JOSÉ MIGUEL ONAINDIA (*)

Las sociedades del siglo XXI organizadas de acuerdo con el modelo del Estado social de derecho aspiran a ampliar cada vez más el ámbito de libertad de las personas para decidir sobre sus vidas. La injerencia del Estado debe limitarse a impedir que en el ejercicio de las decisiones emanadas de su convicción y voluntad el individuo dañe a terceros o el interés público.

Un lúcido pensador francés de nuestros días, Alain Touraine, expresa que las democracias contemporáneas se caracterizan no sólo por la selección de sus representantes a través del voto o por los mecanismos de participación en la toma de las decisiones públicas sino por permitir a los miembros de la comunidad expresar en la forma más amplia su individualidad y su derecho a la diversidad.

El caso que hoy llega al superior tribunal y que la entidad de defensa de derechos humanos que presido (ADC) ha acompañado en la figura de «amigo del tribunal» plantea uno de los temas que hacen a la esfera de la intimidad de la persona y que consiste en elegir una muerte digna.

Este derecho que se está abriendo camino a través de las leyes, la jurisprudencia de tribunales internacionales y nacionales y la aceptación social significa un respeto rotundo a la decisión de las personas a negarse a prolongar su vida mediante mecanismos científicos que interrumpen los procesos biológicos.

La decisión no es sencilla porque plantea cuestiones de ética, de religión y de ciencia, pero resulta necesario comprender que los avances para la extensión de la vida no pueden imponerse en contra de la voluntad de las personas o de sus representantes legales, como el caso que debe decidirse.

Destacamos en la presentación judicial efectuada que nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación ha fijado los alcances de la protección constitucional del derecho a la intimidad en el caso «Arriola». Allí el alto tribunal señaló que el Estado carece de facultades para entrometerse en los planes de vida de los individuos cuando éstos no afectan derechos de terceros y que la circunstancia de que una conducta individual pueda tener efectos perjudiciales para la integridad física de una persona adulta y capaz que la realiza no es razón suficiente para la interferencia estatal. Y también que los integrantes de la familia son los más aptos para tomar las decisiones de los pacientes que no pueden hacerlo, no sólo por su conocimiento de las convicciones del afectado sino por los vínculos que mantienen con él.

El respeto por la diversidad cultural es una marca de nuestra época que no puede desconocerse. Los integrantes de la comunidad pueden tener respecto de los tratamientos médicos distintas concepciones y es obligación del Estado respetarlas, atendiendo las razones de diversa índole que pueda tener cada persona para oponerse a la continuidad de la vida mediante mecanismos tecnológicos. El Congreso de la Nación ha sancionado recientemente una ley que regula el debido ejercicio de este derecho, en consonancia con las legislaciones de muchos países de Europa y de nuestro continente.

Con el poder de referirse a un tema a través de los sutiles caminos de la narración, el cine antes que el derecho ha abordado la cuestión a través de potentes relatos que muestran la necesidad de respetar los deseos del paciente. «Mi vida es mi vida», «Mar adentro» y «La escafandra y la mariposa» son sólo algunos de estos ejemplos, que nos muestran con la potencia de la imagen la necesidad de respetar las más íntimas convicciones del individuo.

 

 

 

(*) Presidente de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC), profesor de Derecho Constitucional y Derechos Culturales en UBA, UNLP y Flacso

 

fuente http://www.rionegro.com.ar/diario/el-derecho-a-elegir-una-muerte-digna-980745-9539-nota.aspx