En 1921 se aprobó un Código Penal para todo el país buscando, entre otras cosas, cumplir con la disposición constitucional que exige un compendio de leyes penales que no sea un mero amontonamiento, sino un cuerpo sistemático, unificado y coherente. Desde el momento mismo de su sanción ese código vio como las sucesivas reformas legislativas lo fueron lentamente destruyendo.

Las dictaduras cívico-militares que sufrió el país tuvieron impacto en el sistema punitivo no sólo en su forma paralela o subterránea, sino también en la legislación formal. No obstante ello, en el período democrático más largo de los últimos tiempos, y en gran medida sobre la base de las demandas de la criminología mediática, las reformas penales también tuvieron su impacto negativo.

Por fin, las denominadas “reformas Blumberg” le asestaron un golpe que provocaron que adquiriera un grado de incoherencia mayúsculo.

La situación en la que hoy nos encontramos es alarmante y desconcertante. Las pretendidas razones de emergencia aceptadas por la política y fomentada por la criminología mediática, han generado una falta absoluta de proporción entre los bienes jurídicos afectados y las penas previstas para su lesión.

Rodolfo Moreno (h), mentor e impulsor del Código Penal de 1921, decía respecto del código antes vigente que contenía preceptos contradictorios, repeticiones innecesarias, omisiones increíbles, excesos en unos casos y defectos en otros, añadiendo que ofrecía “…más que un conjunto, un amontonamiento de disposiciones que no llenan las necesidades del país ni las imposiciones de su cultura”.

Hoy podemos afirmar que, después de un siglo de reformas irreflexivas y espasmódicas, asociadas a regímenes no democráticos o al son de las exigencias de la criminología mediática, han provocado en el Código Penal una destrucción que Moreno (h) jamás pudo haber imaginado.

Hace algo menos de ocho años una comisión conformada en el Ministerio de Justicia había elaborado un anteproyecto que devolvía a la legislación nacional un verdadero Código Penal. En aquella oportunidad con críticas a un único tipo penal como excusa, parte de la clase política dejó pasar la oportunidad de encarar esa necesaria tarea.

A comienzos de 2012 la Presidenta volvió a intentar saldar esa deuda. Así es que dictó el decreto nº 678/2012 mediante el cual designó una comisión tendiente a encarar una reforma integral del Código Penal o, para decirlo de una forma más clara, recuperar la coherencia perdida y con ella al código que durante más de noventa años, fuimos dejando por el camino.

La comisión contó con participación de miembros afines a distintos partidos políticos, y además fue presidida por el ministro de la Corte Suprema, Raúl Zaffaroni. Esta composición plural, parecía que colaboraría a su efectivo tratamiento legislativo.

Desde una perspectiva de respeto constitucional por los Derechos Humanos, la creación de la comisión y el trabajo por ella realizado constituyen una esperanzadora señal política tendiente a revertir el camino de la decodificación que la impronta mediática y punitiva dieron a este amontonamiento de disposiciones que, sólo por costumbre, seguimos llamando “código”.

Las intervenciones de los expositores en las jornadas sobre reformas legislativas realizadas en Mar del Plata hace apenas unos días, también fueron alentadoras en tal sentido.

Sin embargo, la ideología punitiva, apartada de las directrices internacionales protectoras de Derechos Humanos, se ha vuelto a hacer presente con fuerza en parte de la clase política y también en algunos sectores de la corporación judicial.

Lamentablemente asistimos otra vez al viejo escenario que nos presenta parte de una clase política que sólo sopesa réditos políticos inmediatos, mezquinos y personales. Asimismo, también asistimos a las usuales prácticas judiciales, que buscan en decisiones obligatorias el “acatamiento” y sumisión de las voces críticas, propias de las más arraigadas tradiciones de una corporación cuyos ecos se remontan a los más oscuros siglos de la inquisición.

Es así que, con la nueva excusa de la derogación del ilegítimo e inconstitucional instituto de la reincidencia -que encubre un peligrosismo racista de fines de siglo XIX- se enarboló la decisión de mantener el alarmante estado de situación, e incluso de agravarlo.

Sería extenso enumerar todas las increíbles contradicciones que han llevado a que el Código Penal vigente deje en su tapa toda pretensión de cumplir con la promesa de serlo. Basta con destacar que los irreflexivos aumentos de penas se han producido como una respuesta demagógica y punitiva desde la agencia legislativa, muchas veces impulsados por un hecho que ha sido relevado con insistencia por los medios masivos de comunicación.

Nada les ha importado a tales detractores que haya sido la misma Corte Suprema quien haya dicho que es obligación estatal realizar un adecuado control de convencionalidad, y que la referencia a un hipotético peligrosísimo no tiene cabida en un derecho penal constitucionalmente válido.
En definitiva, lo que se presentaba como una excelente oportunidad se ha ensombrecido.

Lamentablemente, si aquellas voces logran imponer su cometido, seguiremos teniendo un amontonamiento de normas que no respeta la obligatoriedad de contar con un código, y que sigue castigando a los más vulnerables.

En tiempos de cambios, los sectores más reaccionarios de la clase política y del estamento judicial no dudan en mostrar que existe un marcado arraigo con momentos que creímos superados de nuestra historia, en particular de nuestras páginas tristes.

Entonces, ¿deberemos resignarmos a una nueva postergación de la reforma legislativa, por un lado, y a un nuevo avance de la tradición inquisitiva en la esfera judicial, por el otro?. Por supuesto que no es la resignación la respuesta. Por el contrario, es en estos momentos donde se hace más evidente que la defensa de los Derechos Humanos es una batalla que debe ser ganada todos los días.

 

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