El gobernador de Neuquén, Jorge Sapag, acaba de declarar, en plena campaña electoral, la guerra al narcotráfico. Es tarde, no en el sentido de cronología que le dio el intendente de Neuquén Horacio Quiroga, sino porque ya en Naciones Unidas se está evaluando que esta guerra no sólo se perdió sino que sus consecuencias han sido nefastas.

La guerra contra las drogas, declarada hace más de cuarenta años por Richard Nixon en Estados Unidos, tiene dos ejes: el prohibicionismo y la militarización. Esto implica persecución y penalización al consumo y más violencia del Estado en la investigación, procuración y penalización de las cadenas de comercialización de la droga.

La prohibición de las drogas ha hecho del narcotráfico un negocio extremadamente lucrativo. Esto se debe a que el precio de una sustancia ilegal se determina más por el costo de su distribución que por el de su producción.

Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio mundial de estupefacientes alcanzaba en el 2010 los 320.000 millones de dólares al año; un negocio tan fructífero permite comprar voluntades de todo tipo, privadas y públicas, que faciliten continuar con la circulación y blanquear las ganancias en el mercado financiero legal.

La guerra contra las drogas ha repercutido negativamente en la calidad del producto, con efectos devastadores para el consumidor; el 80% de las muertes vinculadas con el consumo de drogas es en realidad causado por factores relacionados con el hecho de que éstas se comercialicen en el mercado negro, con la ausencia de dosis estandarizadas, la introducción de productos de corte sintético de baja calidad, laboratorios caseros insalubres, etcétera.

La prohibición fracasó en su ilusorio objetivo de impedir que las personas consuman drogas y sus efectos secundarios -violencia, corrupción, insalubridad- demuestran que es más peligroso el remedio que la enfermedad. Nunca en la historia se ha consumido tanta cantidad de drogas como en la actualidad y la rentabilidad del negocio es la mayor en la historia.

Según el último documento de la Agencia de la ONU contra la Droga y el Crimen, en el mundo entre 167 y 315 millones de personas de entre 15 y 64 años consumen drogas ilegales. En el 2011, entre 16 y 29 millones tenían un consumo problemático, menos del 10% del total. Pero muy pocos pueden acceder a terapias para tratar la dependencia. Un análisis del 2013 destacaba que el 83% de la población mundial tiene escaso o nulo acceso a la morfina y otros fármacos.

Los recursos económicos con que se sostiene esta guerra son los que no se invierten en salud pública para tratar los problemas de consumo, entre otros.

El término «guerra» no es exagerado. Particularmente en nuestros países, miles de vidas se pierden todos los años como consecuencia de la violencia relacionada con el narcotráfico. En Colombia 3.800 asesinatos al año están relacionados con el narcotráfico y la lucha contra él. En México, la política de tolerancia cero emprendida por el expresidente Felipe Calderón ha supuesto un aumento de los crímenes de ocho por cada 100.000 habitantes al año en el 2006 a más de 23 en el 2010 y se calculan en la actualidad unos 100.000 muertos.

El narcotráfico opera en grandes redes muy organizadas; por ende, lo que se persigue es el crimen organizado y, por consecuencia, el crimen en general. Se confunden, en este sentido, el capo, el narco de grandes volúmenes, los pibes que roban autos para la organización y los que tienen un quiosquito, todo controlado por la red mayor.

A todos se les declara la guerra, pero el sistema penal y represivo -que es selectivo, acá y en el mundo- controla y persigue a los eslabones más débiles de la cadena y a los errores de comercialización; la consecuencia: barriadas pobres militarizadas, gerenciamiento policial del comercio, violencia entre grupos por controles territoriales, etcétera.

El Estado justifica la utilización de la violencia escudándose en los problemas de seguridad pública que supone que traen aparejados el consumo y la venta de drogas. Este discurso es alentado por los dirigentes políticos y los medios de comunicación y es así como una gran cantidad de problemas de índole social tiende a caracterizarse, analizarse y reducirse a cuestiones de seguridad y al consumo de drogas.

«Es hora de acabar con esta guerra. Existe un amplio consenso y suficientes evidencias para saber que la estrategia actual ha sido desastrosa, no ha logrado su objetivo y ha provocado muchas consecuencias negativas. Continuar por esta línea no está justificado», afirma John Collins, coordinador del proyecto de política internacional sobre drogas de la London School of Economics, y lo suscriben en un informe de 84 páginas cuatro premios nobel de Economía -Kenneth Arrow (1972), Sir Christopher Pissarides (2010), Thomas Schelling (2005) y Vernon Smith (2002)- y distintas personalidades como el ex primer ministro británico Nick Clegg, el alto representante de la UE para Asuntos de Seguridad y Política Exterior (1999-2009) Javier Solana y el exsecretario de Estado de Estados Unidos (1982-1989) George Shultz.

El informe puede leerse en este link: http://www.lse.ac.uk/IDEAS/publications/reports/pdf/LSE-IDEAS-Drugs-Report-Spanish.pdf

Proponen a la ONU redirigir los recursos que se destinan a las políticas punitivas de ahora «hacia políticas de salud pública basadas en la evidencia y en rigurosos análisis económicos».

Sería loable que los dirigentes políticos, tan propensos a utilizar los problemas de seguridad como latiguillo fácil, se asesoren, dispongan de equipos técnicos para construir datos fiables y busquen alternativas de políticas sociales antes de declarar una guerra con estrategias que no sólo han fracasado en el mundo sino que han producido demasiadas víctimas inocentes.

SILVIA COUYOUPETROU

Trabajadora social. Convocatoria Neuquina por la Justicia y la Libertad. Foro por la Seguridad Democrática.

 http://www.rionegro.com.ar/diario/la-guerra-contra-las-drogas-7166687-9539-nota.aspx