sólo de una sensibilidad
que rechaza el dolor como espectáculo, y que al mantenerlo oculto ofrezca menos posibilidades de
reaccionar frente a él. Y esto vale tanto para el padecer del delincuente como para el de la víctima.
También la forma de encarar el tema del dolor se vincula muy estrechamente a la relación que
concibamos entre sociedad e individuo. Si a éste lo vemos como parte o fragmento, cabe la
homología entre el cosmos, el cuerpo humano y el cuerpo político que hace Santo Tomás. «Así como
en el cosmos cada ser es parte del todo, en el mismo cuerpo humano -que es un cosmos en
miniatura- los órganos están sometidos al bien del todo. Análogamente, el individuo es por
naturaleza, un elemento del cuerpo político, es decir, una parte dependiente, sometida a la lógica del
todo sociopolítico. En estas condiciones, así como el buen médico no vacila en amputar un órgano
infectado, en aras de la salud del cuerpo, es loable y saludable que los gobernantes modifiquen
(mediante el dolor) al individuo peligroso, o lo sacrifiquen, en aras del bien común.» (28) En esta frase
se asocia la idea de dolor a la de sacrificio. «Todo sacrificio (tanto en sentido objetivo como subjetivo)
es siempre necesariamente un sacrificio por ‘alguna cosa'», señala M. Scheler. Y en el contexto que
nos ocupa dice que solamente cuando el todo, en tanto totalidad, actúa, vive, existe en sus partes, y
cuando las partes actúan, no solamente «en» sino «para» el todo, puede darse verdaderamente una
relación de sacrificio entre la parte y el todo. Define el sacrificio en estos términos: «Un elemento
inferior es abandonado por un elemento superior; la parte que es abandonada sufre y muere en lugar
del todo, a fin de que el todo se salve, conserve y, según el caso, se beneficie o crezca. En todo
sufrimiento, la parte se sustituye al todo y previene de este modo un sufrimiento más grande del
todo.» (29) Si consideramos a la sociedad como a un todo y a los individuos como sus partes, y
asignamos más valor al todo que a cada una de sus partes individuales, el sufrimiento del individuo
podrá justificarse como un sacrificio necesario. En cambio, si consideramos, como Pareyson, que «la
persona no está en la sociedad sino en sociedad con otras personas» (30), es decir, si rechazamos la
subordinación de la persona a la sociedad, si la existencia de cada persona es valorada tanto como la
continuidad de la sociedad, o más, los términos se invierten completamente.
Hay otros planos también en que la reflexión sobre el sufrimiento puede llevarnos a tomar posiciones
completamente diversas frente al problema penal según el criterio que escojamos. Por ejemplo,
¿atribuimos al dolor y al sufrimiento un carácter positivo, educativo, fortalecedor? «Las vías de la
sabiduría Zeus abrió a los mortales haciendo valer la ley que saber es sufrir.» (31) ¿Estamos
dispuestos a aceptar el álgebra del sufrimiento: menos + menos = más? Conforme a ella, explica
Pareyson, el mal más el sufrimiento no es un incremento de la tasa de negatividad del universo. No 7
es ni un redoblamiento ni una multiplicación del mal, sino su eliminación. (32) ¿Creemos realmente
que para eliminar el sufrimiento se requiere otro sufrimiento?
La actitud que tenemos frente al sufrimiento tal vez explique el largo olvido que padecieron las
víctimas. Desde el momento en que consideramos al sufrimiento algo positivo es bastante lógico que
no nos preocupemos tanto por reparar o mitigar el sufrimiento de la víctima. Una explicación posible
del relegamiento de la víctima se encuentra en otra actitud que describe Pareyson: la denuncia del
mal como afirmación del bien. «Como la autodestrucción fatal y constitutiva del mal es ya instauración
del bien, así la denuncia del mal es simultáneamente afirmación del bien: denuncia del mal y
afirmación del bien son un mismo acto.» (33) Según esta interpretación nos conformaríamos con la
«negación del delito en cuanto delito», y consideraríamos que con la «denuncia» del delito como mal, el
equilibrio ha quedado restablecido y no es necesario «hacer el bien» ocupándonos de la víctima.
Me limito a señalar estos puntos para destacar la importancia de una reflexión sobre el tema del
sufrimiento y su vinculación con la reflexión penal. La profundidad casi abismal del tema, que tiene
raíces en la cultura religiosa, puede ser desalentadora. Sin embargo, el viaje vale la pena.
El derecho penal está atrapado en el círculo vicioso del sufrimiento. En él se origina y con él pretende
responder. En tanto no medite sobre el sufrimiento no sabrá si desea evitarlo, salir finalmente del
círculo. Salir tal vez del derecho penal para convertirse, como dijo Radbruch, en «algo mejor».
La filosofía del derecho pretende pensar con el rigor del pensamiento científico. Pretende ser
considerada una «ciencia del derecho». Para ello elude una tarea hermenéutica sumamente
interesante: interpretar las construcciones fantásticas del derecho penal. Pero al mismo tiempo elude
un cometido ético: la reflexión sobre las consecuencias de estas construcciones para el ser humano
que las sufre.
Por su parte, el derecho penal se encamina cada vez más hacia la búsqueda de la seguridad. Esta
búsqueda, al igual que la de la mera retribución que pretende «borrar» el delito, también privilegia el
pensamiento calculante, que le aportará la precisión y la certeza de la observación empírica, los
datos, las estadísticas. Por cierto, las estadísticas, pueden revelarnos muchas cosas. Por ejemplo,
cuán lejos estamos de las metas propuestas. Y ante esa constatación, tal vez lo más acertado sea
desandar el camino, volver atrás, ir desagregando las estadísticas para llegar a las unidades. Y
detenernos en cada unidad. Y en cada unidad reflexionar. Pues cada unidad es la totalidad.
NOTAS:
Este texto se basa en el texto publicado como conclusión del libro «Perspectivas criminológicas en el
umbral del tercer milenio», coordinado por la autora y publicado por «Fundación de Cultura
Universitaria»; Montevideo, noviembre de 1998.
1. B. Romano, Il riconoscimento come relazione giuridica fondamentale, Bulzoni Editore,
Roma, 1986. p. 239
2. Ibidem, p. 117
3. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1997, p. 77
4. M. Heidegger, Chemins qui ne menent nulle part, Gallimard, París, 1990, p. 99 y ss
5. G. Stella, I giuristi di Husserl, Giuffrè editore, Milán, 1990, p. 155
6. S. Cotta, Il diritto nell’esistenza, Giuffrè Editore, Milano, 1984, p. 191 y 137
7. L. Pareyson, Esistenza e persona, il melangolo, Turín, 1992, p. 181 y ss
8. G. Husserl, Diritto e tempo, Saggi di filosofia del diritto, Giuffrè, Milano, 1998, p. 57 8
9. F. Nietzsche, Asi habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1997, 210, 211
10. M. Heidegger, Che cosa significa pensare, Sugarco Edizioni, Milán, 1996, p. 83 y ss
11. Ibidem. Véase E.R. Zaffaroni, «Qué pena», en Fascículos de Ciências Penais, ano 5 – V.5
– n.3. Jul/ag/set. 1992
12. G. Husserl, op. cit., p. 57
13. Ibidem, p. 160
14. G. Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, Siglo XX, Buenos Aires, 1987, p. 127
15. Ibidem, p. 130
16. P. Ricoeur, Introducción a la simbólica del mal, Ediciones Megapolis, Buenos Aires, 1976,
p. 95 y ss
17. A. Messuti, El tiempo como pena y otros escritos, Pontificia Universidad Javeriana,
Colección criminología y victimología, n.2 , Bogotá, 1998
18. M. Heidegger, Essere e tempo, Longanesi, Milán, 1970, p. 311 y ss
19. G. Hosserl, op. cit., p. 52
20. G. Hegel, op. cit., p. 130
21. P. Ricoeur, Le juste, Editions Esprit, París, 1995, p. 185 y ss
22. A. Kojève, Esquisse d’une phenomenologie du droit, Gallimard, París, 1983, p. 69 y ss
23. S. Cotta, Quidquid latet apparebit: le problême de la verité du jugement, en Achivio di
filosofia, anno LVI-1988 N.1-3, p. 395
24. A. Kojève, op. cit., p. 420 y ss
25. B. Romano, Ortonomia della relazione giuridica, Una filosofia del diritto, Bulzoni Editore,
Roma, 1997, p. 33
26. L. Pareyson, Ontologia della libertà, Einaudi, Turín, 1995, p. 156
27. L. Hulsman, J. Bernat de Celis, Peines perdus, le systeme penal en question, Le
centurion, DHS, París, 1982, p. 94
28. La Douleur et le droit, textes remis et presentés par B. Durand, J. Poirier, Jean-Pierre
Royer, Presses Universitaires de France, G. Courtois, Le sens de la douleur chez Saint
Thomas, p. 105 y ss
29. M. Scheler, Le sens de la souffrance, Aubier, París, p. 14
30. L. Pareyson, Esistenza e persona, p. 192
31. G. Cupido, Pathos e mathos nel mondo tragico sofocleo, en Iride, Filosofia e discussione
pubblica, 17, Anno IX, aprile 1996, Il Mulino, Boloña, p. 189 9
32. L. Pareyson, Ontologia della libertà, p. 477
33. L. Pareyson, Dostoevskij, Einaudi, Torino, 1993, p. 71 y ss

 

 

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