El 23 de septiembre se cumplieron 100 años de la ley Palacios (Nº 9.143), primer antecedente legislativo sobre la trata de mujeres con fines de explotación sexual. El diputado Alfredo Palacios denunciaba el tráfico de mujeres de aldeas rusas, a las que calificaba como «jóvenes incautas que luego traían a nuestro país para venderlas o encerrarlas en los prostíbulos como esclavas».

En 1913, la Argentina era un centro de la prostitución mundial y Buenos Aires era considerada «la ciudad del pecado». Los círculos mafiosos dominaban en el triste negocio de la trata de mujeres migrantes provenientes de Europa del este y también de Francia e Italia, más conocido como la «trata de blancas».

En los últimos 20 años del Siglo XX, se consolida un nuevo orden económico mundial que implica, a su vez, la globalización de la «industria del sexo,» a la que se incorpora cada año, mujeres, niños y niñas para su explotación sexual y que se ha convertido en uno de los crímenes de mayor crecimiento en la economía global. La trata ocupa el tercer puesto entre los ilícitos más rentables del mundo; después del tráfico de drogas y la venta de armas.

Uno de los más crueles aspectos del crimen organizado mundial lo constituye el tráfico de personas para someterlas a la esclavitud. Según las Naciones Unidas, se calcula que en el mundo unos cuatro millones de adultos y dos millones de niñas y niños son traficados y generan ganancias estimadas en los 32.000 millones de dólares anuales, donde el 85% proviene del comercio sexual. La explotación en condiciones de esclavitud se ha constituido en un lucrativo negocio clandestino.

No podría darse este fenómeno si no existiera corrupción institucional e incremento del crimen organizado, sea nacional, provincial, local o transnacional, además de arraigados prejuicios sociales. La frontera entre la connivencia, la indiferencia y el prejuicio alimenta este tipo de delito, a lo que debemos agregar el pacto de silencio que se genera entre los proxenetas, fiolos y todos los que lucran y apoyan los circuitos de explotación y los clientes.

La cultura construye un modelo de varón cuya sexualidad es irrefrenable y debe ser canalizada. Así, la prostitución es necesaria para el control social de la sexualidad humana y se encuentra legitimada, tolerada y estimulada socialmente. La sociedad permite la división entre niñas y mujeres honestas y deshonestas, sin entrar a considerar la situación de vulnerabilidad en que se encuentran éstas últimas y silencia e invisibiliza la problemática, como estrategia social de protección del poder masculino.

El feminismo ha afirmado que la explotación de la prostitución ajena constituye la forma más extrema de violencia contra las mujeres, una institución patriarcal que consolida la subordinación y opresión. Kathleen Barry, en «La esclavitud sexual de la mujer», sostiene que la prostitución es el modelo de la sexualidad como destrucción del yo y una palpable violación a los derechos humanos de las mujeres, niños y niñas.

Se define la explotación de la prostitución ajena como una relación de dominación, subordinación y explotación de las mujeres, de manera individual y colectiva, por parte del colectivo varones y que tiene por fin legitimar la violencia contra las mujeres y perpetuar las desigualdades de género. Es esclavitud y violencia, dice Marta Fontela, «porque los actos que los clientes realizan sobre los cuerpos de las mujeres en estado de prostitución, y le hacen realizar a ellas, producen daño físico y psíquico, además de los daños y torturas producidas por los proxenetas, tratantes y traficantes.»

Se ha dicho que es muy difícil cambiar la situación de la prostitución, «porque es la profesión más antigua del mundo» o «es tan antigua como la humanidad». Aceptar esta premisa es negarse a reconocer que ha sido naturalizada de tal manera que no nos permite reflexionar que, en definitiva, constituye una de las explotaciones más antiguas del mundo que los hombres han ejercido sobre las mujeres.

Ayer hablábamos de trata de blancas y hoy de trata de personas para identificar un mismo problema, lo que indica que los esfuerzos realizados son insuficientes para terminar con la opresión y explotación de mujeres y niñas. El Estado, además de las medidas preventivas, administrativas, legislativas y judiciales efectivas, debe procurar corregir las desigualdades entre varones y mujeres para terminar con este flagelo del siglo XXI. Hoy más que nunca necesitamos que el Estado encare las desigualdades entre los sexos como un problema central a resolver.

 

(*) Magíster en Derecho Internacional de los Derechos Humanos Universidad Alcalá de Henares, Madrid. Asesora Bloque Nuevo Neuquén en la Legislatura del Neuquén

 

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